Rodolfo baila el tango como ninguno


Valentino, el amante de las abuelas

Era un lunes como el de mañana y aún las pasiones colectivas resultaban posibles. Ocurrió el 23 de agosto de 1926: 15 mujeres se suicidaron por amor al mismo hombre, rodeadas de fotografías que ni siquiera estaban autografiadas.

Las 15 suicidas no se conocían entre sí y tampoco habían tenido oportunidad de conversar personalmente con aquél que al morir ese lunes, les impedía toda esperanza de consagrarse en un “amor verdadero”. Fueron 15 las muertas, pero al menos otras 150 personas resultaron heridas por serle fiel. Ni las 15 ni las 150 lo vieron de cerca; tampoco las 30 millones que lo lloraron de luto.

Las únicas mujeres que lo llegaron a tocar, fueron apenas tres. Y las tres lo abandonaron.

Era un lunes como el de mañana y cinco mil desconocidos aguardaban desde temprano interrumpiendo el tráfico de Nueva York, frente al Polyclinic Hospital. A las 12:30 del mediodía de nuestras abuelas, una enfermera llorando les habló: “Rudy ha muerto”. Y se desató la histeria colectiva.

Los desmayos fueron epidemia

En la habitación de Rodolfo Valentino sólo estaba su empresario, George Ullman y su primera esposa, la bailarina Jean Acker, quien desde la noche de bodas no lo había vuelto a ver y ahora regresaba con la ilusión de una herencia. Después de días de transfusiones de sangre y el apéndice estallando, el latin lover apenas se despidió con algunas confusas palabras sobre un bosque oscuro y la luz de la ventana; Ullman seguía enfrascado en una de las miles de llamadas telefónicas y la Acker se resentía al descrubir que su ex marido lo que dejaba era una deuda de más de 300 mil dólares. Eso fue todo. Después ella supo desmayarse convenientemente frente al público y casi igualó el dramatismo exageradísimo de la actriz Pola Negri (el último amor de Valentino), que llegó robándose el show de la tragedia después que el cadáver estaba embalsamado.

“Es terrible perderse en este bosque oscuro” seseó débilmente el bienamado galán y eso fue todo. Afuera se desató la histeria. Era un lunes como el de mañana y el amante mítico que derribaba a las mujeres con la sola mirada, aún llevaba en el brazo la esclava de oro que la tiránica Natacha Rabova, su segunda esposa, le ordenó llevar en señal de obediencia, aunque ya estaban divorciados. (Hacía más de un año ella lo demandó sin prevenirlo por “crueldad mental”). Después de ese lunes también ella actuaría grandes llantos desde París.

A otra parte con ese muerto

El cuerpo de Rodolfo Valentino fue velado en la funeraria Campbell. Las ventanas y las puertas estallaron por la presión de los fanáticos. Los niños y unos 200 policías supieron en la carne lo que es el peso de la desesperación masiva por arrancar una flor mortuoria, un pedacito de tela y, ¿por qué no?, de engominado cabello del fogoso Sheik.

Pola Negri, en un gesto histriónico —según aclara la prensa de la época— pagó el traslado de la urna a Los Angeles. Pero luego nadie quiso saber del cajón: lo que importaba era sacarle unos cuantos dólares más al mito.

El adorado cuerpo del actor no hallaba sepultura: los cementerios son privados en Hollywood y el ataún pasó un buen tiempo en los sótanos de la Paramount. Al fin, el cineasta de origen italiano Sylvio Baldoni ofreción el mausoleo de mármol que había comprado para su propia muerte y allí fue llevado Rodolfo Valentino. Pero en 1935, cuando sus ropas, fotos, películas y discos apócrifos habían vuelto millonarios a muchos otros que tampoco lo conocieron, el periodista y cineasta Robert Florey descubrió sus restos, en un garaje de Santa Mónica. El terreno prestado formó parte de un negocio; gracias a la intervención de Clark Gable, Barbara Stanwyck, Roberto Taylor y Dolores del Río, el ataúd pudo regresar definitivamente al mausoleo.

¿Rudy? ¿Y quién es Rudy?

Los clubes de fanáticas se extendieron por el mundo y para ser miembro había que rezarle a Rudy todas las noches. En verdad, a nadie le importó saber quién fue: solo tener una imagen para desear entre las sábanas trasnochadas.

No puede ser de otra manera, porque a una mirada menos histérica hubiera revelado el bisoñé sobre la calvicie incipiente, la miopía, la baja estatura, el maquillaje diario, el labio inferior colgante, el talle corto. Rudy seseaba y aburría al hablar, protagonizaba berrinches narcisistas; y su pasión solo se dirigía a la ropa, la cebolla y los perros. Los matrimonios aparentemente no fueron consumados: los llamaban “tangos blancos”.

Rodolfo Alfonso Rafael Pedro Filiberto Guglielmi di Valentino D’Antonguolla, el amante universal, el latin lover, (así como Mary Pickford había sido “la novia de América” y su compañera en el primer film El Pequeño Diablito), tenía tan pocas aptitudes físicas que fue rechazado durante el examen médico para ingresar a la Escuela Naval de Venecia. Y el hijo del veterinario del pueblito de Castellaneta tuvo que comenzar a dar tumbos por el mundo, ya que el único futuro que había aprendido desde niño era el de ser un militar italiano. Por cierto que entre los millones que sin conocerlo le mandaron flores de homenaje al morir, estaba Benito Mussolin.

Ese era Rudy, el galán nacido en el remoto 1895, derrochador e inestable, tuvo que ser desde jardinero a lavaplatos, de mendigo a barrendero.

Como llamaba la atención con su forma de bailar, tuvo la suerte de que otro inmigrante italiano le consiguiera en Nueva York un empleo más cómodo como figura del restaurant Maxim’s. Pero al cuerpo lo “quebró” en serio, doblando con él de paso a su “partenaire” de turno, en el cine.

El tango y las ropas orientales destilaron sensualidad salvaje —al modo de la época— en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, El Sheik, El boulevard del crepúsculo, Esposa Mártir, Sangre y Arena, Pecador Divino, Cobra, El águila negra y El hijo del Sheik.

Mujeres

Los argumentos eran tontos, aventureros y románticos. No importaba. Importaban en cambio las estrellas que lo acompañaban temblorosas en la pantalla, y, por sobre todo, su “electrizante” mirada oscura. Tanto se creyó el mimo Rodolfo Valentino la imagen de que los grandes amantes debían parecer latinos u orientales, exóticos y morenos, que sus dos últimos amores respondían a ese estereotipo a la perfección. La mujer más importante —y destructiva de su vida— se disfrazaba con el seudónimo de Natacha Rabova, puesto que su verdadero nombre era Winifred Hudnut. Hija adoptiva de un millonario de los perfumes, supo dilapidar la fortuna de Rodolfo, intervenir en su carrera de tal modo que él tuvo que abandonarla y dedicarse a publicitar una crema de belleza y a bailar en los circos; lo humilló en público y él contestaba a todo: “Sí, sí”.

Pola Negri también respondía al estereotipo, y luego de darse a conocer muy bien por todos los grandes de Hollywood, conquistó al único capaz de costearle sus locuras Charles Chaplin había desistido de casarse con ella, porque consideraba que no tenía suficiente dinero para mantenerle en un solo día, por ejemplo, ella gastó siete mil dólares en plantas para poder “oír el ruido del viento entre los árboles”, en el jardín del multimillonario Charlot.

Gracias a la niebla

Rodolfo Valentino llenó su casa de fotos gigantescas de sí mismo y a su cuerpo trataba de tranquilizarlo con grandes cantidades de bicarbonato de sodio. Su “ardor” de amante cinematográfico lo llevó al hospital con apendicitis y úlcera. Aquel lunes como mañana pudo haberse salvado, si la naturaleza no hubiera enturbiado de niebla el cielo desde Detroit a Nueva York. Un piloto traía una medicina “milagrosa”, pero el avión se extravió y tuvo un aterrizaje forzado. Llegó tarde y por eso lo salvó. De otra manera.

Enamorado de su mito, Rudy tuvo suerte de que lo sobreviviera. El Sheik supo llegar a la fama en los momentos oportunos. Fue el primero en revelar el encanto latino en un cine que estaba apenas comenzando y que aún podía seducir con los gestos rápidos. Murió en plena gloria, sin dar la oportunidad a la decadencia que lo acechaba ni a la llegada del cine sonoro que a tantos derribó del pedestal.

Un año después de su muerte, Hollywood asistió a su debacle. Los ídolos del cine mudo no soportaron ser escuchados por el público: sus palacios fueron vendidos, desaparecieron los largos automóviles tallados en oro, los abrigos de leopardo, los sirvientes exóticos de las fiestas de Beverly Hills. Los viejos seductores quedaron en la ruina y más de uno terminó abandonado en la miseria, en las drogas, en el alcohol.

Gracias a la niebla de un lunes como mañana, la gloria de Rodolfo Valentino quedó intacta.

El Nacional
22 de agosto de 1982