El escándalo de ser dos


El cine lo comienza a decir: la moda pronto será amar a su pareja y creer en la entrega total. Aquello de la crisis de la convivencia parece quedar para reposiciones en la Cinemateca. Lo nuevo son los ramos de flores y el flechazo, según la película Ahora me toca a mí de una ex feminista.

Poco a poco, uno vuelve a tener permiso de creer en cosas tan poco “serias” como el Príncipe Azul y el amor absoluto. Las floristerías serán las primeras en celebrarlo y, quién sabe si más adelante, aumentará la clientela de las jefaturas civiles.

Eso de vivir en crisis existencial, decir que el marido no la comprende a una, que la dependencia es un crimen, que la realización personal, el psicoanálisis, el amor libre y todo eso, amenaza con ponerse fuera de moda. Al menos la cartelera cinematográfica caraqueña arriesga ese tipo de conclusiones: “la crisis de la pareja” y aquellos postulados a lo Simone y Jean-Paul, adquieren categoría de reposición en el excelente ciclo que realiza la Cinemateca Nacional. Y lo nuevo después de tanto sufrir con los Secretos de un matrimonio, Una mujer descasada o La Última Mujer, por no hablar de Una noche de lluvia y de Annie Hall, viene la revancha. Ahora me toca a mí (It’s my turn), dice la cineasta Claudia Weill, y desarrolla en las salas de cine comercial su cruzada por la ilusión.

“Mi idea del amor consiste en estar siempre participando del trato de la persona amada, de compartir todos mis pensamientos con ella, todas mis fantasías, toda mi felicidad y todos mis cuidados. Lo que yo quiero es precisamente no estar jamás separado de ella”. Suspiros. Lo curioso es que la cita no es de la joven Weill, sino de Andre Maurois, el escritor que por haber nacido en 1887 podía expresarse de ese modo y ser acogido con el escepticismo de una sonrisa. Pero sirve de síntesis de Ahora me toca a mí. Alarma la comparación entre dos personalidades y generaciones tan distintas: la feminista [Joyce a los 34, Matina Horner: Retrato de una persona de 1973 y La otra mitad del cielo], ya no profundiza como en Susan y Ana en la relación entre amigas, los conflictos profesionales y matrimoniales. Ahora se empata en una de “Si la luna te ama, ¿qué importa que las estrellas se eclipsen?”.

Ahora me toca a mí es una cinta comercial, amena e intrascendente en sí misma. Pero tiene varios elementos a tomar en cuenta, sobre todo en esta década donde el cine —o cierto cine— insiste en el regreso al conformismo (léase vuelta a la familia, como en El Campeón, Gente como uno, Kramer versus Kramer y las compañeras francesas que prefieren consumar el incesto que seguir al antihéroe rebelde, solitario y triste, combatiendo el desengaño y la inflación).

La película se centra curiosamente en Jill Calybourg, edípica madre en La Luna, de Bertulucci. En Una mujer descasada, de Mazursky, la Claybourg se “reivindicaba” cuando, luego de un divorcio, aprendía a trabajar y a mantener una relación no comprometida con un hombre. En Ahora me toca a mí, ya consolidado “el sueño que quedó de los años 60” (profesional exitosa con pareja divertida, conveniente y sin ataduras superfluas o conflictivas) se declara insatisfecha. La “realizada de la década del 80” —según Claudia Weill— abandona su trabajo, su relación y su ciudad, para consagrarse a un amor a primera vista. Con flechazo y todo.

Michael Douglas, el triunfador de Hollywood, despreocupado, nada intelectual, es ídolo deportivo y ramos de rosas, representa al Príncipe Azul que se deja amar y mantener. Douglas abandona a su pareja en crisis —deja atrás esa moda— y se tira de cabeza en la felicidad del amor. Oh. Muy romántico todo, muy alentador (siempre es un placer soñar con aquello de una chimenea, pantuflas, un abrazo reconfortante y excitante) y muy peligroso.

La felicidad no es algo “a lo que se llega para siempre jamás” como dice la película, aunque eso ni vale la pena discutirlo. Pero, recuperar el permiso a enamorarse (después de tantos años de individualismo desgastante como cualquier otro) no pasa a través del compañerismo absoluto y una entrega equilibrada, por ejemplo. En Ahora me toca a mí la proposición no es aquella idílica de los escritores Dashiell Hammet y Lillian Hellman aislados del mundo, en una casa a orillas del mar con fogata y todo, pero donde cada quien creaba su obra. Es en cambio —¿qué le habrá pasado a la lucidez feminista de la Weill?— el retorno a la renuncia de la mujer, a la anulación en aras del amor y de la realización del otro. Jill Calybourg, en su papel de científica, acepta un trabajo burocrático con tal de que su desempleado Príncipe Azul pueda retomar su desarrollo como hombre.

La Weill no plantea a sus congéneres “liberadas” volver a la cocina y a la escoba, porque hacerlo sería grosero hacia su pasado feminista y una desconexión de la actualidad. Intrascendente y convencional, la Weill fue hábil y dice: a ustedes que se sienten cansados de ser individuos a toda costa, reconfórtense, puesto que el amor existe y ya pueden “cometer locuras” y enviar esquelitas sin pudor. Y ustedes, señoras profesionales, olvídense de la posibilidad de trabajar en lo que les guste y busquen cualquier ocupación rentable, porque lo central es el amor.

Es posible que, efectivamente, un cierto cine tenga razón y en esta década se fortalezca la familia, la pareja y con eso, de paso, unos cuantos valores perdidos, además de un cierto regreso a lo natural y “no enrrollado”. Pero si Claudia Weill quiso aportar al fin de la era “crisis de la pareja”, lo hizo de un modo por demás extraño: decretando que la entrega es sublime [lo cual tal vez sea cierto], pero su condición es el sacrificio femenino.

Como siempre. Por eso, si para algnos el redescubrimiento del amor puede ser una revancha, para la Weill y su heroína cinematográfica no fue sino un error que comienza con el equívoco título de su film. Más acertado hubiera sido rotularlo: Nunca me toca a mí.

El Nacional
27 de septiembre de 1981