No comprendo cómo, hasta ahora, han podido omitir en las litografías de aeronáutica (hablo de zoológicos flotantes donde habitan tantas especies inofensivas y olvidadas: herbívoros gigantes, ballenas neumáticas a punto de parir, pólipos y grandes bulbos tatuados) al hombre del paraguas, el hombrecito volador con el paraguas negro; un paraguas doméstico desprendido de su elemento natural, con su pellejo tenso de ala de murciélago y su mango de concha, que renuncia demasiado pronto al intento de torcer y seguir hacia arriba, dejando esa cómoda curvatura donde se agarran mis dos manos durante el viaje.
Es un vuelo uniforme, terso y horizontal, desprovisto de toda gravidez, donde no existen la zozobra o el vértigo.
Observo esas viñetas de colores pálidos, donde reina un clima sin rigor, una estación de pura luz fría y transparente como la de los sueños, y al momento veo aparecer, por el extremo puntiagudo de un dirigible, al aeronauta vertical colgado de su pequeña nave. Entretanto, las lonas, los cordajes y las aspas se estremecen sacudidos por sus primeros hálitos de vida y el viento vibra haciendo crujir élitros y membranas. Toda la colonia se ha puesto en movimiento.
Iniciado el viaje, mi velocidad de travesía llega a ser superior a la del zeppelín, al que, sin embargo, tardo un buen rato en atravesar de punta a punta, manteniéndome siempre un poco más arriba de la cabina, a la vista de la gran costura del vientre. Los pasajeros, bastante numerosos como de costumbre, permanecen rígidos, en estricto perfil. El viento respeta las cofias y los sombreros. Veo señoras de edad con cestos de mimbre como si volviesen del mercado; otras hacen calceta y algunos caballeros de altos cuellos leen el diario.
En verdad ‒ya rebasados la cabina y el último de los pasajeros, que es un niño con el aire de enano rubicundo de las postales que juega con un globo‒, cruzo frente a una vasta comarca desierta, tal es el silencio que emana de esta bestia benigna. Su cerebro es una masa rudimentaria habituada a la más rutinaria simulación de vida. El gran cetáceo parece conformarse con su aburrida corpulencia. Su tiempo transcurre en una esfera enorme donde domina el blanco y en cuyas divisiones más estrechas cabría la vida entera de los biplanos y los autogiros. Como es de suponer, estos triciclos de las nubes, con sus cabezas descortezadas, trepidantes, me aventajan en velocidad.
El Montgolfier mayor, en cuya cesta de fibras cargada de tumoraciones colgantes viajan grupos de sabios portadores de anteojos, sextantes y cuadernos de bitácora, se abandona a bruscas aceleraciones, ascensos y caídas acrobáticas al antojo del viento. Es más bien un globo hembra. Pone huevos gelatinosos y genera toda una manada de hijastros que vuelan a distancia. Debo mantenerme alejado de sus cordajes, entre los cuales, fácilmente, podría quedar aprisionado.
Con alguna frecuencia ocurren colisiones que resultan tan silenciosas como incruentas: dos monoplanos se encuentran de frente; el impacto los parte, los resquebraja por completo y caen desparramados. Los hombrecitos descienden, convertidos a su vez en siluetas de cartón, en medio del flotante destrozo, cuyas últimas virutas no llegarán a tierra.
Otras naves pequeñas, que suelen desplazarse en formación, son atacadas por una violenta epidemia; el virus se propaga con rapidez a toda la flotilla. Los motores dejan de toser casi a un mismo tiempo y uno tras otro los aparatos se vienen a tierra.
Son, en realidad, modelos diminutos, o al menos su tamaño viene a resultar el mismo ‒algo menos que una brazada‒ cuando los vimos remontando las alturas y ahora que rozan los tejados, meciéndose aturdidos en el viento, entre repentinas sacudidas.
Hace un rato que he debido abandonar las alturas, o quizás me halle en mitad de otro sueño donde ocupo el lugar de espectador… y ahora el espacio visible, todo el cuadro de aire y cielo del jardín, ha convenido en reducirse a la escala de las pequeñas naves, de modo que el espectáculo de la caída se produce dentro de la trayectoria de un gesto. Es decir, que en un instante no bien determinado (un golpe vivo de terror), cuando los vimos precipitarse hacia nosotros esperando verlos crecer hasta cubrir el patio con sus alas, hubiéramos podido pescarlos con la mano, allá arriba. Pero es la llamada para despertar (acaso una voz familiar venida de la vigilia, que al romper la cáscara abre paso a una luz corrosiva que empieza a disolverlo todo) y ocurre, bruscamente, que pasamos de un salto a este otro lado, ahora que íbamos a apoderarnos de un angosto biplano, que allá atrás ha quedado aprisionado entre las ramas de un arbusto, con las alas rotas.