El puño fue a estrellarse en mitad de los ojos. Un metro noventa de cabellos ondeados y cobrizos, de ojos de mierda de loro y nariz triturada con la huella de un viejo porrazo en el vómer, herencia de una colisión heroica durante un encuentro de rugby, de dientecitos amarillos laqueados por la nicotina, de cuello almidonado y corbata condecorada con una perla; de hombreras acolchadas recolectoras de caspa dorada, de pluma fuente de oro con las iniciales C. W., de cinturón de piel y hebilla de plata con una corona real, de Omega Seamaster Calendario y diamante en el dedo, de largas uñas pulidas sometidas por la manicura a un lento trabajo de jardinería, del tierno abultamiento de la billetera y llavero con figurita fálica del Perú; de calcetines after six de caña extra larga y zapatos de hocico puntiagudo acariciados por el betún con ligera sombra de polvo en las suelas; y lo que venía adentro agitado ya por tres vasos de whisky and soda: todo lo que aquella tarde golpeó con un retumbo recio de masa bien nutrida en el entablado del piso: caminatas parlantes en los green y el estallido de las luces de bengala alumbrando arbustos esqueléticos en la colina calcinada de aquel mal año de Corea que acabó en tres semanas de hospital en Florida: veintidós días de sol y de revistas sexy en las terrazas de barandales blancos y enfermeras solícitas de cabellos rizados que sonríen y cambian los almohadones y toman la temperatura; todo ello tras la pérdida de algunas esquirlas del fémur y un tajo de esa buena carne de los veinticinco años, jugosa y besuqueada por las empleaditas fáciles que van de 7 a 9 a las casas de citas; y las reuniones de junta directiva y petit comité, precedidas de chistes conyugales y memorias de partidas de póker. 140.000 horas acumuladas de aire acondicionado y los aperitivos de 45 minutos en el club, bromeando con los buenos muchachos del servicio, sumados a la cuenta del gimnasio, del masajista chino, de los aeropuertos y las cabinas de primera clase Caracas-Nueva York en cuatro martinis y steak a la pimienta, y la columna de los otros martinis y de las cenas encargadas al “Héctor” para el apartamento de soltero; la afición olvidada por la pesca de altura, por el trencito eléctrico que estuvo a punto de envolver la casa como una parásita, por el auto de carrera rojo sangre estrellado un 24 de diciembre, por la numismática, por los rompecabezas de mil piezas, y el hombre despertó con un susto tremendo, como si todo aquello le hubiera caído encima de repente.
Escondió el puño entre las piernas y pensó que había sido un sueño. Se abandonó un momento a esa bondadosa inconsciencia, y su mujer, sentada al otro extremo de la cama, lo vio sonreír.
El golpe en los nudillos, el impacto de carne magullada y de huesos lo sacudió de nuevo y sus ojos se abrieron de verdad a un día vivo y aturdidor que acentuaba la presencia del cuarto, flotando ahora en el murmullo ensordecedor de quince pisos. Su mujer ya no estaba a los pies de la cama.
El contabilista de la Importadora Warren y Cía., de 48 años y 15 de servicio en la compañía, hombre de hábitos rutinarios y fama de soplón de la empresa, estuvo un momento sentado al borde de la cama, en calzoncillos, con los brazos hundidos entre las piernas, la cabeza caída llena de ruidos sordos, sus pies desnudos en el frío del cemento. Uno reposaba de canto, mostrando sus arrugas blancas en la depresión del empeine. Parecía que no iba a pasar nada nunca más; sin embargo, el dedo gordo de ese pie que estaba de canto y sobre el cual mantenía fija la mirada, se animó de pronto e hizo dos rápidas flexiones que fueron como una señal de pánico. Una algarabía le subió a la cabeza: eran voces humanas, ruidos y visiones confusas, mezcladas en la estridencia general. La masa era en verdad indescifrable, aunque venía envuelta en una banda rotulada: lo que me sucedió es espantoso… y pensó después: y no tiene remedio, ahora que miraba desde la ventana, ocho pisos abajo, la plazoleta de tierra apisonada donde los muchachos jugaban pelota.
Un autobús medio vacío subía con dificultad la pendiente de asfalto. Nada se movía en el contorno (se repiten los bloques escalonados con cuadritos pintados como manteles) hasta que la cosa empezó a ponerse buena allá abajo: hubo un flay alto por tercera, un roletazo formidable y ya empezó a gritar y a ligar la carrera, imitando los gestos de un jockey alzado en el estribo, sacudiendo las riendas en los puños con un hábil movimiento de hombros y la bola se va elevando, se va elevando, se va elevando (¡corre, carajito!), se la lleva en una atrapada fantástica y es aaaaaaaut en tercera el corredor. ¡Una cerveza, hermano, un tercio bien helado! Las tribunas son un solo grito.
Se desinfla la carrera del muchacho detrás de la pelota que rueda fuera del campo.
El sol le daña las pupilas.
Ella lloraba todavía en la cocina.
—Te trajeron anoche cayéndote. Me dijeron que le habías dado una trompada al musiú.
Y él caminaba por el recibo en bata de baño, dejándose llevar sin ganas por el ruido de sus zapatos viejos.
“Es que lo tenía medido”…, pero no se lo dijo, claro, aunque lo tenía medido desde hacía tiempo.
Lo veía venir por el pasillo con sus zancadas bruscas que parecían ir pisoteando cosas ajenas y él, que venía en dirección contraria, se paraba, dejaba las carpetas en el piso y lo medía cuadrándose de piernas abiertas y enfocándolo en el entrecejo. El hombre rubio arremetía sin ver nada, mucho menos esa figura imaginaria que lo esperaba en mitad del pasillo, y cuando le pasaba por un lado gruñéndole una especie de saludo mecánico, ¡tran!, el puño se estrellaba en la mitad del entrecejo y así cada vez que se le presentaba la oportunidad.
—Y en la fiesta de la oficina por dios tú que ibas todos los años a un señor así tienes que saber por qué aunque estuvieras tan borracho tú no puedes tomar.
¿Qué vas a hacer ahora?
—No supe lo que hice.
¿Qué vamos a hacer?
—Tienes que saber cómo fue.
—Yo había tomado mucho. (Ella le trajo un vaso con sal de frutas; lloraba todavía). Fue el asunto de los mil bolívares que estaba por pedírselos desde hacía tiempo. No sé cómo se me ocurrió, pero él estaba hablando con otros en aquel alboroto y yo llegué y le dije: señor Warren, présteme mil bolívares; no le dije para qué ni nada: présteme mil bolívares, nada más, y seguí con la cosa como una manía: présteme mil bolívares y lo jalé por el brazo; mañana, mañana, él es un hombre muy decente, yo sé que no se me hubiera negado en otra oportunidad, como se debe. Eso sí, lo recuerdo bien: él se volteó riéndose, y me dijo, así, muy tranquilo: no sea tonto, pues, vaya a divertirse y ¡tran!
Y él no había calculado aquel derrumbe, aquella precipitación desencadenada que difundió el pavor que los paralizó a todos como el primer minuto de un cataclismo, antes de caer en masa sobre él y dominarlo sin ningún esfuerzo, porque ya se había vaciado del todo y no sentía y se lo llevaron afuera como si lo cargaran de vuelta al infierno.