Ignoro qué hora es. La poca luz que consigue atravesar las hojas de periódico de la ventana, es algo tan inútil que en nada modifica esta apariencia opaca del cuarto, siempre igual a cualquier hora del día. Por lo visto, me quedé dormido después de almorzar, aunque no era ésa precisamente mi intención, y ahora me siento tan pesado que debo tener en la cabeza el ripio de un sueño de tres horas o más. Deben ser las cuatro, cuando menos.
En verdad, no me anima la idea de salir y, sin embargo, creo que no tendré otro remedio. Claro que si fueran las cinco sería diferente, pues a esa hora se puede caminar por la plaza, andar por ahí; las mujeres con delantales blancos (ni feas ni bonitas; mujeres nada más) pasean los cochecitos; no hay ruido, casi; la gente no molesta.
Si no hay otro remedio, saldré.
Paseo un poco por el cuarto mientras se me aligera la cabeza y, como siempre, termino en la ventana mirando por la rotura que hay en el papel. (Hago siempre lo mismo, aunque sé que es inútil).
Este papel, ¿cómo habrá podido resistir aquí tanto tiempo? Las hojas están disecadas, casi transparentes a causa de la lluvia y el sol que han tenido que soportar durante meses, tal vez años; porque ¿cuánto tiempo hace de aquel rap-to de Fangio? Por lo menos cuatro o cinco años y ahí está el tipo todavía, rodeado de gente, medio borracho ya y comido por una mancha amarilla.
Nada del otro lado, como de costumbre: el blanco de la pared de enfrente y el sol, que a veces ni se diferencian. Es necesario pasar un rato para empezar a distinguir unos granitos negros y unas desigualdades que separan lo que es aire y pared. El agujero está en la hoja de un suplemento en colores del Spirit que no aparece ya en los diarios. Alguien debe haber metido ahí el dedo, quién sabe cuándo.
Ahora tengo que salir.
Cualquiera ha visto en las revistas uno de esos anuncios de Charles Atlas que son los mismos desde que uno era un muchacho: “puedo hacerle un cuerpo nuevo en quince días”, la tensión dinámica y demás. Pues cuando tenía quince años (ahora ando en los veinte) yo hice el curso completo. Lo recuerdo ahora mientras camino por el pasillo con la camisa colgada a la espalda. Tengo unos buenos bíceps, aunque sinceramente no creo que se los deba al curso: siempre fui un tipo fuerte. Además, no recuerdo mucho de eso; quiero decir, de lo que era el curso y lo que uno tenía que hacer todos los días; en cambio, lo que se me viene a la cabeza, idéntica, es aquella terraza de ladrillos rotos donde crecía el monte, el barandal despedazado y los árboles enormes desparramados por todas partes, rompiendo las ventanas de la casa y echándose encima de los techos. Tengo hasta el olor del monte aquí mismo, tan vivo y tan completo que parece que pudiera tocarlo.
Qué casa enorme aquélla y qué extraño que la hubieran abandonado de esa manera cuando toda una familia hubiera podido darse la gran vida en ella. Sin embargo, ahí estaba, en lo alto de una colina de El Paraíso, sin sombra de lo que fueron los jardines, toda destrozada por dentro, sin puertas en las habitaciones ni muebles, las paredes acribilladas, como si la hubieran puesto así para hacer alguna película. El monte se la comía por todas partes, y desde la terraza se podía dominar todo el barrio de quintas con jardines, quintas blancas, grandísimas, llenas de balcones, donde no se veía un alma. Ahí, en esa terraza, hacía los ejercicios en traje de baño.
No debe haber nadie en los cuartos ahora, todos cerrados. El último, junto a la escalera, sigue desalquilado.
Uno se acuerda de ciertas cosas, como lo de la terraza, no sé bien por qué; pero si se piensa en lo que debió haber pasado día por día, año por año y a cada momento, empieza por no entender por qué se hacen las cosas. Viéndolo bien, hace un momento me veía en la terraza (era un pensamiento no corriente, porque no venía de la cabeza únicamente como otros muchos, sino que me salía por la piel y estaba a un tris de convertirme en él, haciendo que la realidad de ahora fuera una cosa aparente y pasajera, una especie de engaño puesto aquí para otros y no para mí, y en cambio, esto que no es más que un calor, una especie de turbación secreta, pero que puede, de pronto, volverse visible porque tiene poder para hacerlo así, lo oculte o no lo use, contuviera toda la realidad posible), la tenía por dentro, la sentía y me sentía a mí mismo, aunque entonces tenía quince años y no sé qué cosas en la cabeza. Entonces, ¿cómo puedo estar aquí ahora y ser éste? De allá hasta aquí pasó una cantidad de años y miles de cosas de todas clases que no se pueden dividir en pedacitos y mirar cada uno por separado. Por eso se me ocurre que aquél sigue allá, en la terraza, y estará ahí siempre, mientras en cada pedacito que sigue hay otro haciendo algo eternamente, como ahora que voy bajando la escalera: es un cuadrito ya y no tiene remedio; aunque me devolviera ya estaría hecho y si regresara voluntariamente no sería para borrarlo, sino para hacer otro cuadro y en seguida otro, porque uno tiene que seguir y no puede pararse. Es curioso, pero nunca había pensado así con tanta claridad en estas cosas.
El patio está desierto, lo que me hace pensar que quizás no haya dormido tanto como lo pensé hace un momento. Apenas deben ser las tres y la mayoría de la gente estará rendida en sus cuartos. Me da risa pensar que están haciendo unos cuadros grandes y vacíos donde nada más que ellos podrán ver cosas, si no es que las olvidan.
Después que terminaba los ejercicios, me ponía a jugar en la casa. Era formidable, mucho más si uno estaba solo (a veces íbamos en grupo a formar el bochinche), porque se podía inventar de todo ahí: peleas, emboscadas y enemigos que salían por todas partes. Acorralado en un salón, sin saber a quién atacar primero, el corazón me latía con tanta fuerza como si todo el caserón se sacudiera.
Después me veía en la calle, loco de sed, con un zumbido metido en la cabeza. Me parecía imposible que en el mundo nadie reparara en mí (imaginaba vagamente que había un lugar donde ciertas personas lo veían todo y a cada momento señalaban a alguien y éste sobresalía en seguida, brillaba y aparecía en todas partes rodeado y aclamado por miles de personitas corrientes), que no me convirtiera en un suceso como debía ser, pues estaba demasiado cargado, lleno hasta el tope, y me creía la cosa más caliente y más acelerada que existía. No sé cómo aquello se escapaba solo y todo en el mundo volvía a ser natural.
De veras, no hay mejor remedio para sacarnos esta arena que nos deja el sueño del mediodía en la sangre, que meter la cabeza en un buen chorro de agua. El chorro me golpea en la nuca, me taladra con su frescura divina, se me va por la espalda y el pecho; los bíceps se mojan y brillan con el sol. Pero ahora me he mojado demasiado y no sé cómo voy a secarme. Tontamente empiezo a hacer sombra, a agitarme y a tirar golpes, cubriéndome bien con la izquierda, cambiando de blanco, adelante, atrás, y lo dejo ya porque es inútil y además pueden verme. Casi me decido a usar una de esas sábanas colgadas así se arme el berrinche; pero si alguna de las viejas llega a asomarse y me… ¡coño! Elvira está asomada a su puerta; me ha estado mirando todo el tiempo (el aire que tiene es de estar ahí desde hace rato) y de seguro que habrá adivinado mis intenciones. Será mejor que me ponga la camisa o me seque antes con ella…
—Oye.
Es conmigo. La miro y ella mueve la cabeza llamándome.
Es la primera vez que esta mujer se ocupa de mí. Mientras me le acerco, comprendo que su actitud ahí, en la puerta, es estudiada: esa manera de recostarse en el filo del marco exponiendo todo el cuerpo… porque una mujer puede enseñar el cuerpo cuando quiere y hacer que uno se lo vea y lo sienta de lejos. Me ha empezado a arder la cabeza.
Entro y ella me ofrece un paño limpio. Hay ropa de hombre colgada en la pared: una chaqueta y dos pantalones de caqui manchados de barro amarillo; hay recortes y santos en cantidad, un espejo pequeño y una fotografía de ellos, demasiado serios y duros como esas parejas que aparecen en la prensa acusadas de cualquier cosa. Mi camisa está sobre la colcha. Ella detrás de mí, quizás muy cerca (o a lo mejor no tanto como me parece), mientras me estrujo el pelo mucho más de lo necesario. Casi me animo a ponerme un poco de Moroline del pote que está destapado en la mesita, casi lleno, con la marca fresca de un dedo encorvado que se llevó un buen gajo en la punta.
Hay una oscuridad tibia alrededor, porque ella debe haber cerrado la puerta.
Finalmente dejo el paño sobre la cama, y al volverme ella se ríe de mi pelo alborotado y a lo mejor de la cara que tengo: no hay un solo rasgo que no lo sienta enorme como si acabara de hincharme. Sin embargo, mi aspecto parece normal cuando me miro en el espejo. Ahora no sé qué va a pasar; no sé qué deba hacer cuando termine de peinarme. En realidad, éste es un cuadro extraño: estoy metido en él, y es como si estuviera suplantando a alguien, sin tener seguridad de lo que el otro haría en este caso.
Ella se ha sentado al borde de la cama, y ahora, mucho más que antes, su cuerpo está ahí como recién brotado debajo del vestido. Nos miramos y ella me frunce la nariz y sonríe.
Fue demasiado rápido, en verdad. A veces pienso si es que no sirvo bien para esto: no sé aguantarme, me voy en seguida; pero ella parece estar agradecida: se arrodilla en la cama, me saca la cabeza de la almohada y me besa. Yo meto la cabeza en su vientre, cierro los ojos y todo se me borra. El mundo está lejos y apenas lo oigo sonar en mi cabeza con un ruido acariciante que adormece, parecido al reflejo que nos queda en la carne cuando ha desaparecido un dolor. Sé que todo se ha parado, nada sucede ahora y estará así hasta que yo vuelva.
La forma se mueve a mi lado y su peso desaparece por completo.
En un rincón del cuarto está ella otra vez, en cuclillas sobre una ponchera desconchada, lavándose.
—Vete —me dice con la voz apagada, pero sin sombra de molestia, sin apurarme.
Cuando salgo a la calle son las cinco. Pasan las mujeres con los cochecitos, no hay ruido. Daré una vuelta por ahí, porque uno tiene que seguir y no puede pararse.