Sábado por la noche


¿Alo?… ¿Quién está ahí?… ¿Eres tú, Eloísa?… ¡Eloísa, respóndeme!… Te habla Ricardo.

Ninguna respuesta en el aparato. Apenas un golpe de aliento fuerte, intermitente, que ahoga los pequeños ruidos de la línea.

—Yo sé que estás ahí, Eloísa. ¡Habla, chica!… ¡Eloísa! Ricardo da un puñetazo sordo a la pared. Ha comenzado a gritar.

El gordo propietario asoma los bigotes de alambre de cobre al mirar por encima del hombro.

—¡Ricardooo!

—Eloísa, éste es un teléfono público, ¿entiendes? —El tono es diferente ahora: estruja poco a poco las palabras en medio de una suavidad contenida, meliflua, impregnada de rabia. —¿Vas a contestar o no, mi amor?… ¿O es que lo estás haciendo a propósito, mi amor?

—¡Ricardo! —Es uno de sus compañeros de mesa, Julián, quien lo llama por segunda vez. Con relación al codo de la barra, en cuyo extremo se halla el teléfono, la mesa aparece parcialmente oculta por una columna vestida de espejos que se achanta en el centro del local. Julián, que es enteco y chupado, de una complexión frugal y enfermiza, acaba de levantarse arrastrando la silla, aparece por la curva de la columna y en dos tirones se arranca la corbata; entonces Ricardo cubre el tubo y responde con un grito apagado:

—¡Cállense! —Destapa, sigue: —Eloísa, no te quedes ahí como una imbécil. Si no vas a contestar cuelgo, ¿oíste? Voy a colgar ahora mismo, ¿entiendes? Voy a contar hasta diez y cuelgo.

Un vendedor ambulante, fofo y corpulento, aparece silenciosamente a su lado; lo envuelve un aire casi desdeñoso de vagancia inútil, de opaca y monótona embriaguez, y parece que hubiera brotado del aire mismo, liviano y apagado. Sin pronunciar palabra, le pone delante de los ojos una mano erizada de baratijas de colores. Ricardo intenta despacharlo mediante un seco movimiento de cabeza, pero el hombre continúa allí, el codo fundido al refuerzo torneado de la barra, sin moverse, y Ricardo, dándole la espalda, ahoga entre ambas manos el aparato y se lo incrusta en la mandíbula.

—¡Eloísa!, si te estás riendo te va a pesar. Te juro que te va a pesar, Eloísa, por mi madre. ¿Me oyes?

Nada aún en el tubo, que es una concha húmeda, tibia, con vahos de dentaduras. Ricardo taconea exasperado y finalmente agrega en un tonito indiferente que avanza a salticos, marcado cada punto con una misma inflexión aguda: —Está bien. No espero más. Correcto… —y en ese momento, el oscuro aliento del tubo cesa de repente y es sustituido por un largo silbido uniforme.

Ricardo arroja la bocina. Se aclara la garganta, lanza una mirada de desprecio al vendedor, que parece sonreír extasiado, y antes de desprenderse de la barra, se agarra a la pretina del pantalón y tira de él con violencia.

—Bueno, ¿Qué opinas del asunto, Ricardo?

—¿Qué?

Por el momento no prestaba atención a la charla. El buhonero que se había venido tras él, volvía a estar a su lado y le enseñaba la palma de la mano donde se amontonaban hasta seis u ocho cajas con inscripciones y colores diferentes.

—El asunto de Mercedes, hermano —trazó un doble paréntesis con ambas manos—. Lo que veníamos hablando ahora.

—Ah…

Alfonso, el tercero en la mesa, estalló en una carcajada cloqueante y acercó la cara.

—Yo —se enterró el pulgar en el pecho— conozco el asunto de Mercedes, lo conozco desde hace tiempo, no de ahora… y no porque tenga nada que ver ahí…

Le cayó un manotazo en la espalda, Ricardo lo empujó por el hombro y Alfonso pareció arrugarse y encogerse de pies a cabeza como si viniera sobre él una lluvia de piedras.

—Cuenta, cuenta…

—Bueno, ¿quién en la oficina no ha tenido alguito con Mercedes? Tú fuiste el primero, Ricardo, y después tú, Julián, ¿no? ¿Pero quién la arregló primero? ¿Quién, antes de Cariucho?

—Nadie. Eso soy capaz de jurarlo. ¡Nadie!

—Carlucho. Car-lu-cho.

—Y Carlucho no se puede comparar con ninguno de nosotros, es la verdad.

—Evidentemente. ¿Y qué?

—¡Dos más! —gritó Julián, mientras Alfonso, resoplando, se desprendía de su corbata. Ricardo examinó con cierta serena gravedad una de las cajas.

—Son especiales —dijo el vendedor—. Son lavables.

—¡No me digas!

—Ya empecé a sudar —dijo Alfonso—. ¿Qué me pasa? —Era un tipo sanguíneo, de rostro circular y blando donde dormían unos ojos redondos y sin luz.

—Ahora vamos a ver cómo sucedió todo. ¿Quién los vio primero?

—Fue el tipo del estacionamiento. El pasó la alarma. —Y aquí Ricardo hizo una morisqueta divertida, hundiendo profundamente las comisuras y elevando los pómulos de modo que el mentón puntiagudo brotara como un espolón astillado. Julián rió con desgana.

—Exacto, exacto; ése es el tipo…

—Ella bajaba de última y Carlucho la esperaba en el carro, leyendo Mecánica Popular. Así estuvieron más de dos semanas. El tipo vio cuando él le agarraba las piernas.

—¿Pero la estaría cogiendo? Dime sinceramente, Julián. ¿La estaría cogiendo Cariucho?

—No sé.

—Y si no, ¿por qué ella se iba a tomar las pastillas?… ¿Por gusto?

—¿Y si fuera otra cosa, otro problema, otro problemita de ella?

—¿Qué problema va a tener Mercedes?, dime.

—¡Pero vean esto! —gritó Ricardo. Habían sacado de la caja un papelito impreso en rojo y lo leyó con voz de anunciador de radio: “Durex. Gossamor. Sensitol Lubricated. El único lubricante agradable y fácil de usar. Verdadera-mente… ¡ni se siente!”.

El papel pasó de mano en mano y las risas se prolongaron por más de un minuto, sin que la dulce paciencia del vendedor se alterara en lo más mínimo.

—Cómo se me escapó esa mujer. Yo no me explico. —Hincó los codos en la mesa y las caras formaron un círculo lleno de avidez.

—Tú sabes que yo la llevé a un hotel.

—¡No!

—La llevé. Estuvimos en un hotel. Los dos.

—¿Cuándo?

—Después de la fiesta de la oficina, el año pasado. ¿En qué mes fue?

—Marzo. ¿Y qué pasó?

—Marzo, justo en marzo. Bueno… fuimos a un hotel… y estábamos ahí.

—Correcto.

—Y no pasó nada.

—¿Cómo?

—No pasó nada. ¿Por qué?

Los tres volvieron al respaldo de sus asientos y permanecieron en silencio.

Ahora el bar ha empezado a animarse. (Habían entrado cuatro parroquianos jóvenes vistiendo jaquets y pantalones sucios y se dispersaron por todo el local hablando a gritos. Uno de ellos, alto, pernudo, pelos hirsutos y amarillos, fue directamente a la rocola. La música brotó de golpe, monstruosamente hinchada, más grande que todo el salón). Ricardo ríe mientras se guarda la caja en el bolsillo, pero el vendedor aún no se mueve de su lado. En este momento, el mesonero, listo para comenzar su turno de la noche, sale por la puerta que hay a un lado de la barra, al extremo opuesto del teléfono, donde están la caja registradora y la compuerta que da entrada al bar, y, tras de arreglarse la estrecha chaquetilla azul y blanca, recorre poco a poco las mesas repartiendo una mirada lenta, huraña y pensativa. Un hombre grueso y encorvado, con aire de fatiga, pone el maletín en la barra y se encarama a un taburete. Otros dos, fornidos, frescos y recién lavados, cruzan los batientes de la puerta central. El anuncio —Bar Capri—, estrena una luz roja, azucarada, sobre la armadura de fórmica cargada de botellas.

—¿Aló?

—Ah…

—¿Estás ahí, chica? ¡Contesta!

—No te voy a contestar.

—Contesta, Eloísa. Te habla Ricardo. ¡Ya basta!

—¿Qué pasa?

—Ah… al fin respondes, ¿no? ¿Por qué no me contestaste la otra vez?

—¿Qué quieres?

—Ahora sí me respondes, ¿no? ¿Por qué no me contestaste la otra vez?

—Te contesto para que no me estés molestando toda la noche, Ricardo. Son las nueve ya.

—No seas estúpida. ¿Aló?… A ti te da lo mismo que te llame o no, ¿verdad?

—¿Y qué gano yo con que tú me llames, Ricardo? Haz el favor de decirme, ¿qué gano yo?

—Nada. ¿Qué vas a ganar? Demasiado imbécil soy yo llamándote y preocupándome por ti, ¿no crees?

—No me hagas reír.

—¿Qué? Pues me preocupas, ¿oíste? Sí, yo, siempre yo, ¿verdad? Me pre-o-cu-pas, aunque no lo mereces. Y no por ti, sino por Ricardito.

—¡Déjame tranquilo a Ricardito ya!

—No grites.

—Tú siempre lo sacas a él para todo. Te debería dar vergüenza nombrarlo.

—Ah, no, Eloísa, con mi hijo no porque no te lo aguanto. ¡No te rías! Ricardito es una cosa aparte. ¡No te rías!

—Él no es tu hijo.

—¿Qué no?

—¿Ricardito?… No, él no es tu hijo.

—Eloísa, no me arreches. ¡No me arreches así, Eloísa!

—Pues fíjate que yo estoy muy tranquila. ¿No ves que me estoy riendo?

—No seas perra, Eloísa, no seas perra te digo. ¡No me jodas así porque soy capaz de matarte!… ¡Por Dios que te mato si te vuelves a reír, Eloísa!

—No es tu hijo y no es.

—¿Entonces yo no te lo hice?… No te lo hice, qué va. No me hagas reír tú, chica.

—Claro que me lo hiciste, ¿quién más? Y yo me arrepiento, ¿oíste? ¡Me arrepentiré toda la vida!

—Bueno, se acabó entonces. Hace dos semanas que no te veo y no te veré más, ¿correcto?

—Bueno.

—Habla, pues, di algo.

—¿Qué voy a decir? Habla tú, ¿no me llamaste?

—¿Entonces, qué es lo que tú quieres?

—Nada. Me llamas porque estás borracho, como siempre.

—Entonces vete a la mierda, ¿me oyes? ¡Te lo digo en tu cara! ¡Vete a la misma mierda!

—¡Sucio! ¡Un sucio es lo que eres!

—¿Cómo? Habla más fuerte, Eloísa.

—Ricardo, por amor de Dios, no me atormentes más. ¡Déjame! ¡Te lo pido, te lo suplico! ¡Déjame tranquila, por Dios!

—Está bien… está bien.

—Es que no resisto más, Ricardo. ¡No puedo! ¿Hasta cuándo vas a atormentarme?

—Yo nunca te he levantado la mano, ¿me estás oyendo? Te he soportado todo, Eloísa, ¡Todo! Porque yo también tengo de qué quejarme en mi hogar.

—¿Tú qué? ¿Por qué no callan esa música?

—No puedo…

—¡Anda a divertirte con tus mujeres!

—¿Cómo?

—¿Con cuál de ellas andas?

—No seas necia, Eloísa. Piensa un momento, por favor. ¿Tú estás segura de que ando con mujeres? ¿Te consta que ando con mujeres?

—Claro. ¿Con quién más vas a andar?

—Okey, ando con mujeres. Correcto. ¡Ando con cien mujeres… con cien mil mujeres! ¿Tengo derecho, no? Me parece que tengo derecho. Tú no puedes decir que has sido mi esposa últimamente y no es por mi culpa, por culpa mía no es, ¿verdad?

—No, qué va a ser. Como a ti te encanta estar conmigo… te fascina… ¡Cállate!

—Voy a colgar, Eloísa… Voy a colgar… no te rías… ¿Aló?… ¡Eloísa!

Se hablaba a gritos en la mesa, junto a la columna, en medio del salón repleto. Alfonso aferró a Ricardo por el bíceps. Su cara amoratada y blanda chorreaba un caliente sudor.

—Hermano, dime sinceramente, sin que te quede nada por dentro, ¿tú crees que yo tenga la culpa?

—Bueno, tú sabes cómo son las mujeres. —Ricardo volvió a llenar los vasos.

—¿Tú puedes entender a las mujeres?

—Imposible. —Julián sonreía divertido sobándose las manos.

—Pero yo la quería, hermano. Eso te lo juro. Te lo digo sin que me dé vergüenza. ¿Es que no se puede querer a una mujer? ¡Yo la quería!

—Correcto.

—¿Por qué no vas a poner un disco?

—¡Y tú no sabes lo que sufrí por esa mujer! Yo me hubiera matado como un macho. Tú no comprendes, porque para ti todas las mujeres son iguales, Ricardo. Pero yo soy diferente, hermano; cualquiera cree que no, pero así es. A mí las mujeres me joden. ¿Tú serías capaz de llorar por una mujer?

—Bueno, depende.

—Depende no. ¿Tú serías capaz de llorar por una mujer?

Julián sorteaba las mesas, en un intento accidentado de llegar hasta la rocola.

—Espera.

Ricardo fue tras él, dejando a Alfonso con la boca abierta y una lágrima congelada en el flanco de la nariz.

—Alfonso está borracho.

—Ya te lo dije: Alfonso no puede beber con nosotros.

—¿Por qué no nos vamos para otra parte?

—No sé, espera. ¿Tú quieres decir donde haya mujeres?

—Bueno…

—Ahorita se aparece por aquí una candidata.

—¿Quién?

—Una que viene todos los días como a esta hora. Se sienta ahí a comerse un sánguche. Es una catira como de cuarenta años, extranjera… tal vez tenga menos. Yo la he estado observando, no sé.

—Te digo sinceramente, lo de Alfonso da vergüenza; es un bolsas con las mujeres.

—¿De quién estaba hablando?

—Qué sé yo, de una mujer.

Y volvieron rápidamente a la mesa. Alfonso, descoyuntado ya, cabeceaba como si sus embrutecidos pensamientos (aquella historia empastelada que no había terminado de contar) le pesaran una enormidad. De cuando en cuando, lanzaba un resoplido espumoso.

—¿Eloísa?

—¿Ah?

—Soy yo otra vez.

—¿Quién?

—Ricardo, yo.

—¡Ah!…

—Eloísa, te estoy llamando…

—Ricardo, ¿me puedes oír todavía? Entonces, óyeme: son las once. ¡Haz el favor de no llamarme más!

—Yo llamo a mi casa cuando me dé la gana.

—Vas a hacerme despertar a Ricardito.

—Entonces no grites, no grites tú, hazme el favor. Oye lo que voy a decirte: ya me estás jodiendo demasiado tú, Eloísa. Ya no te voy a soportar más.

—Se te nota que estás borracho. ¿Por qué no me dejas tranquila? ¿Estás bebiendo, no?

—¿Y cómo quieres que no beba?… Óyeme, por Dios. ¿Tú crees que uno puede vivir así?… Yo soy un hombre, ¿me entiendes?… ¿Qué es lo que pasa, Eloísa?

—¿De qué?

—Eloísa, por favor, tú estás acabando con mi vida, ¿me oyes? Ya no puedo más, Eloísa, ¿por qué te imaginas que estoy bebiendo?

—Yo qué sé. ¿Por qué?

—Porque ya no puedo soportar más; un hombre tiene su resistencia, pero alguna vez se desespera, se vuelve loco.

—Claro.

—¿Verdad que sí, no? El otro día te vi…, el otro día en la calle.

—No salgas ahora con eso. ¡Mentiras!

—Ibas cruzando la calle, ¡te lo juro!

—¿Andaba con Ricardito?

—No, ibas sola. Llevabas tu vestido verde, ¿te acuerdas?

—Era el azul. ¡Déjame, Ricardo!, tú no tienes derecho a molestarme más.

—Óyeme… ibas con el vestido verde.

—Yo iba a hablar con el abogado.

—¿Qué? ¡Tú no hablas con ningún abogado sin mi consentimiento!, ¿oíste? ¡No hablas con ningún abogado, porque lo mato!

—No grites.

—¡Te juro que si hablas con el abogado, lo mato! ¿Con qué abogado hablaste?

—No hablé con él… no quise entrar, no pude, Ricardo. Yo no sabía que tú me habías visto.

—No llores. ¿De verdad no hablaste con el abogado? Yo sé que tú no eres capaz.

—Tú no me quieres, Ricardo. No mereces que llore por ti. Mi vida es un infierno.

—Es por tu culpa, Eloísa. No llores, mi amor.

—No estoy llorando. ¡Es que no puedo más! Tú no tienes sentimientos, Ricardo.

—Oye, ¿tu mamá no ha vuelto?

—Yo no quiero que venga, la corrí de la casa.

—Tenemos que hablar, ¿oíste? Vamos a hablar, ¿no?… ¿Ya Ricardito se acostó?

—¿Quién? No te oigo bien, Ricardo.

—El nené. Te hablo del nené, Eloísa.

—Ahorita se acaba de dormir. ¿Dónde estás tú?

—En un bar, con dos muchachos de la oficina, palabra. No llores… Estoy bebiendo, mija… No puedo más, ¿entiendes?

—Me dijeron que vivías en un hotel. Te vieron.

—¿Quién?… Oye… Yo te vi la otra tarde, ¿dónde fue?… ¿El viernes, no? Por poco nos tropezamos… tú cruzaste la calle…

—Ricardo… si vas a dejarme no me lo digas… Yo no quiero verte más.

—Mi amor… óyeme… Yo no aguanto, ¿comprendes? Tú sabes cómo soy yo, ya no aguanto más.

—Cállate.

—¿Cómo estás?… Estás desnudita…

—¿Cómo? Se oye mal.

—¿Cómo estás ahorita? Tú me quieres, ¿no?

—Cállate.

—Dilo, anda… ¡A que no te atreves! Yo sé… ¡Estás divina!

—Cállate, loco.

—Mira, mira… Aquí hay demasiada gente… oye bien…

—¿Qué?

—Aquello… ¿Tienes ganas?

—Tú lo que quieres es volverme loca.

—¿No tienes ganas? Dime la verdad.

—Perro… Mira que no quiero reírme.

—¿Qué?… Voy para allá, ¿quieres? Shiiit… Oye…

—No te atrevas. Tengo a Ricardito en la cama. —Oye, ponlo en la cuna.

—¿Ah?

—¿Qué pasa?… ¿Voy para allá?

—No dejaré que me toques así te mueras.

—¿Aló?… Oye… Me esperas, ¿no?

—Júrame que no vas a tocarme.

—Claro, te lo juro. Ya voy.

Julián puso cara de llanto.

—¿Te vas?

Ricardo se ponía velozmente el paltó.

—Sí, hermano, lo siento.

—¿Pero me vas a dejar con este borracho?

—Oye… no digas nada… Tengo un chance… —y dibujó un rombo, uniendo los pulgares y los índices.

—Bueno, siendo así… ¿Lo arreglaste por teléfono?

—Sí, ya está listo.

—¿Me cuentas después?

—Correcto. Chau.

Alfonso levantó vagamente su hinchada cabeza repleta de éter y se desplomó pesadamente en la mesa.