Personaje III


Dositeo, el pulpero, tenía las orejas abiertas porque había sido niña hasta después de grande.

Más allá de las armaduras con sus fosos de telaraña y latas renegridas; en algún lugar de la casa, que era como un apero rejudo, todo tieso y crujiente, había un cuarto con baúles y sillas desfondadas donde estarían colgados sus camisones de crehuela, secos y comidos de hormigas.

Se oían las voces cavernosas de los viejos, metidos en aquel olor picoso de pacas de tabaco y baba de chimó. Al frente se veían las cruces de granito y los ángeles blancos de una marmolería. Todo era negocio de muerto. Más allá vendían coronas y las mujeres de la esquina estaban de luto.

Uno iba a propósito a la pulpería por descubrirle el bulto en la bragueta, y no le veía nada entre las arrugas del pantalón de loneta de ningún color.

Decían que la rajadura de las nalgas le empezaba debajo del ombligo.