Mauricio —apenas lo vi de cerca una sola vez— tenía la mirada de otra persona: me hacía pensar en un enano nervioso que se asomaba a cada instante por sus cuencas. Fue eso lo que se me ocurrió al verlo; en realidad, toda su figura era como una cáscara: su pelo engomado, la cara redonda soldada a los hombros, el flux negro de paño grueso. Una cáscara dura que debía esconder algo. El caso es que sus ojos, de un negro brillante casi transparente, pequeños y llenos de líquido, apenas se correspondían con un cuerpo macizo, negro y sin retoques, siempre a punto de parecer contrahecho. Uno podía pensar que si se levantaba de su silla de suela le iba a brotar una joroba o que sus piernas, torcidas y débiles, reducirían su estatura al tamaño mismo del sillón. Sus manos pequeñas y fuertes poseían cierta solapada movilidad, una irreal ligereza que se ponía de manifiesto en cuanto manipulaba los naipes y las cajas de colores. Entre tanto, sus ojos saltaban de un punto a otro, giraban en sus órbitas o lanzaban rápidos dardos sobre los innumerables objetos menudos que poblaban la mesa.
El día en que me decidí a entrar, noté que las emanaciones del zaguán me impresionaban. No estaba allí el olor frecuente que sale de las casas y anticipa la pobreza del interior, la descomposición o el deterioro de las cosas o la edad de la gente que las usa, el luto o la desesperanza o quizás la prosperidad y el brillo saludable y fresco de los tapizados y las cortinas de colores tenues y esa especie de rumor de lencería recién lavada y otras cosas que ocupan tanto espacio en el aire que llegan a aproximarse al oído casi en forma de un susurro suave. Del zaguán de Mauricio se escapaba una emanación vieja y estreñida que venía del interior de las paredes: el olor que se siente en las frazadas y los trajes usados; y luego ese día nublado del interior, las poltronas desiguales del recibo y unas litografías ferrosas de perros cazadores. (Una foto iluminada del matrimonio de Mauricio; las dos figuras rígidas con aspecto de cadáveres maquillados; imágenes de antepasados, de parientes fallecidos al borde de una felicidad mustia y resignada a su propia fatalidad, como si en el reino que los esperara, el tiempo hubiera cumplido de antemano su misión: la luz ya había huido de las cosas, el polvo y la polilla, las telas desteñidas, los instintos apagados en la costumbre).
—Adelante —dijo una voz que al momento me pareció indescriptible. Había salido por la puerta entrejunta de la sala y era posible que la habitación misma la hubiera producido.
Antes nadie había respondido a mi llamada, de modo que empujé la hoja del anteportón y probé en seguida la humedad de los ladrillos, sin duda una humedad antigua que los había puesto blandos y afelpados. Oí un ruido de trastos en la cocina y luego una carrera y el cacareo alocado de una gallina. Después salió la voz.
Aquellas manos gruesas de Mauricio manejaban el mazo de cartas como si fuese un fuelle, tan flexible y rápido que era casi todo de aire. “Corte, baraje usted mismo, escoja una carta, memorícela”. Los ojos ensartaron de través una figurita de madera negra. “Esta es su carta”. “Cierto”. Después, un as de copas salió de mi bolsillo.
Recuerdo que cuando pasé entre las hojas de la puerta y caminé derecho hacia la mesa donde me aguardaba Mauricio, iba como atraído por una ilusoria perspectiva cuyo punto más distante estaba en la mitad de su entrecejo. Tratando de explicar mi presencia, le dije que había sentido interés por conocerlo desde que lo había visto por el postigo de la ventana que daba a la calle, trabajando con sus aparatos, especialmente aquella caja blanca con grandes candados y atravesada de espadas y puñales. Desde entonces me asomé varias veces sin que él lo advirtiera. Usted perdonará mi atrevimiento, estuve tocando sin que me oyeran. ¿Cómo supo que había entrado? Siéntese tranquilo, yo lo estaba esperando.
—¿Tiene una moneda cualquiera?… ¡Aurelia!… ¿Me escuchas? (Esa voz megafónica que se escucha en el centro de la pista). ¿Puedes decirme de qué valor es la moneda que acaba de entregarme el caballero?… ¿Es de plata o de níquel esta moneda?
—De plata.
—Acertado. Aurelia, ¿de qué valor es esta moneda de plata?
—Es una moneda de dos bolívares.
—Acertado. Óyeme bien, Aurelia. ¿En qué fecha fue acuñada la moneda del caballero?
—Fue acuñada en 1926.
—Es correcto. Aurelia, dime qué edad tiene el caballero que me ha proporcionado la moneda.
De nuevo se escuchó la carrera —un golpeteo de pies desnudos— y el alboroto ahogado de la gallina.
—Aurelia, responde. La edad del caballero, por favor.
—El caballero tiene 18 años.
—Es verdad —dije maravillado.
Dimos una vuelta por la habitación.
—Esta caja representa para mí muchos años de trabajo para llevar a la perfección el acto supremo de la decapitación humana en el escenario: mi compañera ingresa a la caja a la vista del público, que, por medio de voluntarios y testigos autorizados, comprueba la integridad del artefacto. Ellos mismos aseguran los candados y las cadenas y proceden a clavar los cuchillos y las espadas en los lugares señalados. Esta ranura, que usted puede ver, está a la altura del cuello de mi ayudante; por ella introduzco el serrucho y trabajo hasta separar por completo esta parte de la caja, que muestro debidamente al público con la cabeza de mi ayudante en el interior completamente visible y separada del tronco. Es un trabajo sumamente limpio. Colocada de nuevo en su sitio, los voluntarios retiran las espadas, los cuchillos y las cadenas y proceden a abrir la caja, pero la caja aparece totalmente vacía como todos podrán comprobarlo. Mi ayudante sale por el foro derecho y saluda al público.
En un mapa trazado por él mismo, tan lleno de protuberancias extrañas que parecía el de un país imaginario, me mostró el itinerario de su gira señalado con puntos y líneas rojas. Comenzando en los pequeños pueblos vecinos, continuaría por las ciudades más importantes del interior, hasta culminar en la capital, la cual aparecía señalada en el mapa por una gran estrella. La compañía iría creciendo rápidamente mediante los desconocidos que se le agregarían en los pueblos: volatineros y payasos, malabaristas, pulsadores y ventrílocuos, enanos y perros amaestrados.
—Somos muchos, aunque andemos dispersos y sin recursos. Mi maestro vivió pobre y desconocido en un pueblo y fue un gran mago de teatro y un gran inventor, un físico. Su espectáculo quedó sin montar y él murió en la indigencia. Nosotros haremos una gran troupe y recorreremos el mundo.
Su mujer apareció de improviso trayendo una bandeja con dos pequeñas tazas de café que dejó silenciosamente en la mesa. Su vestido, lacio y descosido; las piernas, nudosas, acordonadas por las várices. Algún rasgo, tal vez demasiado rebelde para disiparse, recordaba a la novia de la fotografía.
—¿Lo han ensayado?
—¿El acto? —Me pareció que se alejaba de la conversación; estaba distraído como si escuchara algún rumor lejano, regresivo y tortuoso que lo adormeciera.
—No, nunca, no sería posible. Mi compañera, mi ayudante, usted pudo verla, es una pobre mujer. Está enferma y acabada. Ella nunca se enfrentaría a un público, es demasiado tímida. De noche, aquí mismo, lo preparo todo para la prueba, y ella sentada allá afuera, en el recibo. Le salgo con mi traje de mandarín y el maquillaje, todo listo… y ella se echa a llorar. Llora de una manera tan dolorosa, que ni siquiera me atrevo a decirle nada. Vuelvo aquí y espero inútilmente. Como usted ve, ella no es una gran dama; yo lo sé.
Clavó los ojos en una caja china con arabescos y relieves. Se estuvo callado un momento, sin expresión.
—Es tan tímida que parece una niña.