Para Nancy Rodríguez
Debe haber un momento, seguro, en que uno perdió pie o pisó en falso y desde ese momento rodó sin remedio, sin sujeción posible. Lo cierto es que nadie se dio cuenta del accidente, ni siquiera uno mismo. Tuvo que ser así, de golpe; pero el daño está hecho y ya no vale la pena sacudir la cabeza, estregarse los ojos para retornar al maldito equilibrio como hacemos, a veces, al salir de un sueño confuso. Rodamos desde entonces y todo está perdido, ¿no crees?
Hay demasiada gente de aquel lado, quieres un coco frío, el sol parece que no quema pero espera a ver mañana ¡aaah! El mar llega a la orilla con color de barro, nadas bien, te can-sas, yo no aprenderé nunca.
—Pero tuvo que pasar en un momento dado, el instante en que pisaste en falso y resbalaste. Habría que ver en qué lugar de la memoria encontrar el punto exacto, el lugar y la hora del accidente, cuando todo empezó a ser diferente para ti y ya no te conformaste con las apariencias ni confiaste en ellas ni les diste crédito. Quieres ir más allá. Las cosas más comunes se convierten en signos de interrogación que buscar penetrar inútilmente. Después te das cuenta de que sólo vives para eso, que no tienes otra ocupación.
Pensamos que la música es demasiado fuerte en el quiosco. ¿Te gustaría saber bailar esa música nueva? —hay demasiado ruido ahora—. Creemos que sí, que es mucho mejor que la otra; una forma de erotismo más libre, ¿verdad?, más personal. En todo caso, algo menos estrecho que aquel simulacro de coito vertical con movimientos alusivos de caderas y erecciones fortuitas —hablo demasiado, como de costumbre—. Estuvimos de acuerdo en que era por lo menos absurdo caminar por la playa —una chica morena y delgada— con un radio de transistores pegado a la oreja. Toda esta gente estará borracha a las cinco de la tarde.
—Es lo que pasa siempre; fíjate en esos muchachos (un grupo alegre, todos en mangas de camisa, bebiendo cerveza, un poco más que adolescentes, picados de barros); están ahí, hablan de cualquier tontería que los divierte, no parece preocuparles nada alrededor. En cambio yo, que estoy siempre a la caza aunque no sé de qué, los observo; hay algo inquietante, repentino, sin duda, en cada rasgo; quiero saber, colarme dentro de ellos o solamente espiar por alguna rendija. Entonces otra figura me distrae, una gordita de bikini blanco, un grupo familiar de gente humilde que rodea al heladero, los tres hombres maduros de la mesa vecina que no pierden ocasión de mirarte. Sé que busco una punta del hilo, lo he dicho otras veces: cualquier extremo suelto que se deje agarrar de sorpresa; tirar con cautela al principio y proseguir confiado, quizás hasta deshilvanar toda una historia. Sólo que no es tan fácil, cualquiera lo sabe: de mil intentos, uno, si acaso. Tal vez entonces la aventura esté en la propia búsqueda.
Dices que te agrada este paisaje, mucho más que el de las montañas. Son sabanas ásperas vecinas al mar, campos de tierra seca tapados por una vegetación de un verde crudo y evidente. De pronto llegan ráfagas de aire salado y algún hedor lejano y visceral. Recordaste tu infancia libre en un pueblo de pescadores, cuando te dejaban suelta desde la mañana en el mar y vagabas en un flotador entre las barcas de la orilla. (Puedes echar el asiento hacia atrás y descansar un poco; anoche no dormiste). Alguna marea oscura te empujó lejos y ahora estás ahí, tendida boca abajo en tu cama, con los cabellos en desorden, aferrada a la almohada sin dormir. (Con frecuencia te escapas, o despiertas más bien, mirando a los lados con cierto asombro, desconcertada de no hallar el sol sobre tu piel y los ojos ardidos y el horizonte inmóvil roído por la luz, sino paredes y gestos extraños, sin comprender).
—Me gustaría escribir un cuento sobre esto: el hombre trata de localizar en la memoria ese momento de que me hablas, la situación de la caída, el punto preciso de la trama en que la fractura se produjo. Va hacia atrás; apenas vislumbra una posibilidad de hallazgo, la rechaza con desaliento o simplemente se le escapa (son figuras volátiles), la pierde de vista. De pronto, aquello adquiere para él una enorme importancia; debe encontrar esa grieta, la señal evidente que al dejarse tropezar se le revele definitivamente. Entonces todo quedará aclarado, vendrá la calma.
Respiras, parece que durmieras en el asiento y que descansaras en paz, reclinada sobre ti misma, sobre tu propia vida, como en un gran ruido acallado. No hay nada que buscar, es una tontería. El momento es éste. ¡Mi pie resbala en un borde imprevisto! Ni ahora ni nunca habrá de dónde sujetarme: me preparo a rodar.