¡Nixon no!


¿Por qué coño he venido a parar aquí? Las mesas vacías, increíblemente solas a esta hora, las dos de la tarde, en que el tumulto es habitual en el restaurante “Alvarez”, tanto como la acometida de los mozos que se cruzan cargados de platos vaporosos y la espera junto a las columnas encaladas de los grupos de comensales retrasados que trabajan en las oficinas y los almacenes de la cuadra, todos de un mismo empaque de mediana prosperidad, joviales y entretenidos, pasándose la voz de un bigote a otro, de una a otra dentadura, como una bola de saliva y aire caliente que nadie quisiera dejar caer, como si temieran verla hecha trizas en el dibujo arábigo de los mosaicos; y en menor cantidad, mujeres aclimatadas a una robusta soltería, más discretas, acaso, en su comportamiento, aunque sin llegar a reprimir una que otra carcajada chillona que haría volver la cabeza a ese tipo de cliente solitario y malhumorado que nunca deja de mostrar su mediano compendio de fealdades en estos lugares. Vacías por completo, cubriendo de una soledad frágil todo el cuadro del patio central y los corredores laterales; silenciosas, con sus manteles blancos bien cuidados, sin excusar alguna rotura remendada aprisa; y en los cuadrados uniformes, alzaprimados por pliegues rectilíneos, una reiteración premeditada de la misma composición, cuya apretada simetría queda parcialmente diluida en la opacidad del blanco: los vasos con servilletas de papel puntiagudas, uno frente a cada juego de platos, un solo modelo de vinagrera de tres piezas de cristal rugoso y el cestillo de mimbre para el pan; los mozos, retirados a sus puestos de vigilancia, atentos a la orden de ataque; piezas de edad decrépita, tal vez irreconocibles de puertas afuera, un brazo planchado a lo largo de la chaqueta y el otro cruzado sobre el cinturón a modo de percha para sostener el paño todavía intocado.

No he debido entrar (es lo que pienso, una vez instalado en una mesa para dos del corredor derecho, mientras despliego el trozo de almidón calcificado encima de mis piernas); ni siquiera tengo apetito. (Mientras, paso la vista sobre la lista del menú que el mesonero ha puesto a mi derecha; leo aprisa, como saltando sobre humedades y charcos de salsa en busca de algo seco y rápido que pudiera comer en este momento). Y antes me contuve recogiendo velas al borde de aquel panorama inmóvil, estacionado en una calma ya casi resignada al día perdido, después de haber cruzado a brincos el aire despojado y tibio del zaguán, sin una sola idea en mi cabeza, donde todavía no hay más que sol y ruidos, y allí quedo de golpe, desprendido de la multitud, vuelto a mi caso único y particular, y sigo aturdido por algunos segundos, mientras me voy cubriendo de poros desde abajo, como una espuma ascendente, y al cabo queda lista toda la envoltura caliente de la piel.

nixon con cara de perro afeitado de bajo pedigree recorriendo todo el mundo ajeno con sus pistoleros rubios de luger en las costillas y su mujercita que le pasaron la mano en maiquetía cuando iba a empezar a sonreírle a los ratoncitos de la prensa todos amontonados y aguzando sus cámaras sacudiendo sus guindalejos sin que ninguno se atreviera a atravesar la distancia prevista ni romper el vidrio imaginario que los separaba de aquellas hileras de dientes bien cuidados como si fueran peces raros en un acuario el 13 de mayo de 1967 con todo el pueblo embochinchado en caracas y la gente decente chorreada de miedo en sus casas cientos de litros de saliva regados por toda la avenida sucre y los teléfonos llenándose de ladridos en la embajada americana pueblo de mierda gritaban en las oficinas de palacio y nunca se había visto nada semejante al cadillac negro todo sudado de gargajos chorreando baba puteado hasta la misma madre le entraron a patadas como hacen los policías en el barrio negro y un tipo que le dio un puntapié del demonio salió en la portada de times y se fregó para toda la vida pasó tres años preso y después en el barrio le decían míster nixon y allí estábamos como fieras frente al panteón gritando nixon no con una alegría enorme sin preocuparnos de los soldaditos que estaban haciendo guardia con sus uniformes de gala y lo demás de adorno y el pobre individuo del tamborón sudando tinta pues le iban a tocar el himno nacional y él pensaba ponerle una corona a bolívar y se hizo esta nixon no se les quedó todo comprado para la recepción y los centenares de copas que se iban a llenar de demi sec se quedaron en fila como los cadeticos de natilla de conejo blanco y ni una sola se levantó a tiempo y allí estuvimos nixon no hasta que ya sabíamos que estaba enculillado y que no iba a venir y nos dispersamos calle abajo.

Cuántos habrán muerto en esta casa… hasta que se quedó sola y decidieron poner un restaurante y olvidarlo todo. Quizás antes pasó por muchas manos, aunque eso no era lo más probable, pues estas mansiones del 30 siempre recuerdan a una sola familia de tres apellidos donde hubo generales y ministros que paseaban en enormes Packards con ruedas empotradas en los guardabarros y eran los avechuchos negros y en chisterados de las recepciones de Villa Zoila. Los mortuorios y las recepciones atraían a una multitud de elegantes y la calle, por ambos lados, se llenaba de limousines negras. En las ventanas se arracimaban los curiosos para admirar las pompas fúnebres y el dolor húmedo y pesado que parecía evaporarse en la gran sala; el féretro hinchado de coronas y un grueso olor de flores. El gran cadáver se extendía como el aroma de un banquete por toda la casa y la lavanda inglesa se derrochaba en las habitaciones.

Los empleados de la funeraria, negros acartonados, demoraban el final, recogiendo despojos y los enseres del servicio, y desde entonces el hálito mortuorio quedaba adherido como un polvo amargo a los estucos y a los tapizados.

Lo han pintado todo, retiraron cancelas; de las ventanas y las grandes puertas que daban a los corredores, sólo permanece la memoria rígida de los marcos ornamentados. Ahora todo parece una decoración escueta; sin embargo, el olor a vieja muerte que debe estar dentro de mí, se escapa y toma el espacio de la mesa.

Aún no encuentro nada que elegir. En medio de la dispersión final, con la garganta ardida, sajada a gritos, los comercios cerrados, gente de hogar agolpada en las ventanas de los edificios, asomando unas caritas de mentira, como si uno los estuviera viendo en fotografías al día siguiente, y uno y todo aquel gentío desmelenado, de camisas abiertas bajando; destrozos de pancartas en el piso, el resto de una furia despellejada.

Pero aquí no llega el ruido de la calle; tal vez ahora se haya quedado sola, regada de papeles y algún zapato abandonado. El mesonero aguarda con el lápiz en alto. Tengo las manos pegajosas. Entonces me entran ganas de decirle, sin mirarlo siquiera, como si lo que ya iba a reventarme como una burbuja en algún lado del cerebro lo estuviera leyendo allí, en la carta: aquí huele a muerto, ¿verdad?, y por un instante pienso en lo que pasaría un segundo después, alguna especie de fractura violenta, de agua desbordada, irreparable…, pero no hay caso: uno es una mierda y está listo; en vista de lo cual, ordeno un pasticho horneado a la romana.