Por ahora, lo que tengo delante de mis ojos es una nuca gruesa, recién rapada, con alguna humedad visible en los poros. A cada oscilación de la cabeza, el cuello de la camisa blanca, que ya ha empezado a oscurecerse en el borde, sube y tropieza en una rodaja de carne enrojecida. El lóbulo de la oreja derecha guarda la huella de una cortadura soldada por el tiempo, que daña la tersura del contorno. En la deformante proximidad se adivina una pelusa incierta como un halo que agranda el borde torneado del pabellón. Se advierte la tosquedad del tallado en el respaldo de concha marina que trasluce algún viso de sangre licuada. Aún llega hasta nosotros un poco del reflejo solar.
El nudo humano se vuelve más compacto a mis costados. Un rumor pesado, que no crece ni se aminora, ocupa por completo los estrechos conductos de aire que corren entre las cabezas. Lo más denso del ruido parte de debajo de nosotros, de nuestros pies calzados, que frotan el piso progresando, eso sí, a muy cortos impulsos; éstos se interrumpen apenas comenzados y como no existe ninguna sincronía en nuestros movimientos, un chasquido de suelas sigue al otro y al otro, sin pausas, de manera que se forma una sola capa de ruido continuo. Todos los hombros, delante y a mi alrededor, se balancean pesadamente con algo de masas flotantes; chocan y se repelen, separándose a no más del espesor de un dedo. La luz que llena estas rendijas desaparece pronto en cuanto las telas vuelven a fundirse.
Mi mano registra un golpe de nudillos, un frote de tendones y piel. Las uñas tocan el cristal de un reloj de pulsera, un borde áspero de bocamanga, unos pliegues sedosos que no sabría identificar.
Los de atrás deben estar empujando más fuerte ahora, tanto que resulta cada vez más comprometedor guardar las apariencias. Uno, por un resto de delicadeza, fuerza todavía más el intento de sumirse, de plegarse sobre sí mismo, reduciéndose todo cuanto puede hasta sentir la tensión de los huesos, a fin de conservar un poco de aire propio alrededor, y, aunque lo logra por instantes, con frecuencia se va de bruces y aplasta la nariz en una oscuridad felpuda con zumo de cuerpos, telas y agua de lavanda. El tropezar de zapatos es continuo y ya nadie pretende evitar al vecino. Por otra parte, sería inútil tratar de levantar el pie: la ilusión de avanzar se obtiene manteniéndose entero sobre uno mismo y dejando correr el impulso motor a través de las piernas; así, todo el esfuerzo se traduce en un mínimo deslizamiento de las suelas, o bien se ahoga por completo dentro del pie mismo y éste se estremece y rebota en el interior del zapato que mientras tanto permanece en su lugar, soldado al piso, completamente bloqueado por sus no menos inmóviles vecinos.
Una especie de oscuridad pesada nos envuelve, o quizás sea la saturación del aire donde ya no es posible separar o diferenciar componentes. Alzas cuanto puedes la cabeza y respiras. No digo que sea fácil encontrar un acomodo plausible en esta situación; pero, sin duda, el mayor inconveniente proviene de los brazos. Es evidente que estos trozos colgantes del cuerpo, estos largos sobrantes de carne, quebradizos, habituados a una movilidad insaciable, resultan embarazosos y nulos por completo cuando uno no tiene que valerse de ellos; cuando se está en la cama, donde por lo menos uno de los dos está siempre de sobra, o cuando hay que esperar sentado en algún sitio, en cuyo caso el problema a resolver consiste en dónde colocarlos de manera que permanezcan quietos y te olvides de ellos. En la situación presente, terminan por volverse exasperantes: los echas adelante tratando de juntar los antebrazos, los cruzas sobre el pecho, te los subes al hombro o los echas atrás y de todas maneras acaban por trabarse, los sientes pegados a ti por todas partes y debes hacer un esfuerzo por olvidarte de ellos y dejarlos colgar en cualquier forma.
De pronto te viene la idea de escapar. Miras sobre tu hombro forzando el cuello a todo dar y ves allí un largo trozo de piel cetrina manchada de pecas; adivinas la densidad de la masa que le circunda y comprendes, además, que no te mueves sino que la masa se agranda y se condensa presionándote por todos lados. Entonces adoptas otra forma de escapatoria, que consiste en dejarlo todo tal como está, abandonarte y pensar en otra cosa.
Tu barbilla pega contra un hombro; realmente no comprendes de qué manera el panorama puede haber cambiado hasta tal punto delante de ti: el hecho es que ya no tienes a tu alcance aquella nuca gruesa y el lóbulo mordido que viste hace algún tiempo. Algún tipo de desplazamiento insensible ha debido tener lugar en un momento, pues ahora tu barbilla se apoya en el hombro que tienes a tu alcance. Entrecierras los ojos, olvidándote conscientemente de tu cuerpo, y he aquí que la curva de aquel hombro se dilata y pierde sus contornos: es un vasto campo irisado cubierto de una niebla luminosa que agranda la trama del tejido. Los puntos de caspa se encienden y brillan como granos de azúcar. Entonces puedes dejar volar la imaginación a tu antojo o simplemente dejarte adormecer por el ruido de tu propia cabeza, un ruido desacorde que reconoces como tuyo, aunque no puedas ni intentes descifrarlo.
Compruebo que alguien, una mano en mi espalda, me empuja. Sin duda, la masa aletargada ha vuelto de su sueño y entra en una inusitada agitación, sin que ello signifique que avancemos. Por momentos llega a ser un hervidero rabioso. Te ciegas y, al cabo, una espalda descomunal lo oculta todo. Un perfil a la izquierda se iguala al mío, aunque sólo lo vislumbre con el rabo del ojo, pues al hacer un pequeño movimiento lo tropezaría. A todas éstas, alguien está tratando de pasar de lado: presiona, mete el hombro, zafa los brazos en un intento descabellado de desarmarse y pasar una pieza tras otra, con el único resultado de apretar más el nudo y tapiar algunas entradas de aire. Finalmente, el tipo insensato se ha quedado trabado, atascado del todo en una posición absurda y sin duda agobiante: la mitad del cuerpo de este lado, a medio caer, y la cara vuelta hacia atrás, privada de movimiento, como envarada por una furiosa tortícolis.
A causa del disturbio ocurrido, mi posición se ha desequilibrado por completo: me sostengo sobre un solo pie, en tanto que de la otra pierna he perdido toda noción; el torso continúa rodado hacia un lado sin que pueda volver a la posición vertical. Aun así, consigo respirar en un hueco, aunque el aire a mi alcance es demasiado grueso y terroso como si aspirara en el interior de un bolsillo. Con algo de luz, podría ver la tosca costura del fondo cubierta de boronas y algunas monedas oscuras.
Se produce una nueva sacudida y regreso a mi situación normal. Al advertir que he perdido de vista al individuo que había quedado trabado junto a mí, comprendo que avanzamos y que lo hacemos cada vez más de prisa. El rumor anterior crece, o más bien se disgrega, es ahora menos compacto y más heterogéneo. Alguien se anima a encender un cigarrillo.
Por lo visto, algunos han empezado a cambiar palabras que sólo llegan al vecino. (Pero más que las palabras, la mayor elocuencia se ofrece en las miradas repentinamente iluminadas, en el desleimiento de las facciones que pasan con celeridad de la rigidez a la soltura o en algún asomo de sonrisa). Sin duda, la liviandad del aire estimula la locuacidad general.
Yo —vueltas las manos a los bolsillos y reanudando el paso— simplemente pienso, pienso —mientras me ataca el apetito de las siete— en una antigua novia que era ociosa y distraída y que sin darse cuenta, en mi presencia, se hurgaba las narices… y sonrío.