Impresiones de viaje


Salgo de la cafetería a eso de las tres de la tarde. Delicatess, White Palace, Hernando’s bar, vaharadas de pronto de acento catalán y olor de fritos, un autobús destartalado cruje, el carillón del carrito de helados; son ghettos, verdaderos ghettos esas barriadas sudorosas de in-migrantes, toldos azules, unas piernas divinas hendidas un segundo después por el grito de una sirena. Caracas es un corral de zambos, dijo una vieja colombiana, nalgas en todas las portadas al rojo vivo del puesto de revistas, de la venta de discos, los pies menudos del curita español, arbolitos enclenques maltratados por la humedad del mediodía… y es exagerado que ésta sea la ciudad más cara del mundo, la más bullosa, la más sucia y la más jodida del mundo, pero es verdad que parece un descarrilamiento, una catástrofe, una cabeza alborotada. Además, llueve un poco y sueño con tener un paraguas. Puede ser, si se quiere, algún paraguas negro que se abre como una hermosa seta sobre mi despoblada cabeza, que presupone el antes de un anuncio de tricófero de Barrí. Protegido por mi abrigo gris felpudo y con cuello de marta que me acaricia las orejas y recoge mi aliento, camino a paso mesurado por esta calle adoquinada, con árboles desnudos a los lados, más espaciosa y limpia que las nuestras, construida, diríamos, como de largos y uniformes períodos de una prosa educada y fácil de imitar, tan diferente a la despedazada sintaxis urbana que me he acostumbrado a leer sin desconcierto. En ambos márgenes, edificios recios y ceñudos, no ausentes de una oscura tristeza, que recuerdan a señoras de edad ahileradas en una gris sala de espera de tren de refugiados. Las vidrieras, en cambio, son opíparas y anticipan comilonas suntuosas en familia, servidas por un ama robusta de grandes y abrigados pechos y cachetes ardidos por la lumbre. Sólo que ahora no llueve en absoluto, aunque lleve abierto mi paraguas. Por el contrario, brilla a sus anchas un sol trémulo de finales de invierno, que parece sorprendido de sí mismo y pronto a desaparecer. Algunos recargados portales se tiznan de amarillo pálido.

De improviso, una de las púas del paraguas se entierra en el ojo izquierdo de una dama de edad madura con quien he estado a punto de tropezar. La púa ha penetrado en el globo, atacando por el ángulo del lagrimal, y en seguida salta desgarrando la tela. La masilla brota como un coágulo y se derrama con grasa lentitud sobre el pómulo.

Ni un grito ni una exclamación. Prosigo mi camino guardando el paso y casi al momento vuelvo la cabeza (pues empieza a mortificarme de veras la visión, trasladada de un todo a mi piel, de las babas y los filamentos sanguíneos que sostienen la parte más densa y homogénea del coágulo) para ver a la mujer, que a una distancia de cien metros o más, a modo de una inserción en relieve sobre el plano liso de la calle, resumido a líneas y fondos trabajados en sepia como una postal, prosigue de lado en la acera, vuelta la cara huesuda sobre el hombro. (Aún permanece aquí, a mi izquierda, un gendarme cilíndrico de cara roja, embalado en su abrigo de invierno). Creo advertir que el desprendimiento de materia ha descendido hasta alcanzar el labio.

Más allá, por la vidriera de un café, descubro a una muchacha desnuda sentada en la barra. A primera vista, resulta una de esas chicas bronceadas de los anuncios de Copertone; ella resume su posición en el taburete a un conjunto de trazos largos y rectilíneos, donde se advierte el precioso recorrido de los huesos, mientras la inclinación del torso sobre la barra revela la nudosidad de las vértebras; el rostro famélico a lo Twiggy, devorado por la fiebre, parecer expresar una resignación desdeñosa e inalcanzable.

Entiendo perfectamente que no es real, y aunque debo tomar el tren de las cinco que sale dentro de diez minutos, no puedo ni quiero resignarme a perderla. Intento, pues, cruzar la puerta y resulta que el paraguas se queda allí trabado, enfurecido, con todas sus púas erizadas impidiéndome el paso. Lucho sin resultado. Razonando, doy un paso atrás; busco en lo alto, bajo la cúpula de varillas negras, el punto saliente que al recibir la presión del dedo precipita toda la rígida estructura y el techo cae en una agonía de pliegues, de babas negras y vigas fracturadas.

En cuanto cesa aquel aleteo invernal, la muchacha, liberada del escenario aceitoso y colmado de aromas de maderas, cazuelas y alcoholes refinados, cruza la puerta y escapa por la acera con el aire de correr a una cita recordada de pronto, y así se aleja moviendo con gracia su falda menuda de cuadros escoceses.

Finalmente, me precipito a la estación y la gran cripta de metal está llena de vaho y de luces escénicas. Las figuras despiden un polvo luminoso como el de los insectos en la lumbre. Los largos vagones grises descansan en sus canales en un simulacro de ataúdes, o parten en silencio entrando como barras lubricadas en la niebla.

En la ventanilla más cercana, la cara huesuda; el coágulo, agrandado, apenas sostenido por los filamentos, resbala en la hendedura del cuello.

En este momento, un rancio olor de podre que acude de lejos me advierte que soy, en verdad, un extraño; un personaje irregular metido en esta antigua trama cuyo único desenlace posible parece ser una postergación sin fin.

Llueve un poco y el aire se condensa a medida que me alejo de la cafetería. El día mugriento es una pobre, lenta, inservible simulación y el sabor fuerte del café me empasta la garganta.