Estar solo


Unas veces me divierte y otras —por momentos— llega a exasperarme.

Ocurre —veamos si soy capaz de expresarlo debidamente— que se me duplica la cabeza (esta horma grande que reúne mi imagen visible para todos, mi identificación urbana, tan apacible por fuera aunque llena de ruidos y turbaciones), y empiezo a verla por ahí, calzada sobre hombros y cuellos diferentes.

(Perdón: me asalta ya la azarosa sensación del fracaso —la aparición de una segunda faz, rígida y dominante, que va brotando desde atrás, apenas se disipa el amoroso calor, la audaz y artificial temperatura del primer impulso; que es un tallado verídico de mis propios rasgos en que la realidad se adensa, se congela, se cierra en su propia dureza como una escueta y parca simulación de muerte—, del fracaso, digo, ante la carga de vacío, de casi absoluta invalidez que veo desprenderse de los párrafos anteriores al paréntesis; pues debo admitir que ni una sola de las palabras que he empleado guarda relación directa o aproximada con lo que, de veras, trato de explicar. En realidad, todo lo entrevisto en el primer instante se me ha quedado dentro, rabiosamente vivo, sin que haya dejado escapar de la mente una sola partícula verdadera, el más pequeño alivio. Pero bien, así ocurre siempre o casi siempre, como en el asunto de las manos que traigo al caso sólo a modo de ejemplo: de pronto ellas están ahí, se mueven, se cargan agrandadas, vivientes, llenas de fluido y de inmanencia, como si brotaran ya no de los brazos, sino directamente del huevo mismo, del pensamiento puro, de su propia e incontaminada idea matriz; esos trozos desnudos, evidentes y ahora inexplicables, que desearía esconder de mí mismo como un reclamo, como una voz indescifrable de la conciencia; y qué terrible y muda confusión en el momento: todo un alfabeto trastrocado de signos sin contexto posible, y al fin, en medio de la ofuscación y el recelo, cualquier palabra podría resultar válida, cualquiera excepto “manos” o “las manos”, “mis manos”, pues son inútiles estos pequeños lingotes sordos, sin sonido real, sin significado.)

Pero veamos la manera de seguir adelante.

Yo me pregunto qué pensaría usted si yendo en el autobús a casa después de la jornada, porque usted no tiene automóvil o no lo usa para ir al trabajo, y se fija, sin interés particular, en un tipo que va sentado en el asiento paralelo al suyo mirando por la ventanilla (puede verlo muy bien, pues la persona que va sentada al lado es una anciana diminuta que causa apenas un relieve rugoso en el asiento); un tipo con el aire raído y enfermizo de casa de empeños que nos distingue a los pasajeros habituales de los colectivos, y al momento usted cambia la mirada hacia la doble fila de cabezas que lo precede y la deja estar un momento en el cabello desteñido, abundante, la franja mate de la nuca bajo los rizos, la cadena de oro que se ha rodado un poco de su sitio y enseña la marca dejada en la piel: una línea pálida y depilada donde el sol no ha tocado en mucho tiempo y un lunar color de chocolate de la mujer que va sentada delante; y cuando vuelves los ojos al desconocido (ya va siendo tiempo de tutearnos), éste te mira y dices: “dónde he visto a este tipo antes” y no le das importancia hasta que sientes la necesidad de llevarte las manos a la cara en un impulso que adivinas demasiado brusco, como el bandazo de una pieza al escaparse de la sincronía de un mecanismo, y, por el temor de que alguien te observe y llegue a pensar que eres un tipo loco o maniático, te dominas y simplemente llegas a palparte la nariz y haces como si te limpiaras distraídamente el pómulo, y entonces miras de nuevo y ya está, lo descubres, es idéntico a ti, es tu misma cara, mejor dicho, impresa allí como un sello.

Bueno, eso me divierte al comienzo.

La travesía es siempre lenta a esta hora de la tarde; el aire empieza a refrescar, se torna amable y menos rígido que de costumbre, como medicinado por ciertos pensamientos relajantes comunes a muchas cabezas, por donde ahora mismo pasan duchas y mesas servidas y encuentros de cuerpos desnudos. En fin, que uno puede recostarse a la ventanilla y mirar a la gente que pasa en carrerita, las vidrieras, los gestos danzantes de los maniquíes. Un mendigo se acuna en un portal, una niña menuda chupa un helado. Una pareja de ancianas, de ganchete, parece que no terminaran de pasar: caminan bamboleándose, sustraídas del paisaje y de la multitud, como si pasearan por la listada cubierta de un barco.

Enfoco a una mujer que se desprende del rebaño y entra a una tienda. Nos detenemos por completo y entonces la veo penetrar resuelta al establecimiento, agitando un gran bolso de paja bajo la viva luz de neón en aquella rutilante limpieza, todo de un nuevo eterno, congelado, y tras detenerse unos instantes, va directamente al departamento de cosméticos a su derecha,

El dependiente se dispone a escucharla, tenso, y ahí está ya mi cara, mi cabeza toda, estos ojos ligeramente adoloridos que siento pesar más que nunca en las órbitas, mirando a sólo dos pasos de distancia la cara de la mujer, detallando el movimiento rápido de sus labios, el gesto que casi prepara el desagrado, la mueca de fastidio por el presentimiento de una negativa que la obligaría a ir a otra parte; y allí se queda sin remedio después del sacudón de la arrancada; la abandono a su suerte apenas el vehículo se pone de nuevo en movimiento. Lo imperfecto del juego radica en que no consigo manejarlo a mi antojo. Mis órdenes jamás son escuchadas: por lo tanto, las facciones del policía de tránsito seguirán siendo las mismas, toscas y acaloradas, desde el momento en que las percibo a cierta distancia, hasta que pasan navegando hacia atrás con desafiante lentitud frente a mi ventanilla. En cambio, sin proponérmelo, un segundo después estoy ahí, formando parte del fragmento apenas variable de la esquina, reconstruido a cada cien metros con los mismos elementos urbanos cuyas escasas diferencias se vaporizan en el cuadro; mi cabeza apretada entre el montón (una sola respiración gruesa que de no haber otro ruido en la calle se escucharía de lejos) que crece al borde de la acera esperando la señal de cruce: pertenezco, en cosa de segundos, a cualquier tipo, más bien regordete y maduro, que lleva un maletín. ¡Tran! de pronto casi me doy con ella en plena frente; siento rebotar el cuerpo ajeno, el roce brusco de una ropa. Susurro una especie de perdón que sale por igual de esos labios desenfocados por la proximidad, el nacimiento débil del cabello, mis ojos enrojecidos y yo dentro de ellos en miniatura, flotando en el líquido oscuro y diciendo perdón entre dientes.

El tipo, que no deja de ser corpulento, me empuja con el cuerpo, sigue, lo pierdo en un instante.

Viene la espera de un minuto frente al ascensor. La conserje gallega, bastota, el busto regado como un mezclote en todo el pecho, baja la escalera cargando con una rima de lencería. Séptimo piso. La puerta al fondo del pasillo. Cruzo el olor todavía inmaduro de las cocinas.

“Ya basta”, me suplico. “No deseo este último acto”, en los segundos finales, cuando la siento venir desde el fondo con una palpitación acelerada y ya está ahí atravesando el pantry, las sandalias de felpa, primero, que apresuran el paso, el borde algo raído de la bata, su cuerpo, los brazos blancos que se alzan hacia mí y descubren el foso enharinado de la axila; es ella, su cara al fin, el pelo suelto, su voz “mi amor” que ya no tiene timbre para mí, que es como una costumbre sin tropiezos, un hábito apaciguado de los dos, nuestro olor de después sin fatiga, la luz en el cuarto de baño y el ruidito cercano del agua, el sabor lleno de calma del cigarrillo antes de la lenta caída del sueño. La abrazo suavemente … y ya no puedo vencer la repugnancia, el rechazo que me obliga a besarla apenas con un chasquido seco y elusivo, evadiendo todo lo posible la rudeza del choque, la acometida de unos labios gruesos que aproximan la negrura erizada del bigote y esa juntura ácida de las comisuras con huellas de saliva, el golpe seco del aliento, saliendo de una carnosidad sin piel que se abulta y tiembla proyectando su borde escamoso… y yo allí, en miniatura, metido en los círculos negros de los ojos, el relieve mojado del párpado espantado.

Más tarde, con la frescura del talco y la bata de seda y ella, ya vestida y arreglada para la cena, que trae la botella de cerveza del refrigerador, la sirve, comemos en silencio y, mientras corta el trozo de carne a la plancha, pregunta como siempre, sin mirarme:

—¿Cómo te fue hoy?… ¿Viste algún conocido por ahí?