Advierto a todos que no soy un maniático.
Es cierto que, recuerdo, cuando era seguramente muy niño, había adquirido la fácil costumbre de desaparecer. Quiero decir, que me hacía el invisible sin importarme, creo, que los demás se dieran o no cuenta del suceso. Siempre había por delante una puerta, un espacio claro, abierto, que era necesario atravesar ‒eran puertas altas y angostas‒ con la seguridad de quedar imantado por el fluido que ocupaba por completo la delgada capa de aire blanco detenido en el marco. Al salir al otro lado, ya estaba listo. Como era invisible, sentía ‒me embriagaba hasta el miedo‒ una beatitud radiante que salía de mi piel, y en cuanto se me iba a la cabeza, oscilaba entre el sueño y el llanto.
Las cosas más comunes, los viejos muebles de esterilla, el lomo de un pretil, todo lo que no fuera gente, perdían el miedo y me permitían acercarme de veras a ellas, tocarlas casi como un pecado, como si fueran mi propio cuerpo. Entraba en ellas como en grandes lugares sin ruido, donde uno podía quedarse dormido.
Pero no soy un maniático. Hago bien mi trabajo y soy puntual. Ahora, que si paso la hoja del libro mayor ‒siempre delante el verde mate del trozo de pared‒ y por casualidad encuentro la cuerda a mi alcance, no pierdo tiempo y empiezo a deslizarme. El descenso es rápido, mucho más de lo que yo deseara y siempre irrefrenable; mis manos corren por la cuerda sin lastimarse lo más mínimo, hasta que el último trozo de soga escapa a lo largo de mi cuerpo, me pasa por en medio de los ojos y se va. Horrorizado, caigo en el vacío. Voy a morir y una angustia sin lucha me congela. En ese momento soy un grito; sin embargo, mi cuerpo reaparece, la calma vuelve a mis sentidos y fácilmente logro estabilizarme. Entonces floto y siento cada una de mis partes y toda mi cáscara: los zapatos, mi corbata, el cinturón. Voy sin prisa, aunque no demasiado lento; una brisa de campo me riza por los flancos; puedo enlazar, también, los dedos debajo de la nuca.
Sin embargo, ocurre que el viaje se prolonga y la pena empieza a ganarme desde adentro, como si sintiera piedad de mí mismo y me doliera el no haberme al menos despedido; entonces provoco el descenso: reúno todas mis fuerzas a fin de obtener una caída lenta, un suave aterrizaje. Lo logro, llego a tierra preparado para un largo reposo, y mientras, mientras, mientras ‒el trozo de pared se condensa‒ descanso en un prado de hierba, descanso en un prado de descanso, en un descanso en descanso des d
La hoja (del libro mayor) termina de caer humildemente.