El peatón melancólico


Hoy hace diez años que empecé a escribir mi novela. En todo este tiempo, trabajando día tras día, he llegado a acumular 970 páginas de letra menuda y, sin embargo, debo admitir que hasta el presente aún no he entrado propiamente en materia.

La idea de escribir la novela me vino un día cualquiera, casi de improviso. Acababa de adquirir mi apartamento y aún no había tomado contacto verdadero con el mobiliario no del todo nuevo, aunque delicadamente conservado, de modo que todo a mi alrededor me trasmitía esa sensación de llevar ropa ajena que nos hace el blanco imaginario de todas las miradas. Me sentía realmente observado por aquellas poltronas tapizadas de raso con tersas lijaduras en los pasamanos, o por el gran camastro de copetes labrados con filetes de oro, o por el coqueto aparador —una pieza clásica de solterona, más apropiada para un decorado de comedia simplaina que para cualquier uso cotidiano— donde se guarda todavía una loza con paisajes bucólicos que jamás he usado. Pensé desde el primer momento que el haber tomado residencia propia debía significar un acomodo definitivo para mi vida rutinaria de soltero. Allí, entre tantas cosas de origen incierto, debía quedarme para siempre y mis días serían gobernados por aquellas paredes de colores pálidos y el paisaje inmóvil de tejados y alambres eléctricos que el marco de la ventana recortaba con rígida monotonía.

Pues bien, una tarde en que regresaba de la frutería de la esquina acunando una bolsa de melones, se me vino a la cabeza como un tibio vapor la idea de la novela. Escribiría una novela, no importa el tiempo que tuviera que emplear en ello. Después de todo, no tenía cosa alguna que hacer durante el día, pues la pequeña renta que devengo me permite solventar todas mis necesidades de hombre solo.

Paseándome por el recibidor, ida y vuelta, sobándome las manos como acostumbro hacerlo cuando algo me da tumbos en la cabeza, comencé a pensar en los detalles. Sería, estaba seguro, una narración detectivesca. Semejante elección repentina era explicable por cuanto, a pesar de haber leído pocos libros de esta clase, ningún otro género me atraía en especial; pensaba, asimismo, y así lo creo ahora, que únicamente este tipo de lectura podría interesar de veras a la gente. Eso en el caso de que mi novela llegara a ser publicada y obtuviera algunos lectores, cosa que en verdad no me preocupaba. Desde el primer momento, una imagen se instaló en mi cabeza y allí ha permanecido inmóvil hasta el día de hoy: me veo sentado ante mi mesa borroneando cuartillas, mientras todo un público de rostros y figuras indeterminadas —tanto que en todos estos años no sería capaz de describir a cabalidad alguna de ellas— aguardaba sentado, en perfecta inmovilidad, el resultado final de mi trabajo. En diez largos años pasados desde entonces no he tenido que contar una sola deserción, una sola baja; ninguno se ha movido de su asiento ni yo he dejado de escribir hoja tras hoja.

Ahora bien, en toda novela de este tipo, buena o mala, ha de haber un crimen, lo más perfecto posible, como elemento principal de la trama y en seguida toda una cadena de acontecimientos que deben conducir, uno tras otro, a la identificación del culpable, siempre en medio de una variada colección de sospechosos sobre los cuales descargar a cada paso la malicia inocente del lector. Necesitaba, pues, de un crimen y, ante todo, de una víctima condenada a perecer en forma violenta en las primeras páginas, junto con la salida a escena del cerebro pesquisidor, que acabaría por decir la última palabra sin que, antes de desaparecer por completo, dejara de lanzar una mirada picaresca a la cara de asombro del lector. No me cabía duda en torno a esto: tal hombre sería yo; así lo había determinado y no por exceso de vanidad ni porque alentara pretensiones heroicas, sino por simple y elemental comodidad: sin duda iba a resultar mucho más fácil para un escritor nada experimentado como yo tomar nota de mis propios hábitos, ademanes y pensamientos, que inventar a cada paso las peculiaridades de un personaje creado por la imaginación. Así, si tuviera necesidad de describir en detalle alguna situación particular, yo mismo la representaría ante el papel en blanco, corriendo luego a él para anotarlo todo, y de paso reservándome la posibilidad de rehacer algunos movimientos si la memoria me fallara.

Salí aquella primera mañana convertido ya en personaje. Esta nueva situación me resultó, desde el primer momento, reconfortante y llena de particular lucidez. De alguna manera el escenario habitual de la calle, que antes me era indiferente, había cobrado una luminosidad y un relieve cálidos y estimulantes. En mí mismo advertía un halo de irrealidad, una propiedad escurridiza de falsario, de frío y consciente simulador, que me permitía observar a los demás con un dejo de humor burlesco y al mismo tiempo bondadoso.

Siguiendo una norma adoptada en aquellos mismos días, el personaje se refugió en el banco del pequeño parque marchito vecino a su casa. El lugar no dejaba de ser agradable y reparador: la sombra de una ceiba bañaba el banco, el piso de cemento se cubría de hojas secas y frente a mí se alzaba, como el recuerdo de una postal de algún país extraño, el platón de mármol de una fuente y los dos angelotes nalgudos enroscados al tallo.

Fue allí donde la vi por primera vez esa misma tarde. ¡He aquí la víctima! Podía jurar en aquel momento que no iba a ser otra en el mundo. Presentí en toda ella, así a primera vista, una predestinación candorosa, vivaz y no exenta de alguna ternura. Tenía un andar menudo y rápido, una figurita delicada de huesecitos finos y nerviosos, el pelo de caoba desteñida con muchos hilos blancos, un cuello frágil y blanquísimo. Su edad andaría en los sesenta.

Ese día comencé a escribir. Narré de una manera simple y natural aquel primer encuentro y al otro día el segundo, cuando a la misma hora, por lo que parecía una feliz confluencia de hábitos, pasó por el mismo lugar. La seguí unos trescientos metros por una calle de árboles enanos que a estas alturas debo haber recorrido más de un millar de veces; una calle más bien deslucida, con sobra de grises, donde abundan los comercios menudos de mercería y quincalla. La vi entrar a una capilla de adventistas y un momento después escuché la musiquita de un armonio y unas voces agudas entonando uno de esos himnos blanduzcos que parecen hechos de alguna pasta fría y blanquecina.

Ella era la organista de la capilla, lo cual, a mi modo de ver, constituía el oficio más apropiado para su condición angélica de víctima.

Tuve suficiente por esa vez. En el capítulo siguiente no la seguí hasta la capilla: hubiera sido una repetición tediosa e innecesaria. Permanecí en el banco, sin pensar, acariciado por la brisa fresca y a ratos creía escuchar, muy borroso a lo lejos, el cántico y la respiración del armonio; aunque más bien debía de ser un recuerdo.

La seguí al regreso. Salimos del parque. Parecía que fuésemos a casa. Ella se detuvo antes en la charcutería de al lado (el edificio era una construcción rojiza de tres pisos, moldeada en el estilo más común a los barrios de vida modesta) y salió con un pequeño paquete y los restos desvanecidos de una sonrisa. Un momento después, como en sueños, la vi entrando a casa. De veras fue una escena de sueño aquel instante, impreso para siempre en mi mente, en que ella desaparecía como un reto por el portal del edificio. He visto repetirse esa imagen cientos, miles de veces, siempre idéntica a sí misma: un perro pasaba a su lado jadeando; una inmensa mujer, cargando con un nudo igualmente deforme de ropa lavada vino directamente hacia mí, cuando ya ella había cruzado el portal y me obligó a arrimarme al muro. Sin embargo, todo ocurrió en la más desnuda realidad. Era yo mismo quien subía tras ella la escalera para verla detenerse en el primer rellano. Allí tenía su apartamento, debajo del mío.

Espiar a mi vecina constituyó mi ocupación primordial durante mucho tiempo, compartida con las horas de escritura. Comprendo que ustedes deseen enterarse de pormenores; sin embargo, resumirlo todo me resultaría poco menos que imposible. En verdad, sus evoluciones regulares estaban regidas, con cierta tímida severidad, por la recurrencia del hábito. Los mismos paseos cotidianos, idénticas evoluciones. En este aspecto admito que el único interés de mi relato reposa en la constatación de ciertos detalles accesorios, que al incidir arteramente en la totalidad provocaban desplazamientos, deslices, variaciones o ambigüedades menos reales que aparentes. Hoy soy capaz de asegurar, con pleno conocimiento de causa, que existe alguna inadvertida ponzoña en el ojo humano, cuyo poder de contaminación penetra sutilmente en el objeto observado. No encuentro otra explicación al hecho de que algunas manifestaciones nimias en la conducta de la víctima me parecieran fuertemente sospechosas, como si ella, participando activamente en el juego, fuera dejando tras de sí leves indicios —únicamente destinados a su seguidor—, pistas inseguras que podrían conducirme a la revelación de alguna forma insospechada de perversidad, de crueldad secreta o de simple impostura.

Recuerdo sí alguna situación especial, única en sí misma y encerrada por completo en el enigma. (Fue una de las pocas ocasiones en que recibí la impresión, no del todo agradable, de que ella deseaba evadir mi persecución y actuar por cuenta propia). Ocurrió una tarde, cerca de las cuatro. El ruido de su puerta, al cual mi oído estaba siempre alerta como el reflejo de un animal doméstico, me obligó a suspender mi trabajo. Era extraño pues jamás salía a esa hora. A duras penas pude darle alcance cuando se disponía a tomar el autobús vía al Oeste, lo cual acrecentó mi sorpresa. Ni ella ni yo frecuentábamos ese lado de la ciudad, campo obligado de trabajo para los reporteros de sucesos de los diarios. En un gesto de audacia, me senté a su lado. Como no dejé de observarla de reojo, pude constatar que ni una sola vez llegó a mirarme. Para el resto del mundo deberíamos figurar allí como dos perfectos desconocidos, ceñidos a la precaria realidad de aquel vehículo, donde tantos pensamientos diferentes se cruzaban sin tropezarse.

Vuelta a medias hacia la ventanilla, dedicaba toda su atención al paisaje urbano que progresivamente se iba tornando más abigarrado, más sucio y más incomprensible. Ciclos enteros de vida humana desfilaron en el largo paseo por la Avenida Sucre: saliendo de una modesta capilla vimos a un grupo familiar en un bautizo; más allá, cedimos el paso a un féretro y su escuálido cortejo de autos de alquiler; y a la altura de la plaza del Mariscal de Ayacucho, tropezamos con una boda de inmigrantes. En mi barrio, en cambio, parecía que la gente hubiera dado por cumplidos todos los requisitos de la existencia y se dedicara a medrar hasta el fin sin la menor alteración.

Observé, asimismo, que ella no dejó de estrujar entre sus dedos, pequeñísimos e increíblemente tiernos para su edad, un pañuelo de encaje con las manos hundidas entre las rodillas.

Juro que jamás volveré a encontrarme en esta calle. Tampoco he intentado dar con ella ni lo haré ahora: no estará allí como ese día, tal vez no exista para nadie ni aparecerá igual ante mis ojos: un callejón estrecho con olor a pan viejo, apenas tocado por el sol; paredes de galpones, algunas viviendas oscuras, ni un ruido ni una voz humana; al final, un trozo de muro sin ventanas y una puerta de metal estrecha que se abrió apenas para darle paso y permaneció cerrada por más de una hora, mientras yo aguardaba allí como cercado por un sueño tedioso que se hacía exasperante a causa de su rigidez: era espantoso que pudiera resistir tanto tiempo sin desvanecerse o cambiar. Finalmente pasó a mi lado, y aunque nuestras caras se encontraron de frente, puedo jurar que no me vio. Traía los ojos rojos y, si no me equivoco, había huellas de lágrimas en sus mejillas.

En los últimos meses visité una vez su apartamento, valiéndome de una llave maestra. Efectúe un inventario minucioso de sus pertenencias, cuidándome de borrar toda posible huella. Sin embargo, no pude librarme de cometer una imprudencia incalificable: di cuerda a un reloj de cucú que presidía el recibidor. No dejo de imaginarme su sorpresa y su confusión cuando esa noche a las nueve, al ir a cumplir el rito inmancable del que estaba enterado por el ruido, apenas alcanzó a dar un par de vueltas a la llave. Nunca pudo haberse explicado lo que pasó.

Al día siguiente llamaron a mi puerta, y en lugar de la gallega encarnada que me hacía la limpieza, fue ella quien apareció en el rellano. ¡El reloj!, exclamé en mis adentros e imaginé lo peor; sin embargo, sólo pretendía enredarme como suscritor de El Centinela y Heraldo de la Salud, una revista que me causó horror a causa de su pavorosa frialdad. Me excusé cortésmente y aun rehusé recibir el ejemplar gratuito que me ofrecía. (Su voz diminuta y chillona, no por ello desagradable, se teñía, en ciertas inflexiones, de un descolorido acento centro-europeo). “Está bien, señor”, fueron sus últimas palabras y en ese instante comprendí que tenía que matarla. Ella pareció comprender y me autorizó por medio de una sonrisa dulce y resignada de modesta complicidad. Este gesto, que en el momento me pareció perfectamente legítimo, borró en mí todo posible resabio de remordimiento.

Quince días después, me hallaba de nuevo en su apartamento, metido debajo de la cama. A la hora acostumbrada crujió el pestillo. Sus pies infantiles discurrieron por la alfombra en idas y venidas, acompañadas de un tintineo de loza y de metal y un aroma invitante: estaba preparando su té. En un momento creí oírla tararear desde la cocina algo que se asemejaba a una marcha teutónica. Silabeaba un poco la melodía y, en las pausas, remedaba el sonido del bombo: ta-ra-ra, ta-ra-ra, ta-ra-ra… shhss ¡pun! Apenas se hizo el silencio acostumbrado, salí de mi escondite. A través de la puerta entreabierta la divisé de espaldas, sentada en su poltrona favorita. Me valí de un almohadón con una estampa de aldea bavaria, para quitarle la vida en escasos segundos por el simple procedimiento de la asfixia, y le dediqué una última mirada que grabó su imagen en mi mente, deformada apenas por una suave contracción en la mandíbula.

Como lo suponía, fue llamado a reconocer el cadáver un médico anciano del vecindario: síncope cardíaco. Unos pocos vecinos acompañamos el sepelio. La viejecita estaba abonada a una agencia de pompas fúnebres que, en cumplimiento de las cláusulas, celebró su solitario funeral.

Hoy se cumplen diez años. Una tarde grisácea y apacible. He concluido la página 970, donde se narra mi última visita a la charcutería y el diálogo sostenido con el propietario, quien —lo descubrí mucho tiempo después del suceso— era su conterráneo; nacieron en el mismo pueblo y se conocieron y jugaron a los primos cuando niños.

Mañana recorreré la calle de los árboles enanos, las quincallas y las mercerías y haré guardia frente a la capilla adventista, que ahora dispone de una nueva fachada. Luego regresaré a continuar el hilo de mi historia agregando los nuevos datos obtenidos.

Ahora debo embolsarme en mi flux negro e ir a comprar el ramo de claveles que, en cada aniversario y en reconocimiento por tantos años de vida en común, llevo religiosamente a su tumba.