El impostor y su víctima


Hacía ya algún tiempo, por decirlo de alguna manera, que el hombre había seleccionado su víctima predilecta con el propósito determinado de consagrarse enteramente a ella. Era una de las clientas habituales de la pastelería Danubio, quizás la más consecuente y sin duda la más rutinaria entre todos los miembros femeninos de aquella pequeña y desgastada colonia que cada tarde compartía en silencio el escenario pulcro, sonrosado y meticuloso de la pastelería. El perfil amarillo —una cara que prolongaba el exacto nivel del traje gris piedra de su dueña—, tatuado de escuetas rojeces y algunas salpicaduras leves disimuladas por el polvo, se dibujaba con duro realismo de modelado en cera entre la torrecilla nacarada, con su parejita de azúcar de una torta de bodas, y un grumoso chalet de chocolate edificado sobre una parcela de verde pistacho.

El hombre, parado frente a la vitrina, observaba su casi inmodificable colección de víctimas, ahora desechadas.

Realmente no creía reconocer ninguna cara nueva. Acaso la señora del rincón —pensó por un instante, atraído por su boca pequeñísima que se encapullaba a cada movimiento de la mandíbula y un algo de ave de rapiña en la curva nariz de concha y los ojos lanzados hacia los lagrimales—; pero al recordar el roce familiar de su cuello de encaje, alto y almidonado, cuyos bordes tuvo necesidad de apartar cuidadosamente con los dedos antes de proceder, sonrió, convencido de su error, con ligero desprecio.

El resto de la clientela lo formaban unas mismas figuras de reparto, acaso alteradas por pequeñas modificaciones en el vestuario. La dama rusa esquelética, de largos brazos nudosos y de trajes resecos y eternos de baúl de inmigrante, estremecida a ratos por la fuerza de un tic que parecía despertarla sobresaltada, como si un animal alado reviviera bruscamente dentro de ella; las dos ancianas que comían pasteles de fresa y cambiaban monosílabos, saludables y frescas, como si se conservaran en cajas climatizadas, y la otra de la mesa del centro, una rígida profesora de canto o maestra de ballet, sin edad posible, condimentada de viejas agriuras, la mayor aproximación imaginable entre un paraguas y un ser humano, un, dos, un, dos, un, dos largos bocados de ensalada rusa con pepinillos agrios y un frasco de yogurt, hileras de negros botones cerrados hasta el cuello, donde los dedos del observador de la vitrina encontraron, días antes, una resistencia invencible en el intento de fracturar esa caña recia de fagot… y más allá el otro deseo de encontrar la llave secreta, escondida en algún lugar detrás de las vitrinas, darle vueltas activando la cuerda hasta el máximo, a fin de provocar una repentina aceleración en el mecanismo de aquel gran juguete, que empezaría a estremecerse y a vibrar por todas partes, a tiempo que las figuras de las mesas eran poseídas por una dislocada velocidad de película muda. Los pasteles desaparecerían de los platos en segundos, el tic de la dama rusa caería en una recurrencia exasperada y se oiría el tintineo de la registradora repitiéndose como una enloquecida señal de peligro. Pero esto es sólo un breve divertimiento para el hombre que, de manos en los bolsillos, contempla la vitrina dando la espalda al animado tránsito de la avenida y a la multitud de paseantes. Él ha escogido su víctima predilecta y a ella ha resuelto guardar la más religiosa fidelidad.

Ahora viene detrás de ella, la mirada fija en el triángulo de piel que permite la abertura del vestido: es como uno de esos rincones de una sala adonde no llegan las pisadas: una fría superficie mateada por el tiempo, con palideces orinosas y la señal apenas visible de una grieta. De allí se eleva la doble curvatura del cuello, que se prolonga hasta perderse en una cabellera gris, sin brillo. En ese breve tronco, dibujado de tendones y venas y un lunar negrísimo extendido a la altura de la primera vértebra, se detienen las manos del hombre y sus dedos resbalan, palpan con pericia delicada de masajista para encontrar el más efectivo acomodo. Las yemas recorren el relieve sinuoso de la tráquea, buscan el punto exacto y al ubicarse entre los anillos nudosos aguardan sin moverse. Es el momento en que la dama corta parsimoniosamente un trozo mediano de baklava, lo ensarta con el tenedor, se lo lleva a la boca y, una vez adentro, lo pasea entre los molares, lo amasa contra el paladar y en medio de una bola de saliva, empalagada por el fuerte sabor de la pasta de almendras, lo traga de un golpe. Los dedos presienten la aproximación del bocado, y en el momento justo aprietan con un solo impulso firme y contenido. Segundos después, los nudos de la tráquea se resquebrajan, la cabeza inerte se va hacia un lado y por la boca contraída de espanto sale un grumo de pasta negra ensalivada.

Al amparo de un trozo de pared en una construcción, el hombre se mira las manos veteadas por la penumbra. Las siente de tal manera —son pequeñas y pardas, muy labradas de piel, con algunas vejeces en los nudillos y las uñas rosadas y limpias— como si hubieran brotado de otro cuerpo y estuvieran llenas de una memoria ajena que pugnara por hacerse entender, por explicarse. Se las lleva a la cara y se acaricia con ellas de arriba abajo, haciéndolas resbalar con lentitud, apoyando apenas las yemas de los dedos, que dejan a su paso una sensación fría y adormecedora, y es como si tras ellas fuera apareciendo una cara distinta, sensible y armoniosa, donde los más secretos ecos interiores, las ternuras y los sueños lejanos, apagados en la memoria, volvieran a la piel. Siente una oscura piedad de sí mismo y está a punto de echarse a llorar.

Momentos después, está de nuevo entre la gente, cuando todo ha vuelto a su lugar, y las manos, restituidas al cuerpo, reposan en los bolsillos. El hombre puede entonces regresar a la pastelería, entrar sin temor y pedir una taza de café, cuando ya casi todas las mesas han quedado vacías, y de cuando en cuando desliza una mirada indiferente a la clienta más demorada, la dama del traje gris piedra, su paciente víctima.