Cuento de muertos


El personaje de este cuento morirá en la primera línea.

Ahora está muerto.

En el camino al cementerio tiene lugar el episodio que referimos a continuación: dos caballeros de mediana edad se encuentran en el asiento trasero de uno de los automóviles que forman el cortejo fúnebre. Cada uno ha entrado por una puerta diferente, y cuando el auto arranca, el caballero de la izquierda, al hacer ademán de sacar el pañuelo, mira sin poderlo evitar a su vecino, y en un gesto mecánico, no exento de recelo, lo saluda mediante una inclinación de cabeza. El de la derecha mueve apenas los labios para decir “salud”, a medida que el otro cumple el simulacro de sonarse las narices.

Silencio.

En los primeros cien metros, el de la izquierda ha cruzado la pierna con un esfuerzo subrayado por la larga vocal que expele al reclinarse en el asiento. Su casual compañero tiene las manos en las rodillas y teclea sobre ellas valiéndose de todos sus dedos.

—Bueno, aquí estamos —dice el del lado izquierdo, en el tono convencional de hablar consigo mismo. Lleva los ojos puestos en la ventanilla. Una mano achatada que descansa en el muslo, luce cargada de sortijas.

—Pobre Ricardo, ¿no? —empieza el otro.

—¿Quién?

—Ricardo, digo.

—Ah, sí, perdone. Lo que pasa es que yo no conocía al difunto por el nombre; quiero decir, no lo tenía presente.

—Pero yo me refiero a Ricardo, el hermano. Ahora él tendrá que hacerse cargo de los ocho hijos y quién sabe si de algunas deudas… pequeñas. Ramiro, con sus cincuenta años, era algo desordenado.

—¿Qué se va a hacer? Ya está muerto.

—Lo digo porque Ramiro era mi amigo, mi mejor amigo; éramos como hermanos. Ricardo también, claro está; pero no era lo mismo. Él, con su academia de comercio y otras cosas (él dirige una academia de comercio), vivió siempre muy aislado. Pero Ramiro era diferente, muy diferente para todos.

—Así será.

—Somos un grupo de amigos, todos casados; algunos se han apartado, otros quedamos y éramos como una hermandad. Si le digo que Ramiro es la primera baja que sufrimos en 30 años, no me lo va a creer. Apenas uno de nosotros tuvo una desgracia hace años: mató a su mujer (por puta, aquí entre nos). Son cosas de la vida. El de turno mira atentamente su reloj y una sombra pasa por sus ojos.

—Tengo una comida de gala esta noche. —Y se reanima—. ¿Entonces usted es como de la familia?

—Por supuesto.

—Es una comida para ochenta personas. —Vuelta al reloj—. Yo tengo las 5 y 15. ¿Me quiere decir si estoy bien?

—Son las 5 y 16.

La caravana se demora a causa del tránsito excesivo. Los dos caballeros guardan una fría compostura y el silencio que ha vuelto a aparecer entre ellos, parece no soportar más la necesidad de romperse.

—Este señor parecía una persona sana y fuerte, digo yo. ¿De qué fue?

—El corazón. Infarto. Venía saliendo de su cuarto, en bata, de lo más tranquilo, y le dice a su mujer: “María, ¿enchufaste el calent… y allí mismo cayó derechito. Imagínese que lo recogieron muerto. ¿Usted desde cuándo lo conocía?

—Pero si le digo que antier no más y estaba de lo más tranquilo. Eso sí, la muchacha, la empleadita de la oficina, me dijo: “ese señor me dio impresión”.

—¿Por qué?

—Porque tenía la cara como un muerto, como un…

Un mimo de garras y dientes completó la frase. El doliente no se molestó en reprimir una carcajada.

—Eso no tiene nada que ver, amigo. A Ramiro le dijimos “cara de muerto” toda su vida.

—Pues mire, la muchacha se impresionó de veras; cosas de mujeres, pensé yo.

—Recuerdo que en la escuela (éramos unos tripones) le gritábamos —adelgaza la voz— “cara ‘e muerto, cara e muertico” y salíamos corriendo. Nos perseguía cuadras y cuadras, porque Ramiro fue, cómo le diré, un poco cascarrabias, siempre.

Calla y permanece lelo y sonreído, como si interiormente continuara manoseando su historia.

—Cuando Ramiro se casó, hace un montón de años, yo le dije: “hermano, ten cuidado; Teresa es una buena mujer”. ¿Usted la vio?

—¿A quién?

—Pues a la viuda; nosotros éramos compadres …

—No me fijé bien. Había varias señoras de luto cuando lo sacaban. En ese momento llegué yo.

—Pues no derramó una lágrima, pero se ocupó de todo hasta el último momento.

La carroza —era propiamente un cadillac funerario con el furgón hinchado de coronas— avanzaba delante, tan lenta que los muchachos podían encaramarse al parachoques y viajaban agarrados a las manijas de las portezuelas. Alguna moldura del féretro se entreveía por el cristal.

—Casi me parece mentira que vaya ahí, tendido.

—Verdaderamente, sí; y nosotros aquí, como si tal. Por cierto, ¿usted conoce esto?

Desdobló una enorme billetera y extrajo con las uñas una tarjeta.

—”Club Los Pingüinos”. ¿Esto qué es?

—Se lo pregunto.

—No sé.

—Me la dio él —y el índice apuntó a la carroza.

—¿Esto?

—Permítame, voy a guardarla por si acaso. No nos hemos presentado, pero a mí puede llamarme don Tito. Yo soy don Tito para todo el mundo: los empleados, la gente; uno se acostumbra con el tiempo.

—¿Y esa tarjeta se la dio Ramiro?

—Exacto.

—Me está pareciendo que no hablamos de la misma persona.

—Pues él me dio su dirección personal (yo le insistí en esto varias veces); hoy me presento y me encuentro con un entierro. Por lo que usted me ha dicho se trata de la misma persona —y repitió, aunque en un boceto rápido, el mimo de las garras y los dientes—. Pidió presupuesto para una fiesta de sesenta personas, treinta damas y treinta caballeros, y me dio esa tarjeta que le mostré. Como usted comprenderá, una agencia seria tiene que hacer sus averiguaciones. Yo tenía que cerciorarme si ese Club… —Siguió un silencio sordo.

—¡Pobre Teresa!

—¿Usted es casado?

Le contestó un grave balanceo de cabeza.

—Yo no. Don Tito es don Tito y siempre don Tito, y como uno se conoce, gracias a Dios, es mejor evitarse problemas. Claro que cada quien hace lo que le parece, ése es mi lema, pero yo vine únicamente para decirle que no contara conmigo: la agencia no podría hacerse cargo de ese trabajo.

—¿Y qué averiguó usted acerca de ese Club?

—Ayer estuve por allí y le digo: la ubicación no es mala y eso es importante. Es una quinta vieja en El Paraíso, toda rodeada por una pared de dos metros. Tenían un candado en la reja y el timbre, por lo visto, no funcionaba. Me asomé por un agujero y lo que vi en el patio fue a una sirvienta vieja tendiendo la ropa. Ya me iba a ir, cuando llegó a la reja un carro de alquiler y se bajaron dos mujeres: una extranjera de pelo amarillo y otra que traía unos paquetes. La catira abrió el candado y entraron. ¿Usted conoce el Club?

—Pues verá que no, ni de nombre. No tengo la menor idea.

—Pasan cosas raras en esta vida. Yo venía a hablar con su amigo; claro que no en su casa, iba a llamarlo aparte como se debe; además que me interesaba hablar con él de ciertas cosas. Entonces me encuentro con esto y me digo: ¿Qué me importa acompañarlo un rato? Espero que a usted no le moleste.

—En absoluto. Esa es cosa suya.

—Yo soy muy delicado en mis asuntos, ¿sabe? Especialmente con los clientes, empleo un don de observación especial. Siempre que trato con alguien lo estudio atentamente. —Lo miró de frente y dejó salir una risita breve—. En el negocio, como le dije, estuve hablando un rato con ese señor que en paz descanse y él me dijo que era el tesorero del Club. Le digo que es raro que yo no lo hubiera oído mencionar, pero así son las cosas. Le informé que, con respecto al negocio, le respondería en 24 horas. Cuando salió… dígame, ¿no cojeaba un poquito?

—Sí, del pie izquierdo. Poca cosa.

—Pues yo me fui hasta la puerta y lo vi subir a un carro de alquiler. Había tres mujeres detrás: una pelirroja y dos morenas a los lados. La pelirroja volteó un momento y la reconocí.

—¿Quién era?

—¿Usted conoce a una peruana llamada Cecilia?… Entonces ni hablar. ¡Hay que ver qué pequeño es el mundo!

De nuevo salió a relucir la billetera.

—Tenga, por si le interesa.

—¿Qué es esto?

—El Club Panamericano. —El tipo pareció aligerarse de golpe, toda su figura adquirió una nueva vivacidad, como si hubiera recuperado su elemento natural—. Es una sociedad civil, como dice la tarjeta. La dirección está ahí. ¿Que quiere usted echar una partidita de póker, quiere invitar a una señorita, quiere divertirse? Bueno… ésta es una cosa entre hombres, usted sabe.

—Pero… qué se necesita para…

No pudo terminar; un puchero le ablandó las facciones.

—Acérquese por allá, dese una vueltica nada más. Don Tito lo va a atender, ya verá… —y le dio unas palmaditas alegres en el muslo. Él se pasaba el pañuelo por los ojos.

—Yo creí que usted tenía una agencia de festejos.

—Pues sí. Mire allá adelante. ¿Ve ese anuncio que sobresale? Don Tito’s. Licores y Festejos. Ahí estamos a su orden.

El de la derecha pudo ver por primera vez una recia dentadura orificada y un párpado gris azulado, que al bajarse en un guiño descubrió una mínima verruga.

—Vaya por allá, no le va a costar nada; tenga en cuenta que la vida es corta y que todos andamos el mismo camino.

Acababan de tomar la vía del Cementerio, una avenida estrecha plagada de ventorrillos y puestos de flores.

—Y ya que estamos aquí, déjeme darle mi sentido pésame. Yo aprovecho y me quedo de una vez en el negocio.

En ese momento, el chofer, que era un negrito desteñido de ojos vivísimos, salió de su inmovilidad y, volviendo la cara, desplegó una sonrisa brillante.

—¿Se queda, don Tito?

—Sí, gracias, muchacho; no te había reconocido. ¿Cómo te va en esto?

—Se vive, don Tito, se vive. —Habló con el acento de las islas. Su cara alargada despedía un destello de diablo feliz. Era evidente que el doliente ya no podía contener las lágrimas.

En la ventanilla izquierda asomó por última vez la cara rozagante del gordo.

—Siempre a su orden, caballero. Lo espero por allá.

Un último guiño de ojos y el cortejo siguió su camino.