Es tremendo cómo cambian las cosas cuando uno deja de ver a un amigo por mucho tiempo y, sin proponérselo, vuelve a dar con él.
Eso fue lo que me pasó con Fabricio.
Nos habíamos tratado quince o más años atrás y, sin embargo, al revés de otros personajes, borrosa o definitivamente liquidados, guardaba una imagen muy clara de su figura; es decir, no de Fabricio solo, sino de Fabricio más las paredes amarillas, la puerta de resortes, los escritorios negros, el viejo Freites con su pelota en el pescuezo colgando en un saco de arrugas, y aquella gente asustadiza, seca y mal vestida que se amontonaba a todas horas en la oficina de Registro y Sorteo Militar donde trabajamos por cerca de tres años. Este escenario ha vivido pegado a mí a la manera de ciertos olores viejos que se nos atraviesan entre las ideas y, de año en año, aprovechan cualquier resquicio para hacerse sentir. Fuera de él, Fabricio carecía de toda autenticidad física; tanto que aun en aquellos días, si por casualidad me lo encontraba fuera de la oficina, no dejaba de sorprenderme cierta doblez, un engañoso parecido con él mismo, como si el Fabricio de la oficina fuera el original y éste una de esas fotos de estudio frías y retocadas.
Fabricio era, por así decirlo, el alma de la oficina: un tipo bochinchoso y bufón que a todo le sacaba punta. Era eficiente, llenaba las boletas con letra palmer y de cada cien una usaba el borratinta; sin embargo, no perdía ocasión de fregar. El viejo Freites, que guardaba los clips en una cajita de sal de epson y usaba unos enormes pañuelos a cuadros que sacudía en el aire antes de sonarse las narices, no dejó un solo día de observarlo con una especie de paciencia sombría; esperaba que algo tremebundo cayera sobre aquel bromista y lo aniquilara para siempre; que entraran de pronto unos tipos forzudos con aspecto de policías secretos y se lo llevaran arrastrando en medio de pataleos y alaridos. En cambio los dos nos entendíamos maravillosamente, a pesar de nuestras incontables diferencias.
Siempre fui descuidado en el vestir, mientras Fabricio era un ejemplo de pulcritud bancaria. Su orgullo eran los trajes de sharquin drapeados, de bota estrechísima, y las corbatas hasta el cinturón. Era delgado, ágil y poseía cierta comicidad natural en sus rasgos: al sonreír (también podía hacerlo a capricho) la cara se le aflautaba como a Stan Laurel, de modo que provo-caba risa con cualquier bobada. Mi temperamento me inclinaba más bien al linfatismo.
Algo que jamás hubiera podido imitarle era su facilidad prodigiosa para hacerse amigos en las otras dependencias de la Jefatura, el Catastro o el Registro Civil. A la hora del café, desaparecía en aquellos territorios hostiles, donde al momento se escuchaban coros de carcajadas. En esos entreactos, no era extraño verlo salir disparado hacia el patio central, huyendo de una empleada respetable, de edad madura, que lo perseguía con una regla. A la salida, las empleadas lo despedían con frases cómplices gritadas de una acera a otra: “me debes una, Fabricio’’, “acuérdate de aquello” y cosas por el estilo.
Una noche nos emborrachamos juntos. Era viernes, nos invitamos a una cerveza y la seguimos.
En la barra del bar “El Dólar” había un tocadiscos viejo donde Fabricio puso a dar vueltas a Leo Marini y Néstor Chaires, hasta que sólo nos escuchábamos a nosotros mismos y gritábamos juntando las caras, fundidos por una amistad ardiente y gloriosamente nueva que nos abría todas las compuertas interiores y por ellas vertíamos sin medida una materia enfebrecida con sabor a lágrimas.
Antes de media noche, íbamos abrazados por unas calles solas que nos pertenecían por completo; despelucados y felices, devolvíamos a gritos los versos de Leo Marini, todos rotos y empastelados; de paso recogíamos en las mangas el almagre de las ventanas de reja. A Fabricio se le ocurrió el juego de llamar en los anteportones y escapar en carrera apenas ladraba algún perro o escuchábamos un ruido de muebles en el interior. A la esquina llegábamos jadeantes y trémulos. Seguíamos en puntillas y en la próxima cuadra repetíamos el juego.
De pronto estábamos en el zaguán de una casa vieja que olía a guardado. Una romanilla hacía de anteportón. Fabricio tocó discretamente y en ese instante voló el hilo que nos unía y nos miramos a las caras, conscientes de que ya no había nada que hacer: éramos atrozmente verídicos, igual que la luz yerta del zaguán, las paredes oscuras y todo un mundo enorme y silencioso que estaba latiendo en torno de los dos, sin remedio.
Más nos hubiera valido escapar; sin embargo, Fabricio debía hallarse tan inhábil en ese momento como si al verse ante un mecanismo desconocido, y sin imaginar lo que podría ocurrir, apretara el primer botón que tuviera a la mano. Fue así como empujó una hoja de la romanilla y ésta se abrió hacia adentro sin el menor ruido. De lo desconocido brotó un trozo de corredor amarillento, un pretil con tiestos y en el medio de todo una vieja esquelética que por cara mostraba un agujero irregular bordeado de grumos y borrones. En las manos sostenía un orinal de peltre.
—Le dijiste “perdone” y francamente no recuerdo nada más. ¿Qué hicimos después?
—No me acuerdo —me responde Fabricio.
Francamente no acabo de explicarme el motivo de esta visita. Han pasado quince años. En la cara de Fabricio aquel recuerdo de cine mudo, que nos hacía reír, ha sido suplantado por una especie de tic nervioso que, sin ser repulsivo, desconcierta. De una manera extraña ese gesto, que me recuerda a un fruto agriado por el tiempo, parece proyectarlo dentro de un marco irreal y a la vez tenso y agresivo, donde también se instalan unas butacas color vino, un piso de mosaicos, la cortina de tul y todo este escenario frágil que me ha estado agrediendo desde el comienzo. Fabricio está casado, tiene dos niños. La esposa es una muchacha agradable, sumisa, bien entradita en carnes: un tipo de madrina de club deportivo con algo de uso. Él no ha cambiado mucho su figura, aunque le asome la calvicie prematura al inclinarse para servir el whisky.
—¿Pero es posible que no te acuerdes de esa noche? —insisto—. Estuvimos bebiendo cerveza en “El Dólar” y como a las doce salimos borrachos. Tú empezaste a tocar en las puertas, tocábamos y salíamos corriendo. Después apareció aquella vieja en una casa extraña.
—No me acuerdo.
—Pero tienes que recordarte, Fabricio. Una vieja horrorosa. Lo que nunca supe fue qué hicimos después; si seguimos bebiendo o no sé. Desperté de madrugada en mi cama, y de la vieja en adelante, nada.
—Te aseguro que no me acuerdo de eso, palabra. Bebimos juntos varias veces, pero de eso, nada.
Con esto, la visita parece extinguirse del todo. Hemos agotado en una hora el capítulo de los recuerdos de oficina y no vemos otro que empezar.
Así transcurre todo un whisky en silencio. Ahora Fabricio se ha puesto a mirarme de frente; de pronto inclina el torso y cruza los brazos sobre las rodillas.
—¿Sabes que Rosaura se suicidó?
—¿Cómo?
—Que se mató. ¿No lo sabes?
Yo sé a quién se refiere, ¡maldita sea! Un hormigueo furioso corre por mi cabeza.
—De seguro que no sabes nada —sigue con un dejo de calma insultante—. Tú dejaste el trabajo un mes antes. Ella se suicidó porque estaba en estado.
No sé cómo se me ocurre sonreír ahora; no quise hacerlo, pero hace un momento que todo lo de arriba se me ha desprendido y anda por su cuenta.
—Ella era una muchacha buena, ¿sabes?, hija única; trabajaba allí, en el Catastro, por necesidad. ¿Sabes una cosa? Si te hubiera encontrado en esos días, en serio, te hubiera caído a patadas.
Bebo un sorbo y permanezco rígido.
—Beatriz —habla de su mujer— y ella eran buenas amigas. La pobre se encerró en su cuarto cuando la familia salió para el cine; se tomó un frasco de ácido muriático, y a las dos horas la encontraron medio muerta, mordiendo la almohada. Murió en el camino al hospital. ¿Qué te parece?
Un golpe de brisa me alcanza; no sé qué de hojas secas, de tierra mojada; la abrazo en el árbol con una ternura aplastante, imposible, que me llena de ojos y cabellos y palabras cortadas. Una grieta se abre, se dilata y sé que no podría decir una palabra.
—No sé si te interese saber cómo nos enteramos —estamos tan lejos el uno del otro como si una distancia de años vacíos nos separara; Fabricio concentra la mirada en su mano derecha, distraído en un juego de uñas—. Bueno, tú fuiste un poco descarado, sobre todo tratándose de una muchacha decente; y, además, la casualidad: las citas en la plaza, por ejemplo. Freites vivía en frente. ¿Nunca lo viste sentado en su silla de extensión frente a su casa? Lo hizo hasta su muerte. Además, Beatriz trabajaba entonces en el Registro. Éramos la misma gente. Después que desapareciste, se presentó en la oficina la mamá de Rosaura. Fue un drama, como comprenderás.
Fabricio ha soltado una risa fingida, al tiempo que se inclina para poner hielo en los vasos.
—El tiempo lo cura todo, ¿no crees?
Un momento después se levanta y sale de la sala. Regresa con el menor de los niños en brazos.
—Lo lamento, viejo —acabo de abandonar la butaca; siento un peso idiota en mi cabeza—. Me olvidé que tenía que acompañar a Beatriz a una comida. Otra vez nos vemos, ¿sí?