Cuando fue a abrir la puerta del cuarto de baño, se dio cuenta —por cierto con escasa sorpresa— de que su mano derecha había quedado pegada al picaporte, cada dedo soldado al pomo de metal. Una corriente fría le subió por la espina y se deshizo fácilmente en su cerebro. En el mismo momento, creyó sonreír interiormente (dejando actuar a esa segunda imagen nuestra, seguramente incorpórea, encargada de realizar ciertos gestos que nunca se proyectan al exterior, aunque en su territorio secreto posean un íntimo poder de convicción) y lo hizo de una manera evasiva y piadosa, como si se disculpara a sí mismo de haber cometido una torpeza involuntaria.
—Ya me pasó, ¡caray! He debido estar prevenido.
Confusamente había estado esperando, quién sabe desde cuándo, que un incidente de esta u otra naturaleza se iba a presentar en cualquier ocasión, aunque el momento preciso del hecho y mucho menos la circunstancia actual de la puerta, jamás hubieran entrado en sus cálculos. En realidad, nunca se había detenido a imaginar la clase o las características del accidente que habría de venir. Ahora que se trataba de un hecho cumplido, sería cosa de esperar y tomarlo con calma.
Una risita escurridiza y cómica de taimada inocencia, que daba la imagen común del pobre diablo pillado infraganti por un agente de tráfico, se le vino a los labios sin querer. ¿Qué hacer ahora? Olvidar el asunto, hacerse simplemente el desentendido y, por ejemplo, quedarse de lo más tranquilo mirando al techo, silbando distraído… y ¡zas!, zafarse por sorpresa a la primera ocasión propicia, era dejarse seducir tontamente por una treta ineficaz.
Probó a liberarse por sus propias fuerzas, pero sólo para comprobar que toda su energía muscular se detenía en los huesos de la muñeca y que la mano continuaba endurecida y seca, pegada al picaporte como una herramienta trabada.
—Lucila —llamó.
En el sofá del estar, sentada sobre las rodillas, con su bata de cuadros azules, sus pantuflas de felpa, el pelo sembrado de rizadores y una capa de crema Nivea en las mejillas, la mujer escuchó la llamada, hecha en el tono inconfundible de quien está en apuros y adelgaza deliberadamente la voz para no crear alarma.
Dejó a un lado la revista que estaba leyendo, y fue a atender.
—Mira —dijo él, mostrando con los labios la mano trabada.
—Ya está; tenía que sucederte a ti, a ti precisamente, ¡hoy, precisamente!
Él se encogió de hombros, sonrió con dulce timidez.
—Eres una calamidad, Lorenzo.
Lucila probó a separar los dedos valiéndose de todos los suyos, y no tardó en convencerse de su impotencia. Resignada, dejó caer los brazos y expelió bruscamente el aire.
—Puuuuuf.
—¿Qué hacemos ahora?
Lorenzo no se atrevía a decir palabra. Con cierto disimulo, bajó oblicuamente la mirada en un gesto expresivo que quería decir: “hazlo, entonces; ¿qué remedio nos queda?”
Y la mujer se le puso detrás, resueltamente lo enlazó con ambos brazos por el vientre, hizo a un lado las pantuflas y afirmándose sobre los talones, se fue de espaldas, tirando del marido con todas sus fuerzas. Lorenzo, a su vez, contribuyó agregando el peso de su cuerpo y halando de la muñeca con su mano libre.
La lucha enconada continuó en silencio por algunos momentos y de cuando en cuando, la mujer dejaba escapar un bufido. No pasó mucho tiempo sin que apareciera Luciano, el hijo mayor, que volvía del liceo. Dejó en un sofá su carpeta, y al observar lo que pasaba se agregó a la cadena, enlazando debidamente a la madre. María Lorenza y Juancito, los menores, entraron minutos después, pidiendo a gritos su comida, y ellos también, de mayor a menor, pasaron a agrandar la fila.
Todo iba bien, aunque sin resultado aparente, cuando Juancito, el más pequeño, tuvo la ocurrencia de hacerle cosquillas a su hermana. María Lorenza soltó en el acto la risa y, a su vez, cosquilleó a Luciano, quien alborotó a la madre y ésta a su marido. En un momento, la cadena se vio estremecida por la más alocada agitación. Las cabezas se sacudían sin freno, los cuerpos se contorsionaban puestos en temblor todos los músculos y sólo los pies continuaban afirmados al piso. Los gritos, las carcajadas se volvieron frenéticos. La actividad de los cuarenta dedos, que sin soltar su presa arañaban a un tiempo, recrudecía a cada momento. Voces ahogadas, sin aliento ya, chillaban, suplicaban: “por ahí no, más arriba, cuidado, basta por Dios”… y de repente sucedió el derrumbe: la mano de Lorenzo resbaló en el pomo y uno tras otro los cuerpos fueron a dar al piso en medio de un grito general.
Lorenzo fue el primero en levantarse; contempló a su familia regada en el piso y tosió por dos veces a modo de discreta advertencia.
Apenas el orden quedó restablecido, Lucila siguió a su marido hasta el cuarto de baño, cerró la puerta y en voz baja lo recriminó:
—Debes tener más carácter con tus hijos, Lorenzo; siempre he dicho que eres demasiado débil en tu casa.
Al quedarse solo, el marido se miró al espejo, hizo una pequeña mueca amistosa y pensó con nostalgia que a estas alturas había perdido sin saberlo, quién sabe cómo o dónde, una gran parte de su vida.