Zona oscura de la liberación femenina


En Venezuela la muerte del General Gómez no habrá de ser importante solo para la jerarquización de una primera emoción democrática, que poco tiempo después habría de dar paso a las organizaciones políticas y sindicales: a un país menos melancólico, mucho más libre y moderno. Empezará, también, el período auroral para que la mujer venezolana comience a tener destino propio, domicilio en el mundo. Algunas muchachas de audaz ilusión ensayan a ser noveles reporteras en el diarismo nacional u organizan una editorial femenina, nada desdeñable, la de la Agrupación Cultural Femenina, donde aparecen, pongamos por caso, los primeros libros de Enriqueta Arvelo y de Ida Gramcko. Es el iluminado momento en que la mujer no habrá de conformarse con ser casta maestra de escuela que recomienda la revista infantil argentina Billiken a sus alumnas o asustadiza secretaria de falda larga, oscura y destino, igualmente, oscuro pero breve: de breves alcances. Ciertas jóvenes damas culminan en la Central, liberales carreras como las de Medicina o Abogacía y una de las primeras en graduarse de ingeniera en la prensa es saludada con el fervor con el que, aún hoy en día, se saluda a alguna valiente muchacha rusa que cambia el doméstico espejo por el más vasto de los espacios. Y ya en la cronológica tibieza de los años 40 nos encontraremos con que la profesora de secundaria empieza a ser personaje vigoroso dentro de la educación media y a partir de la década del 60, de la enseñanza universitaria.

Esas pioneras del posgomecimo y de la década del 40, serán saludadas con cortés regocijo por parte de sus compañeros masculinos. La Venezuela que no ha conocido las libertades públicas por cerca de 30 años, es un país inocentemente optimista e ilusionado. El hombre que viene de la oscuridad es comprensivo y discretamente generoso con una mujer, que también, viene de la oscuridad. Además las muchachas que concurren a trabajar en periódicos o liceos, las que están a la búsqueda de un título en la universidad, las que se atreven a encarar la vida a través de un trabajo estimulante, son pocas. Son excepciones, agudas u osadas, cuyos modelos femeninos han sido la vida de Madame Curie, relatada por su hija Eva o las memorias de Isadora Duncan. Madame Curie o Isadora Duncan, mientras transcurren los años 40, son magníficos diseños para la mujer venezolana que no quiere aprisionar su trémulo corazón en una poco imaginativa cacerola culinaria. A través de esos modelos, la liberación femenina se presenta como una aventura serena o fascinante donde la mujer siempre es protagonista victoriosa. Madame Curie se encierra en la desguarnecida celda de un laboratorio hasta culminar en el premio Nobel, al tiempo que su vida está nutrida por la dulzura familiar y un interlocutor marital de su misma densa calidad. La Duncan envía su bello cuerpo a la pista renovadora de una danza franca y cuando lo lanza al mar ruidoso de muchos amores, ella sigue siendo protagonista de ese cuerpo. Sus amantes son hombres que la admiran y que le adornan la vida de arte y de belleza.

En la época en que la mujer venezolana se familiariza con la biografía de Madame Curie o con las memorias de la inquieta bailarina Duncan, comienza una lucha –algo asordinada pero bastante colectiva, tenaz– para la consecución del voto femenino. El primer gobierno de Acción Democrática, aparentemente, se presenta como gran amigo de la mujer cuando le concede el voto. Y en la Constituyente del 46, la mujer se presenta en número más denso de lo que va a obtener a partir de los congresos que habrán de iniciarse dentro de la nueva etapa democrática de 1958. Pero toda esa primera generosidad igualitaria es señal del país joven, ansioso de sacudirse el feroz candado del gomecismo antes que sólida, sabia, reflexiva camaradería masculina de mirar un holgado destino para la mujer. Luego veremos que esa pretendida amplitud del hombre, pedantemente, se extiende hacia un país en abstracto y no hacia mujeres en concreto.

Por otra parte, son años en que aún hay mucha inhibición en el corazón de la mujer venezolana. Ella –borroso espejo del hombre– se plantea un problema público –la tajante falta de participación política– que el país había venido arrastrando. Pero esa dama pareció (¿temió?) ignorar su drama próximo: la soledad, la humillación del sexo femenino dentro del dormitorio venezolano. Para ella una liberación femenina en la que el cuerpo formase parte de la nueva, rebelde acción debió ser vista como una épica vaginal, lejana, lujosa, distante. Tal como lo vivenció posando unos sorprendidos ojos en las páginas de la Duncan.

Para la mujer venezolana de esos años mayoritariamente, la liberación femenina fue una versión hollywoodense, ingenua carátula mentirosa. En el cine de la época una actriz triunfaba en Broadway porque de su cuerpo había desalojado matrimonio o amores, y rubias reporteras manejaban, muy astutamente, las noticias dentro de sus maquinillas de escribir: más nunca llegamos a saber la manera como manejaban el cuerpo. Era esa la tan visible moraleja de Hollywood: la mujer podía triunfar en las profesiones –el teatro, el periodismo– con tal de que su cuerpo permaneciera en la neblina.

Creció el número de profesionales mujeres a lo largo de la década del 50, pero la moral hollywoodense siguió imperando. El cuerpo estaba atrás, mucho más atrás que la iniciativa de las muchachas para afrontar una carrera o un trabajo. Para las jóvenes mujeres la virginidad, en los años 50, fue una viva mortificación tal como lo deja entrever Cabrujas en su telenovela Natalia. Pero en épocas de represión política, el sexo es otra represión más. ¿Acaso no hemos visto que a la muerte de Franco, España –prácticamente, prácticamente– saltó en cueros al mundo? En las revistas hispanas cada cuerpo suntuoso de mujer desnuda, por mucho tiempo, solo ha querido decir esta alegría de la política: ¡Franco ha muerto!

A finales de los años 60 la rebelión universitaria en el mundo también trajo una más aparente rebelión ginecológica. En los pasillos, en los sanitarios universitarios, en las tapias de las urbanizaciones de los ricos, comenzamos a acostumbrarnos con este incisivo letrero: “La virginidad da cáncer”. En el escenario de los pequeños teatros de avanzada, cada vez más, la desnudez –masculina, femenina– llegó a transformarse en lugar común teatral, en crucigrama de monotonías. En consultorios de prestigio, abundaron los médicos que expresaron su convicción a favor de un sexo más libre para la mujer, menos atado a la rígida geometría moral de las religiones. La liberación femenina se vio acompañada de un pariente dudoso, muy artificial pero hasta cierto punto solidario: un homosexual más desenfadado, menos hipócrita que al igual que los artistas tomó como patria para su corazón, el suburbio de Sabana Grande.

Hasta entonces, en Venezuela, al menos desde el punto de vista de una arrojada confesión vital, la literatura femenina había sido muy eufemística. La mujer se arropaba en educados hermetismos verbales. Para eludir la extroversión erótica más de una escritora se estacionó en un inocente recuerdo de infancia. A principios de la década del 70, algunas nuevas narradoras se atreven a colocar el cuerpo de la mujer, el a veces doloroso pero siempre bello relampagueo de los sexos, dentro de la cuartilla que narra. Ángela Zago y Antonieta Madrid, cada una a su manera, escribe su crónica de la guerrilla de los años 60. Pero por momentos se trata de una crónica de amor o de sexo. En sus libros hay una nueva y más sincera (biológica) apertura para calibrar el camino andado por la mujer venezolana. Esa nueva y estallante estación femenina tiene un triunfo idiomático muy alto en un libro de Mariela Álvarez, donde hace inventario del cuerpo de la mujer con tormentosa ironía.

Pero todo esto, por momentos, semeja ser solo bella elucubración femenina, osado adorno para ciertas mujeres más afortunadas. Porque el proceso de un espacio sexual de mayor tolerancia, respeto y hasta felicidad para la mujer venezolana ha sido bastante irregular. Una compatriota, periodista de éxito en la televisión, afirma que todas las mujeres liberadas que ella conoce son profundamente infelices. Acaso, en buena parte, la asiste la razón. Hace casi medio siglo, en el país, el hombre fue benévolo compañero hacia la mujer que se asomaba al mundo innovador de las profesiones porque, en todo caso, se trataba de pioneras. La competencia franca, real, no existía. Permitir que una mujer se expresara a través de la prensa era solo metafísica continuación del gesto cortés de abrirle la puerta del carro. Además, casi todas esas pioneras eran estrellas, personas de mucho talento para lo que se proponían y socialmente sin problemas: hijas de las familias decentes, conocidas. Por otra parte, sexualmente solo ofrecían beligerancia en audaces, muy contados casos. Por lo demás, eran valijas cerradas. La mujer venezolana pionera, siguiendo muy cerca la rígida moral hollywoodense señalada para las profesionales victoriosas, se colocó en un cielo intelectual y solo se acordó del cuerpo en caso de matrimonio.

Una heroína de un cuento de Dinorah Ramos, celebrada escritora venezolana de la década del 40, que ha sido valiente heroína al lado de sus hermanos varones en la lucha contra el gomecismo, ya con una incipiente democracia en el país, tardíamente se acuerda del sexo y del amor y, de ese modo, se agencia un amante para su destino. El reproche social es la respuesta. 40 años después las cosas no han cambiado del todo. Hoy hay una mujer más libre, pero no siempre más feliz. En la actualidad, una gran mayoría trabaja. Parece la mujer haber perdido para siempre la inocencia de su aparente paraíso doméstico. El hombre, en el trajín de los empleos, ya no la mira con protectora cortesía. Ella en el mundo del trabajo ha dejado de ser sorpresa y, también, protagonista. Ya son muchas las que lo hacen. Incluso en muy distintas profesiones son las mujeres las que abundan, pero casi siempre los hombres las personalidades señeras. Además, por peculiaridades propias de nuestra sociedad, a su triunfo intelectual el hombre agrega los sexuales éxitos del machismo. Porque hay una viva –heridora– contradicción en la sociedad venezolana. La moral pública, mayoritariamente, tiene una aspiración democrática. Pero en el hombre, en su moral privada, pervive una conducta inexorablemente gomecista. Para muchos hombres de nuestro país, el amor es una aspiración meramente numérica, transitoria (pero siempre triunfante) de obtención de mujeres. El machismo es una victoria privada del hombre venezolano: la gomecista afirmación de un cuerpo egolátrico. En gran parte el Derecho de Familia que nos rigió hasta hace poco fue la crónica exacta de esa cegadora actitud vital.

Al contrario, una mujer profesional o intelectual no solo está asediada por los dispersos fantasmas de la domesticidad obligante. ¿Todavía no es el detergente su destino inmediato, cotidiano, abrumador? La vigencia audaz, necesaria de la pastilla anticonceptiva rompió el lineal argumento de las novelas rosa. Una mujer en su radiante madurez, si está libre, puede disponer de su sexo con fluida responsabilidad: cuenta a su favor con la pastilla. Pero un hombre –que no sale aún de la cruel alcoba que para las mujeres diseñó el General Gómez– puede deparar oscuras sorpresas. En más de una ocasión para el macho venezolano, ese sexo femenino liberado es como el episódico paseo en un autobús. Al contrario en mujeres cuyas vidas y las de sus madres no hace tanto estuvieron enmarcadas detrás de una reja casera –aunque una pastilla liberadora las haya abierto al mundo, las haya hecho renunciar sin tanto histórico pánico a la virginidad–, el sexo que ofrecen es su alma. El pubis es su nocturna, aterciopelada alma. Hay desencuentros: en nuestro país la libertad que otorga la pastilla es relativa. El macho sigue siendo el amo de un horario sexual que, muchas veces, es efímero, circunstancial, tiránico, oscilante. Desde ese punto de vista, el reino del amor y del sexo pueden ser los de la más absoluta, ruinosa soledad. Una zona oscura, dolorosa dentro de la liberación femenina, en ocasiones, deja a la mujer sin enternecedor destino.

Diciembre, 1982