La literatura: ¿tiene sexo?


¿Existe o no, una literatura femenina? En los años 40 era esa una pregunta que –en Venezuela– llenaba de indignación a reporteras literarias y a poetisas. Era un tiempo de nueva democracia, de lucha por los derechos de la mujer y, a veces –¿quién sabe?– ambiente de confusión regocijante. “La literatura no tiene sexo” clamaban las poetisas que para declamar el pequeño y cerrado universo de sus sonetos, en alguna polvosa plaza municipal, se colocaron sedoso y empinado sombrerito sobre las no menos sedosas cabezas. Aunque –en todo momento– enérgicas proclamaban, que eran ellas poetas. Lo de poetisas, con desdén olímpico, lo consideraron como personal insulto. La voz particular –entre valiente y extravagante– de esas mujeres venezolanas de hace 40 años, acaso todavía vive en mí. Porque lo confieso abiertamente: me gusta, le tengo sólida confianza a la palabra inglesa writer que con amplitud, sin mezquindades, evita una selección que, en ocasiones, coloca a escritoras admirables antes que en un respetable contexto de literatura femenina en otro –muy cautivo– que, posiblemente, es decididamente ginecológico.

Aun así, más que de la seguridad de una literatura femenina, tengo la certidumbre de una preliteratura femenina de diarios, de epistolarios, de libros autobiográficos. La mujer durante años (¿o siglos?) ha escrito una prosa fragmentaria, donde la espontaneidad de una íntima efusión predominó sobre los artificios del argumento. Por lo que pienso que más que una literatura femenina, hay libros-mujer, como dijo alguna vez Arturo Uslar Pietri. O como señala la profesora –creo que norteamericana– Patricia M. Spacks, lo que existe es “la imaginación femenina”. Y me parece que eso de la literatura femenina, no ha dejado de ser histórico eufemismo, que es mucho lo que perturba para una expresión más libre, riesgosa y sincera por parte de la mujer. Cierto: gracias a expresión tan cándida y a la vez tan peligrosa como la de literatura femenina, un cuento de Carol Joyce Oates aparece entre beneficiosas recetas de cocina en Ladies Home Journal. De esa manera, la literatura de las escritoras –que siempre ha estado en postergado término– tiene una vía de difusión. ¡Hasta de popularidad! Pero habrá siempre el peligro de que a la más alta prosa femenina la embadurne el cálido olor de las cocinas. Por lo que más sensato me parece hablar antes que de femenina literatura, de libros femeninos o de libros escritos por mujeres. Creo que en éstos, sigue dominando el diario fragmentario, la vasta epístola de una preliteratura femenina. En los textos femeninos más que la sólida astucia de un argumento, viven las complejas rugosidades del matiz, de la ironía. Una demorada introspección que es como un bordado laborioso y no una épica fulgurante, prolija. Si hay épica en los libros de mujeres –dominio exterior– casi siempre es de un hosco, sombrío, receloso carácter, como en Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. El argumento, más bien, es instrumental masculino: extrema esquina del mundo. Anaïs Nin, Victoria Ocampo –seguras de su cultura, de una muy rica experiencia de vida– en sus extensos tomos, vuelven a la desnudez del diario, a la tan femenina frescura de la memoria y los testimonios.

Y si se han escrito esos femeninos libros es porque la mujer confinada por años (¿por siglos?) a su dormitorio conyugal, a los comedores de familia más que observar al mundo, lo ha espiado. Pero de ese chismoso espionaje –donde el detalle, los matices tienen jerarquía de brillante acción– surgen, a veces, las más inteligentes crónicas femeninas, textos de cotidianidad luminosa. Clarice Lispector escribe cuentos de aparente domesticidad. Pero en esos relatos donde se describe el cumpleaños de una abuela, la cena de un caballero o el sábado de un joven matrimonio, hay una reflexión rotunda acerca de la vejez, la soledad, la muerte. Clarice Lispector nos señala que la cotidianidad –inocente–, femenina no está separada de las zonas más dolorosas de la vida. Lo abrumador no siempre es lo más solemne.

Aun así no creo que ¿una llamada literatura femenina? sea una virtud, un don, una propiedad exclusiva de las escritoras. El matiz, la rugosidad espléndida del libro femenino, bien pueden ser compartidos por los hombres. Están siendo compartidos. Manuel Puig en Boquitas pintadas, acaso ha escrito una de las más graciosas novelas femeninas de los últimos años. Un anacronismo sentimental, un folletín que, todavía, viven muchas mujeres latinoamericanas de clase media: el pabilo de sus vidas, a las nueve de la noche, ilumina la pantalla del televisor.

No es fácil en nuestros países –o en cualquier país– escribir una literatura ¿de verdad, femenina?, donde se ponga de manifiesto una conmovedora verdad humana, a la vez que artística. En muchas mujeres hay miedo a escribir porque, aún, hay miedo a vivir. Narradoras que han escrito hermosos testimonios en torno a su infancia, callan la adultez –la afligida adultez– escribiendo una calculada poesía hermética o una falsa literatura a la moda. Hay mujeres que han escrito una literatura de queja conyugal. Una queja que, casi siempre, recuerda a esa otra limitadísima que, muchas veces, tenemos frente al fregadero. No creo que debamos disculparnos por esos mujeriles lamentos: Una queja particular –¿anecdótica?– si es auténtica, puede llevar a una vasta crítica del mundo.

Junio, 1981