Podría hablar de la rubia desenfadada, sentada en el alto taburete de un bar de Los Ángeles. Besada, abofeteada o perseguida por el detective privado que se zambulle en la laguna del sangriento crimen, como un nadador de la noche. Muchacha blonda que entra al sinuoso crepúsculo del bar, solo para oír la suavísima música de jazz. Por demasiado tiempo compartió el ruido devastador de los revólveres. Rubia con experiencia porque, precozmente, fue la amante de un gangster y en medio de la acción, ha intimado con una metafísica del mal.
Podría hablar de una blonda distinta, al otro lado del mostrador, casada con el griego doméstico. Mujer que por algunos años vivió entre grasas seguridades, hasta que encuentra al hombre de sus noches osadas. Una rubia: casi la misma que en un palacio de California, aburridamente, habita al lado de un viejo millonario. Mujeres a las que el permitido disfraz del tinte les llega hasta el alma: ambas al encontrar el amor, en gemelo destino, se convierten en torvas, erróneas intelectuales del crimen. Más que el erotismo, un extremo hecho delictuoso terminará por demorarlas.
Para nosotros –pueblerino país hasta que la riqueza petrolera fue como el primer arquitecto de una posibilidad urbana para Venezuela–, esas mujeres (¡todas esas rubias!), por mucho tiempo, resultaron figuras lejanas. Bien remotas. El crimen no era nuestro argumento.
Acaso no se hace necesaria la opinión de un avezado criminólogo para casi determinar que en un país donde abundan las rubias, igualmente, es frecuente la oscura desenvoltura del delito. Venezuela dejó de ser la insólita, tranquila república del posgomecismo. Hoy, las peluquerías de lujosa agua oxigenada nos abren las más ignominiosas perspectivas. Reflejos dorados colman al país, en la cabeza de muy acentuadas mulatas. El corazón de estas mujeres es duro, muy duro. Solo las rubias (fingidas) testas, a veces, están a punto de derretirse como un sabroso helado de mantecado. Señal de que el crimen puede estar muy cerca.
Antes no fue así. En los diarios, la crónica roja, apenas, era un tímido, sonrosado rasguño. No ese tajo tremendo, no esa vasta herida que, ahora, divide y atemoriza en un solo destino a todas las sangres del país. La crónica roja, acaso, era la subalterna sección borrosa (¡nada enigmática!) de un transeúnte algo chismoso. En los años 40 cuando tuvo lugar el célebre asesinato del estudiante Vallée Mediavilla, del posible asesino se hablaba en casero susurro, como del fantasma que –nocturnamente– ofende la soledad de un viejo corralón.
Éramos una sociedad de comadres. Las femeninas, ociosas lenguas, prefiguraban el mal. Lo exageraban. En la actualidad, quizá, añoramos un poco a esas comadres de malignidad candorosa. El detective privado las ha suplantado. El detective que no antecede al mal, sino que lo verifica. Lo mide, lo calcula porque el crimen es ya cotidiana existencia. El chisme: red maliciosa, entretenida en medio de la sociedad provinciana. Sin grandes delitos. El enigma: callado chisme. Mortal introspección del crimen. Venezuela, en menos de medio siglo, ha pasado de las murmuraciones –de una insidiosa adjetivación femenina– a un vasto enigma ciudadano de crímenes. Antes, todos querían hablar. El chisme, en ocasiones, es diálogo ansioso. Al contrario: hoy muchos quisieran callar la cuidadosa, paciente estructura del crimen (¡oh ambición inescrupulosa!), que el delirante dinero –proveniente del petróleo– ha establecido en el país. ¿La más alucinante novela fantástica, no la escriben desde sus despachos nuestros últimos y sucesivos Ministros de Hacienda, abrumados por las divisas que se derivan del oro negro?
A finales de la década del 40, la sociedad venezolana se inauguró con su primera rubia del crimen: como robada de una trama de Raymond Chandler. La guapa muchacha, de unos 21 años, alta, airosa, de piel ligeramente morena pero con el pelo provocadoramente rubio –como lo ha usado después Doris Wells– y con ladeada boina semejante a la de Michele Morgan para El muelle de las brumas, en las primeras horas de una mañana que habría de ser fatídica –¿no es así de dramática y sombría la jerga de la crónica roja?– da unos cuantos tiros al novio –elegante joven español– y lo mata.
El crimen era pasional. Las mujeres en el cine –a veces en la vida– se colocan boinas un tanto misteriosas –de oblicua simetría– para ensayar una posible vocación de matizada incertidumbre: de maldad. Pero la muchacha venezolana había matado de la misma forma en que amó: abiertamente. En nerviosa, apasionada apertura. Éramos, todavía, una sociedad de confiada intemperie.
La crónica roja que hubo de relatar el crimen de la joven rubia, en cierto modo, no es mucho lo que se diferenció de la erótica domesticidad de una novela rosa. Una novela rosa que al final se había desarreglado un tanto. Pero es que, a veces: ¿no es la crónica roja como una novela rosa? Ambas suelen contar una fabulosa historia de amor. Optimista, la de la novela rosa. Pesimista, la de la crónica roja.
La historia de amor de la rubia muchacha venezolana fue pesimista. Al matar al novio que la deshonró –en estos términos se ha hablado durante masculinos siglos: la virginidad femenina era cofre sellado que solo la respetable llave del matrimonio podía abrir– y le habría prometido amor eterno (léase: amor legal) en parte, ella se estaba matando a sí misma.
Toda sociedad donde las rubias emerjan, mueve nefastos hilos de catástrofe. Patrióticas, Loretta Young, Barbara Stanwyck y Rita Hayworth, en cierto momento tuvieron que sacrificar el original esplendor de sus respectivas melenas y teñirse el pelo de rubio para que pudieran entenderse, a calidad, ciertas turbulencias de la sociedad norteamericana. El rubio pelo –cocinado en las malévolas peluquerías femeninas–, en el fondo es una firme advertencia del tiempo crepuscular o conflictivo, por el que atraviesa un país. Una simulación de rubias responde, casi siempre, a una más vasta, cruel falsificación. Si ahora, desde la televisión local, tanta necesidad tenemos de un ordenado, luminoso rubio en la cabeza de la muy simpática artista Doris Wells, es porque acaso Venezuela en este momento carece de mayores certezas. De otras claridades, más hondas, verdaderas y primordiales.
Quizá no es casual que en la melancólica sociedad de la depresión norteamericana haya surgido la inventada rubia Jean Harlow. O que en la tétrica década del 50 (la cineasta alemana Margarita von Trotta llama esos años “La edad de plomo”, recordando unos versos de Hölderlin), apareciera Marilyn Monroe como una lujosa, dorada confección. El peronismo tuvo su rubio azar en Eva Duarte. Juana Sujo fue la frustrada blonda del perezjimenismo. Hacia 1949 se presentaba en Caracas con muy orondos, pajizos rulos. Pero como era ella mujer digna alrededor de 1952 desistió de un baile fogoso en su pelo, oscureciéndolo con pinceladas castañas del otoño.
Las mujeres rubias preceden al crimen, conviven con el mismo. Son su flexible melodía. ¿No es, en parte lo que Raymond Chandler nos quiso decir cuando narró la muerte y los asesinatos en Norteamérica, a través de una movida psicología de rubias exuberantes?
Raymond Chandler, ese gran cronista de Los Ángeles, que bien podría ser el cronista de nuestra ciudad. El turbio cinismo urbano de la Caracas de 1981, no es mucho lo que parece diferir de Los Ángeles del 50 descrito por Chandler. Acaso, hoy, podemos entender más nuestra implacable ciudad leyendo su novela El largo adiós, antes que los periódicos del día.
Diciembre, 1981