
Ilustración en collage
Él calla, siendo que es portador de una carta que amenaza
Jaques Lacan
las bases del pacto. Es portador de la amenaza de un
desorden profundo, desconocido, reprimido, y él calla (…)
¿Qué recuerdo de la lectura de Una excursión a los indios ranqueles? Sé que es el primer texto que en la literatura argentina del siglo XIX osó incluir las voces de los indios, que es un texto de límites, de representación del mundo, de expansión territorial y lingüística: un viaje a la frontera interna de un militar-dandy que se interna en territorio bárbaro con capa roja y guantes de gamuza, deleitándose con las descripciones gastronómicas mientras el ojo del militar va dando cuenta de espacios, bienes, riesgos, mapas. Soldado y turista, el narrador hace un viaje hacia el pasado −arma tarjetas postales de costumbres primitivas, de un mundo en vías de extinción− y hacia el futuro puesto que sus descripciones y su croquis final expanden las fronteras de la ciudad blanca.
Fuera de estos recuerdos vagamente impresionistas y, en todo caso, personales, Una excursión a los indios ranqueles se ha convertido en el texto canónico por excelencia del relato de viaje a la frontera y del encuentro con los indios argentinos. Su estatuto de canon es equivalente al de monumento, en el sentido de sitio de la memoria colectiva, como lo define Pierre Nora: espacio reproductor de una narrativa de la identidad nacional. Pese a la “marginalidad coqueta” (más bien la rebeldía como pose) autodecretada por Mansilla en su época −fungir a menudo de político de la oposición, hacer desplantes públicos, llevar ropas extravagantes, jugar al desobediente más bien pour épater la bourgois en un gesto muy del dandy que fue−, Lucio Víctor Mansilla estaba en la perfecta posición del constructor de monumentos colectivos, posición que −en tanto autor narrador− no permite nunca olvidar a sus lectores. El “yo” que construye en Una excursión a los indios ranqueles no es el de un circunstancial narrador que solo busca legitimar la voz del testigo de los hechos; por el contrario, es la voz bisagra de dos épocas, de dos mundos, de dos sistemas de gobierno, de la ciudad y el campo, de Europa y Tierra Adentro, de la civilización y la barbarie. Sobrino de Juan Manuel de Rosas, cosmopolita incurable, autoelegido mediador entre los indios y los blancos de la ciudad, escritor y militar de una cultura y un sentido del humor irresistibles, Mansilla es el modelo de la generación del 80 que consolidará el Estado Nacional. Y, quizás lo más importante, el “yo” textual de Una excursión a los indios ranqueles es el verdadero monumento de la Argentina que entra en la modernidad.
Recuerdo de Una excursión a los indios ranqueles el “Santiago amigo” a quien el narrador/autor Lucio V. Mansilla dirige los elatos de su viaje a territorio ranquel, cuando no se los dirige al público, ese “monstruo de mil cabezas”. Recuerdo muy claramente el episodio del indio Linconao con su cuerpo enfermo de viruela y Mansilla, superando su propio asco, cargándolo en sus brazos para llevarlo a curar y, a la vez, para no dejar de representar el papel de “padrino” ante los demás indios. Recuerdo los rituales de los encuentros con los indios (el primero que aparece es una suerte de indio acróbata sobre su caballo; luego son imborrables los episodios de cientos de abrazos, la fiesta y la bebida). Recuerdo, por supuesto, las historias entrelazadas de gauchos huyendo de la justicia y de amores desgraciados (especialmente la de Miguelito y la del cabo Gómez) que, para mí, se resumen en la imagen de “historias del fogón”. Recuerdo que hay negociaciones lúdicas con jefes indios de nombres cristianos y que el único personaje importante con nombre indígena −Empur− es un borracho que inspira desconfianza y miedo. También están el negro acordeonista −una suerte de demonio desagradable y lleno de mocos−, Mansilla soñándose emperador de los ranqueles, la vaga imagen de los sacerdotes que lo acompañan, la hija de un cacique vestida para su bautismo con las ropas robadas de una Virgen de iglesia. También recuerdo una frase que se repite a lo largo del texto: “Vivan los indios argentinos”, y que el relato termina con un croquis de la zona.
Ya se ha dicho en este libro: lo que se elige para representar en la cultura y en el recuerdo revela la identidad de los individuos, de los grupos sociales y de las naciones. Los imaginarios son narrativas construidas por secuencias de acciones que incluyen y excluyen, con comienzo, medio y final, con protagonistas que actúan y otros que recuperan, rehacen, repiten esas narrativas a través de relatos y artículos en los periódicos. Una excursión a los indios ranqueles es −además del relato de la excursión de 18 días a territorio ranquel a través de 64 cartas escritas al regreso del autor y publicadas por entregas en el periódico− un texto emblemático de la identidad, de la poética de la memoria colectiva. Las cartas son acogidas con tal éxito, que aparecen ese mismo año de 1870 en formato de libro con cuatro cartas más y un epílogo; en 1875 recibe un premio del Congreso Geográfico de París y pasa a ser considerado “libro de lectura para niños o adolescentes” y, lo que más interesa en este trabajo, “paradigma del relato sobre los indios”. El macro-relato del texto va más allá del encuentro con los indios, construyendo a la vez el monumento de Argentina como el lugar de la cultura occidental, europeizada, con ánimo de progreso, propiedad y buen vivir, tal vez dispuesta a negociar, más o menos tolerante y paternalista hacia los exóticos habitantes de la frontera interna que de todos modos habrán de desaparecer por asimilación o en la guerra.
Una excursión (…) puede leerse como una carta de autor/narrador a sus pares en la sociedad, recreando una experiencia inmediata, casi a modo de diario, escrita desde Tierra Adentro para el público de la ciudad de Buenos Aires. El relato declara el valor del autor como testigo calificado, e inaugura y cierra a la vez un modo de ver: lo inaugura porque no hay precedentes con este tema de esta calidad literaria en la tradición argentina y lo cierra, porque pocos años después la Campaña del Desierto eliminará “el problema de la frontera”.
No quiere decir que Mansilla estuviera consciente de que la desaparición del indio era inminente, puesto que él más bien estaba ganando tiempo con las negociaciones mientras el gobierno se preparaba para expandir los territorios “pacificados”; además, para el momento de escritura del libro, la Campaña del Desierto aún no había sido pensada tal como fue. No obstante, la aventura a territorio ranquel funciona como la carta robada (en el epígrafe): Mansilla, más que un mensaje de paz y negociación con los indios, está siendo el heraldo de la destrucción de un mundo. Mansilla declara su ánimo de firmar un tratado (sin autoridad para hacerlo), pero las bases del pacto real entre indios y blancos encierran la extinción del indígena. Tras el coronel dandy vendrá el ferrocarril y la nueva alianza social/industrial que adelantará la llamada Generación del 80: asimilar al gaucho al sistema productivo como peón u obrero, exterminar al indio, poblar al país con inmigrantes europeos. Si bien en este texto el narrador expresa su oposición a los que quieren exterminar al indio, Mansilla parece no medir que la asimilación o adaptación del indio al programa civilizador equivale a su desaparición. Así, escribe:
¿No hay quien sostiene que es mejor exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común, ya que tanto se grita de que estamos amenazados por el exceso de inmigración espontánea? (52).
También:
Grandes y generosos pensamientos me traen, nobles y elevadas ideas me dominan, mi misión es digna de un soldado, de un hombre, de un cristiano −me decía, y veía ya la hora en que, reducidos y cristianizados aquellos bárbaros, utilizados sus brazos para el trabajo, rendían pleito homenaje a la civilización por el esfuerzo del más humilde de sus servidores (109).
Como en el cuento de Edgar Allan Poe, la “carta” está a la vista. Mansilla, quien declara ser el primer blanco en pisar esos territorios (“Voy a penetrar, al fin, en el recinto vedado”, dice, 109) es su portador simbólico. Si calla sobre su contenido latente es, probablemente, porque él mismo no lo puede ver.
La frontera como texto
Lucio Mansilla, autor y narrador, se autoerige como el gran traductor de “Europa a América, América a Europa, la barbarie a la civilización y viceversa”. Por un lado, Mansilla se tomó el riesgo de incluir y llevar al límite el razonamiento indígena, con el mérito de ser el primer escritor en representarlo junto a los argumentos de la civilización blanca (Iglesia: 54). Por otro lado, Mansilla también encarna el discurso del Poder, que siempre procede por anexión; su procedimiento es el escamoteo de los componentes críticos centrales y, a la vez, “la exaltación de los ingredientes pintorescos anecdóticos” (Viñas: 51). Sobre el escamoteo se volverá en este capítulo, por ahora interesa examinar la posición del texto/del autor; por lo pronto se puede decir que Mansilla trata de lograr una conciliación y, aunque no lo logra realmente, sí neutraliza los extremos plateados por el esquema civilización/barbarie de Domingo F. Sarmiento.
Mansilla es, como se sabe, el epítome de la Generación del 80. La descripción de Noé Jitrik sobre esa generación se ajusta perfectamente a su estrategia de escritura:
La distinción viene a ser un culto del que no hay que apartarse para no caer en la tierra de nadie de la marginalidad, es el antídoto de la extravagancia y aún de la originalidad (…) Distinción en el vestir (…) en los modales (…) en los gustos artísticos (…) en las viviendas y en las comidas (…) en las lecturas y extremo cuidado por lo tanto en las citas de autores que se hacen, en los sentimientos (…).
Es un “yo” textual como monumento de la Argentina que entra en la modernidad. Y, como tal, necesita resolver la incómoda presencia de lo prehistórico y primitivo que perseguía al tardío siglo XIX y que definió su memoria. Así, en Una excursión a los indios ranqueles el viaje desde el fuerte Sarmiento hasta el territorio del cacique Mariano Rosas, es casi un pasaje alegórico entre el campo de la civilización (representado por el entonces presidente Domingo Faustino Sarmiento) hasta el espacio de la barbarie (representada a su vez por el indio “ahijado” del ex dictador Juan Manuel de Rosas, tío del narrador). Es también un viaje textual al saber del espacio y la cultura del Otro; construcción del personaje del narrador con el saber de la razón occidental; tentación de la oralidad y del lenguaje ajeno, tanto del indígena como de la cultura argentina, francesa, inglesa o en latín.
Una excursión (…) es el texto de frontera por excelencia. Texto y frontera como teoría de la nación. Como toda teoría, se trata aquí de una máquina de la memoria −en este caso estructurada desde la razón blanca o la lógica del Estado− que determina que aprehendemos y reconocemos durante el fluir de la experiencia. Una excursión (…) es una teoría que, como todas las esbozadas luego por la generación del 80, confunde a la Nación con su propia clase social (Jitrik: 116-117). Las teorías organizan lo que notamos y, por lo tanto, lo que recordamos; al determinar el marco de interpretación, funcionan inevitablemente como una trama para la memoria (Terdiman: 15). Una excursión a los indios ranqueles ha logrado hasta tal punto constituirse en parte de ese entramado, que es referencia ineludible para otros autores de la frontera, sean escritores de ficción, historiadores, militares o especialistas en general.
Por definición, la frontera es el lugar de los límites: y los límites auténticos nunca son neutrales sino antagónicos y presuponen exclusiones. Entonces, por más que Mansilla está incorporando la voz del Otro, lo hace claramente desde el espacio de la ciudad, usando, incluso, la voz del Otro para crearse una posición social, armar una trama para la memoria del ser nacional e introducir críticas sobre algunas costumbres de sus contemporáneos.
En este sentido, hablar de los indios cuando falta tan poco para que sean exterminados, es como el gesto de la literatura gauchesca que canta al bandidismo como forma idealizada de rebelión de las sociedades rurales que se niegan a someterse y por eso quedan fuera de la ley, aunque se trate de un canto casi nostálgico y, por lo tanto, inocuo para la máquina del Estado. Los modos de vida indígena, especialmente en lo que se refiere a la estructura familiar y a algunos estilos de gobierno, le sirven a Mansilla no para cantar una épica del indio, sino de los intermediarios: de él mismo, como coronel de fronteras y autor, de los gauchos y sacerdotes que lo acompañan, de los indios ya tan “civilizados” que ostentan nombre cristiano y son aptos para su incorporación al campo del trabajo, al modo del industrioso cacique Ramón.
Lucio V. Mansilla es, aunque calle, el portador de la amenaza de un desorden profundo, de la amenaza que pondrá fin a un pacto. Esto no significa, entonces, que él profetice el exterminio de los indios ni que Una excursión a los indios ranqueles logre introducir de tal modo la razón del Otro en la Cultura como para abrirle verdaderas fisuras. Quiere decir más bien que es un texto, aunque útil para visualizar a los ranqueles, más bien imprescindible para la modernización de la Argentina, permitiendo finalmente racionalizar la convivencia con lo primitivo. La aparente contradicción representada por las dos verdades de Una excursión (…) (darle la voz al Otro/apropiarse de la voz del Otro) encuentra un espacio de resolución cuando se piensa que, en el cuadro mayor, el objetivo letrado no está puesto en la representación de los indios, sino en la definición del nosotros argentino moderno y urbano, perseguido por la obsesión de no ser suficientemente europeos y por el deseo de encontrar, a la vez, la peculiaridad de lo nacional.
Valga recordar que después de 1879 la resistencia indígena fue eliminada y cerca de nueve millones de hectáreas de tierra “liberada” fueron pasadas a las manos de menos de 400 individuos que financiaron la expedición de Roca. La cultura indígena fue dejada al olvido de la población en general y estudiada solo por antropólogos profesionales. La industrialización, el comercio, la gran urbe, el desarrollo son las verdaderas puertas desde las que puede leerse este texto: desde el marco de la que será vaga nostalgia por el espacio que fue, una vez, no civilizado.
El otro, el mismo
Paradigma del relato sobre el Otro: todo despende de qué lectura hagamos sobre la identidad de ese Otro. ¿Es el tema de la representación textual? ¿O es la fuente del deseo que tiene que ver con la definición de la propia identidad? Dicho de otro modo: ¿Para quién actúa el relato? ¿Qué mirada es considerada cuando el sujeto narrador (que porta el mismo nombre del autor) se identifica a sí mismo con determinadas imágenes? Cuando Mansilla se identifica o se distancia en el relato de las costumbres de la civilización, de la historia de su tío Juan Manuel de Rosas, de los planes del Congreso Nacional, de los ritos ranqueles, ¿a quién le está hablando? Cuando sueña que es emperador o que es todos los personajes de la frontera a la vez, ¿desde qué lugar habla?, ¿qué lugar ocupa?
La primera tentación es contestar: ocupa el lugar de enunciación y esta respuesta, sin lugar a dudas, no es falsa. No obstante, si sigo la lógica de Zizek , me tocará preguntar ahora: ¿Qué es lo que el Otro quiere? Visto así, Una excursión a los indios ranqueles no está organizado tanto para construir un personaje o un discurso frente al indio, sino frente a sus lectores, tan importantes que aparecen como narratarios expresos dentro del texto: por un lado está el “Santiago amigo” del comienzo (se refiere a Santiago Arcos) a quien el relato se dirige a menudo en segunda persona y, compartiendo el paradójico don de una ubicuidad indefinida y organizadora, el público “este monstruo de múltiples cabezas, [que] sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora muchas otras que debiera saber” (18) y al que el texto tiene mucho cuidado de no aburrir. ¿Qué es lo que el Otro quiere leer?, habrá que preguntar. Y pensar desde allí como Mansilla, que a su vez está haciendo el viaje para definir y defender su propia situación conflictiva dentro de la sociedad, actúa su rol, cómo traza su mirada.
Si se piensa la lógica de las exclusiones y antagonismos desde este lugar −el lector como el Otro−, las aparentes contradicciones de Una excursión (…) se desvanecen. El mismo personaje que da sermones en el texto en contra de los que quieren exterminar al indio en lugar de incorporarlo a la civilización (como un buen turista que actúa el rol de conoisseur comprensivo mientras dura su inmersión en lo exótico y no renuncia a sus botas lustradas ni prolonga un día más el viaje), es el que muy poco después, ya como personaje extraliterario y de regreso en el centro de la vida política, va a apoyar la matanza liderada por el coronel Julio Argentino Roca, llamada eufemísticamente la Campaña del Desierto. El mismo personaje que, como político y diplomático, ayudaría al presidente Avellaneda a implementar el plan de blanqueamiento de la Argentina con la importación de inmigrantes europeos, es el que escribe que “[si] todos los americanos tenemos sangre de indio en las venas, ¿por qué ese grito constante de exterminio contra los bárbaros?” (392). Unos años después, ya medio olvidado el proceso militar que se libraba en su contra mientras hacía su excursión hacia el desierto, dejaría de lado estos gestos y escribiría, recordando su experiencia en Río Cuarto, pero no sus sueños de ser emperador de los ranqueles: “Y lo que era más triste aún, para que se vea cuán funesta es la anarquía, no faltaba quien tuviera afinidades con los bárbaros, llegando la audacia hasta el colmo de jactarse de ello (…)”.
El movimiento que intenta Una excursión (…), visto como orden simbólico y cadena de significaciones, o como espacio textual que se convierte también en modelo de la estructura del espacio social, es un complejo juego de simulaciones y representaciones que acaba en el silencio: primero, hay que fingir que se comprende al adversario y que el narrador le hace compartir las razones de la civilización; luego, hay que fingir el armisticio para poder proceder a la aniquilación, y finalmente, hay que convertir esa aniquilación en silencio, en olvido. Los indios quedarán en la memoria colectiva solo como algo exótico que ya fue, algo para ser contado en remotas anécdotas de entretenimiento y apenas como un pasado borroso y, sobre todo, estéril y desaparecido, es decir, como un pasado que no engendró el presente, como un pasado que no fue tronco de la civilización actual más que para mostrar el triunfo de la civilización sobre la barbarie.
En cuanto a texto de frontera, Una excursión (…) contiene las características de ese espacio: hibridez, brechas y discursos enfrentados, subversiones, antagonismos, contradicciones, lenguas, encuentros. Y engaños. En el capítulo XL, ubicado prácticamente en el centro del relato, Mansilla describe una de sus grandes conversaciones con el cacique Mariano Rosas sobre las ventajas de la civilización y los proyectos del gobierno. Esta vez el tema es la posesión de la tierra y Mansilla hace, como siempre, gala de sus habilidades retóricas. Hasta que el cacique dice: “Mire, hermano, ¿por qué no me habla la verdad?” (222), para sacarle un archivo.
Aquí el relato hace eclosión, como la larva al salir del huevo. El texto se ha ido hilando bajo el signo de la “autenticidad” (“así son los indios”), pero aquí se revela como otro acto de violencia discursiva que se impone sobre la realidad: se inscribe al nativo o indígena bajo el signo del salvaje. Civilizable o no, es siempre un salvaje. La eclosión se produce porque aparece un texto que no corresponde: después de tantas borracheras y ritos absurdos ante los ojos del lector, después de tanto dato folklórico sobre los bárbaros, aparece nada menos que un archivo, signo mayor de la racionalización, de la organización del saber y, por lo tanto, de la civilización.
Se trata de un archivo perfectamente catalogado por el cacique ranquel, donde está separado de modo muy claro el material que los lectores burgueses y metropolitanos de fin de siglo debían conocer: recortes de periódico, cartas, notas oficiales. Como dice el texto:
Cada bolsita contenía notas oficiales, cartas, borradores, periódicos. Él conocía el papel perfectamente.
Podía apuntar con el dedo al párrafo al que quería referirse.
Revolvió su archivo, tomó una bolsita, descorrió la jareta y sacó de ella un impreso muy doblado y arrugado, revelando que había sido manoseado muchas veces. Revelando que había sido manoseado muchas veces.
Era La Tribuna de Buenos Aires.
En ella había marcado un artículo sobre el gran ferrocarril interoceánico (222).
Algo no corresponde en el cuadro: Mansilla ha dicho previamente, cuando se disponía a entrar en las tolderías de Rosas “Voy a penetrar, al fin, en el recinto vedado. Los ecos de la civilización van a resonar pacíficamente por primera vez, donde jamás asentara su planta un hombre del conturno mío” (109). No solo el espacio de la frontera no está tan aislado como él pretende, sino que el cacique conoce a la perfección los verdaderos planes del gobierno en aquel momento. Mariano Rosas acusa a Mansilla de no ser franco: “(…) usted no me ha dicho que nos quieren comprar las tierras para que pasen por el [camino del] Cuero un ferrocarril” (223). No solo sabe eso, sino también que “los cristianos dicen que es mejor acabar con nosotros” (223). Mansilla se ve “sumamente embarazado” y deshace primero en promesas, luego en silencios y desviaciones del tema, para terminar el capítulo entregándose a los placeres de la charla y el vino, una de sus estrategias favoritas. Pese a que Una excursión (…) tematiza en varias oportunidades que los polos de civilización vs. barbarie no son tan opuestos como los planteaba Sarmiento, estos desvíos sabrosos y gratas distracciones pueden enriquecer y matizar los polos, pero terminan dejándolos claramente cada uno en su lugar. Lo que podría unirlos o confundirlos, como el archivo en manos del bárbaro, se diluye entre la masa de anécdotas y cuentos de fogón.
El autor/narrador no se hace cargo de la farsa puesta al descubierto. Después de todo es un dandy confeso, miembro de la omnipotente Generación del 80. Ni Mansilla ni sus lectores experimentan angustia frente a los vacíos en su campo de representación: están deslumbrados con la constitución de las instituciones y las leyes, se sienten orgullosos por pertenecer a una clase predestinada y brillante. El eje de la simbolización Yo/Otro es, en este texto, Mansilla y la imagen que está a su lado del espejo, la Generación del 80.
Y, en el centro de todo, Lucio V. Mansilla, aquel que se adentra al territorio nunca antes pisado por un blanco −afirmación inexacta−, aquel que tal vez esté usando toda la excursión no para ayudar a las conversaciones de paz con los indios, sino para un fin completamente personal: lograr un indulto al juicio que le estaba siguiendo en aquel momento por exceso de autoridad y obtener el grado de general.
Es más, Lucio V. Mansilla habría usado su amistad con los dueños de La Tribuna para escribir a fines de 1869 y comienzos de 1870, una serie de artículos ensalzando su propia figura; los artículos están firmados con pseudónimos indígenas como Atahualpa, Caupolicán, Wincarramarca, Quirquincho y Manco Capac, pero la maniobra de autoglorificación fue denunciada por el propio Sarmiento (Fernández 363-367). Mansilla se posesiona de nombres indígenas −obviamente legendarios, tal vez como una pista para el lector sagaz− para construirse una imagen heroica de gran negociador: en estos artículos los “indios” firmantes aseguran que Mansilla es el único intermediario en que confían; el hábil dandy de la frontera hará luego una expedición a territorio ranquel para “darle voz” a los indios. El interés de “darles voz” y defenderlos se ve un tanto cuestionado cuando se encuentra que Mansilla hizo todo lo posible por impedir y retrasar al menos una misión de paz hacia la frontera, como se ve en las quejas dirigidas por el sacerdote Moisés Álvarez al Ministro de Justicia en una carta de 1877:
Contento se volvió el P[adre Donati], creyendo haber dado un paso en pro de su humanitaria idea y acariciando al mismo tiempo la esperanza de arrebatar a Satanás tantas almas perdidas, evitar la horrible carnicería diaria de indios y cristianos, sacar del cautiverio a innumerables criaturas desgraciadas que tantos años ha arrastrado una cadena pesada de infortunios indescriptibles y hacer muchos otros bienes que fácilmente se dejan ver por quien quiera observarlos. Llega al Río Cuarto y habla con Mansilla: hoc opus, hic labor est; éste se disponía para invadir a los indios, trataba precisamente de preparar lo necesario para su expedición. Ocupado de llevar su plan de guerra, no quiso dar al P. lo que con orden superior solicitaba.
El escamoteo
Los personajes que habitan la frontera son anécdotas de ese reflejo que está construyendo una sociedad a su imagen y semejanza a golpes más de civilización que de barbarie. Algo he dicho ya del gaucho y del indio, y del destino que se les depara; faltan los negros. Se recordará que, a comienzos del siglo XIX, uno de cada tres habitantes de Buenos Aires era negro, mientras que en el momento de escritura de Una excursión a los indios ranqueles no había más de dos o tres por cada cien. Sin embrago, el personaje tratado con mayor asco por el narrador es el negro acordeonista (el bufón del cacique), a quien desprecia ostentosamente. Llama la atención que el primer argumento descalificador de Mansilla hacia el negro sea por mal payador, cuando la payada no solo tiene origen en las tradiciones africanas, sino que los grandes payadores eran afroargentinos.
Mansilla le quita al negro el único rol social que se le ha permitido (la poesía oral) y lo limita solo a ser un mal imitador de los payadores blancos (172). Es obvio que la generación de Mansilla tiene problemas con los payadores negros: José Hernández hará muy poco después que el protagonista de su famoso Martín Fierro se bata públicamente con un “moreno” y termine derrotándolo sin lugar a dudas. El gesto de escritura es el mismo al representar al negro y a los indios: si tienen voz en el texto nunca es del todo propia o representativa de sus verdaderos dolores y felicidades. De hecho, gran parte del discurso ranquel en este libro es una pobre proyección del Otro-lector, el blanco de la ciudad consumidor de periódicos: así, por ejemplo, los indios se quejan de que los cristianos no les han enseñado a trabajar (304).
Pero estos no son los únicos grupos que habitan la frontera. En el capítulo LXV de Una excursión a los indios ranqueles una hermosa joven, demacrada y andrajosa, se presenta ante el coronel Lucio Víctor Mansilla y le cuenta su martirio como esclava de un indio, cuyo deseo por ella es tan intenso como los castigos físicos que le inflige por resistirse a sus demandas sexuales. La desgraciada se llama Petrona Jofré y es una de las escasísimas cautivas blancas cuya historia aparece registrada con nombre y apellido en la literatura argentina. La otra es la de la resignada y, acaso feliz, doña Fermina Zárate, una señora de buena familia secuestrada desde hacía décadas por el cacique Ramón y madre de sus hijos.
Estos conmovedores personajes ocupan apenas dos páginas y media en las 400 de Una excursión a los indios ranqueles, esta divertida crónica que pretende dar el primer testimonio literario sobre la realidad de la frontera interna. En sus 68 capítulos más epílogo, las cautivas blancas aparecen apenas como un desdibujado telón de fondo, casi como el último eslabón de la cadena social. Anónimas esclavas de los indios, ocupan el espacio más marginal posible en la Argentina que ya mira al siglo XX; en el margen de la civilización, ocupan el margen del margen: sirvientas del indio, cuerpos torturados y llenos de cicatrices, despreciadas por las indias que no las quieren de rivales, madres de niños mestizos que debían abandonar si alguna vez lograban volver a la civilización.
La cautiva cuestiona las precarias posesiones de los padres de la patria, puesto que, si la mujer era extensión de la familia, ¿cómo encarar a estas mujeres que podían ser el vehículo de la fundación de nuevas hegemonías de mestizos? No es esta una pregunta retórica: en Una excursión a los indios ranqueles, Lucio Mansilla reitera una y otra vez la presencia de caudillos mestizos: la mayoría de los caciques que él encuentra son hijos de mujeres blancas. Tal vez su descripción sea solo un modo de hacer más simpáticos a sus personajes para su público lector; volviéndolos más parecidos, más blancos, acercándolos así al mundo conocido y tranquilizador de Buenos Aires; estrategia narrativa o no, igualmente refleja una circunstancia real. En todo caso, nunca se explica quiénes son esas madres blancas, aunque sabemos que no podrían ser sino cautivas.
En este texto, los caciques son blancos rubios o mestizos; como dice Gilman: cuanto más tenga el otro de mí, más se confirma mi poder. La cautiva, en cambio, no tiene lugar en el último intento de pacto nacional: sí su hijo mestizo.
No es ella el único personaje conflictivo en la frontera; en los primeros capítulos el cronista debe enfrentarse con alguien no asimilable, con un enemigo: el Indio Blanco. Escribe Mansilla:
A la orilla de ella vivía el indio Blanco, que no es ni cacique, ni capitanejo, sino lo que los indios llaman indio gaucho. Es decir, un indio sin ley ni sujeción a nadie, a ningún cacique mayor, ni menos a ningún capitanejo; que campea con sus respetos; que es aliado unas veces de los otros, otras enemigo; que unas veces anda a monte, que otras se arrima a la toldería de un cacique; que unas anda por los campos maloqueando, invadiendo, meses enteros seguidos; otras por Chile comerciando, como ha sucedido últimamente (55).
Nótese la significación del nombre del enemigo: un blanco indio que no se somete, como sí lo hacen los caciques visitados, a la posibilidad de ratificar un tratado con el gobierno. Para vencer a este enemigo circunstancial, el general Mansilla decide atacarlo con sus propias técnicas: no lo enfrentará con el ejercito sino con ladrones contratados para tal fin. El líder de este grupo de mala entraña es un personaje misterioso, a quien el texto se limita a nombrar como el Cautivo (56-58). La descripción es terrible:
Los fariseos que crucificaron a Cristo no podrían tener unas fachas de forajidos más completas.
Sus vestidos eran andrajosos, sus caras torvas, todos encogidos y con la pata en el suelo; necesitábase estar animado del sentimiento del bien público para resolverse a tratar con ellos (56).
El Cautivo es nada menos que el cabecilla de este grupo, del que Mansilla dice: “Confieso que al mandar aquellos diablos a una correría tan azarosa, me hice esta reflexión: si los pescan o los matan poco se pierde” (58). Pero el Cautivo no tiene la persistencia del Indio Blanco, quien reaparecerá a lo largo del relato como síntoma de los que no se piensan doblegar a ningún tratado (91, 197).
Aunque el Cautivo de Mansilla es un personaje muy marginal en el relato, permite cerrar el gran texto que comienza con el desplazamiento del cautivo Brián en el poema La cautiva de Esteban Echeverría, aquel supuesto héroe de la Independencia que cae preso en un malón indígena y limita su papel a dejarse rescatar por su abnegada esposa María, para vivir ambos un fin trágico. Ahora, en cambio, el malón es blanco y viste de uniforme, tras él van la ley, el ferrocarril, la inmigración blanca, la modernidad, la desaparición de la frontera y su amenazadora irregularidad.
Mujer o síntoma
Aún más que estos personajes rebeldes, la cautiva representa la irregularidad no burguesa. Se traspasa el espacio del cuerpo femenino (salvación, pureza, protección) y de lo civilizado y en su cuerpo, como en el de la prostituta, se teme el contagio. ¿Qué hace el narrador ante lo que el Otro/lector quiere con estos personajes que cruzan la frontera sin ser viajeros ni rebeldes bandidos? En estos seres-pasivos, en su cuerpo, se verifica la amenaza del contagio: no pueden ser racionalizadas por su utilidad y la codificación del deseo como “malas”, en su cuerpo llevan, además, al mestizo.
A todo Otro, bien sea para mantenerlo lejos o por el miedo de verlo, se lo suele describir por atributos, por fragmentos (como a los indios en el festín del poema La cautiva). Mansilla quiere acercarse/acercar a los ranqueles y se dedica a detallarlos físicamente, así como sus hábitos y domesticidad. No ocurre así con las cautivas: sus atributos son sufrientes, resignados, insalvables y vagos. En general, aparecen como telón de fondo, como parte de la corte de sirvientas, diferenciándose de las “chinas” porque quedan profundamente agradecidas si los sacerdotes que acompañan a Mansilla les ofrecen una misa o les bautizan a los hijos. Salvo los dos casos mencionados con nombre propio, el texto se detiene en dedicarles apenas tres escazas menciones, todas como parte de un código tópico: la cautiva como sufriente, la cautiva como mujer que ha resistido los embates del indígena y vive como mártir, la cautiva como coqueta que aprovecha su situación. En todos los casos, el texto predica la resignación: Mansilla no pretende ningún cambio.
Hay un episodio altamente revelador en el capítulo XLI. Acaba de explicar que “la humildad y la resignación es el único recurso que les queda” (226), cuando pasa a hablar de una mujer heroica que se negó a “dejarse envilecer” y cuyo cuerpo estaba lleno de cicatrices. Pero no hay ninguna identificación o reconocimiento hacia esa mujer que, en definitiva, es tan blanca como el narrador. Anota: “Era de San Luis, tengo su nombre apuntado en el Río Cuarto. No lo recuerdo ahora. La pobre no está ya entre los indios. Tuve la fortuna de rescatarla y la mandé a su tierra” (226). ¿Este es un gesto de “caballero”, que no quiere hacer público el nombre para no agravar la deshonra de una mujer que fue cautiva? ¿O es que tan nada cuenta la cautiva que, efectivamente, ya no lo recuerda? Ha pasado muy poco tiempo desde la excursión a la tierra ranquel, Mansilla ha hecho algo heroico (recuperar a uno de los suyos), pero el modo de contarlo −al menos dentro del contexto del libro− refleja cuán poco importante fue el hecho; de los gauchos encontrados al azar durante su aventura, no solo recuerda los nombres sino también de la mujer o mujeres que mucho tiempo atrás los metieron en tales dificultades que debieron buscar refugio en la frontera.
El narrador no muestra mayor interés en el origen ni en el destino de las cautivas: no cuenta cómo fueron secuestradas o en qué términos se negocia su rescate cuando se produce, ni cómo escaparon si lo hicieron o qué utilidad tenían para los blancos como traductoras o lenguaraces, ni qué les pasaba al volver a reincorporarse a la sociedad ni qué papel jugaron en la crianza de muchos caciques y lenguaraces, piezas claves en la política de la frontera.
No se trata aquí de pedirle al libro lo que el libro no es, sino solo de marcar que autoenunciándose como un texto de conocimiento, omite parte de lo que ve: es de nuevo como el cuento de la carta robada que está tan a la vista que nadie la ve. Mansilla dice que uno de los objetivos del relato es “dar a conocer” a muchos que no salen de los barrios cultos de Buenos Aires “lo que es nuestra patria amada” (52) y que desea corregir los [E]rrores de escritores previos por ignorancia de la Pampa” (55). Sin embargo, otros escritores-militares y viajeros de la época, aunque no de forma abundante ni en ningún texto que la literatura haya canonizado, sí dieron cuenta de estos aspectos o incluso de cautivas que se quedaban entre los indios por voluntad propia, aspecto demasiado largo para desarrollar aquí. El cuadro se agrava al llegar al Epílogo:
Nos horrorizamos de que entre los Ranqueles se vendan las mujeres, y que nos traigan terribles malones para cautivar y apropiarse las nuestras.
¿Y entre los hebreos, en tiempo de los Patriarcas, el esposo no le pagaba al padre el moharo precio de la hija? ¿Y entre los árabes la viuda no constituía parte de la herencia o de los bienes que dejaba el difunto? ¿Y en Roma, no existía el coemptio, es decir, la compra y el usus, o sea, la posesión de mujeres? ¿Y en Germania, como lo muestra la Ley Sajona, no existían el mundium, y costumbres análogas? ¿Y los visigodos, no tenían las arras, especie de precio nupcial, que reemplazaba la compra pura y simple, recordando la vieja usanza? ¿Y los francos, no pagaban valor de las esposas a los padres, que estos dividían con aquéllas? (392).
Aquí, como cierre a Una excursión a los indios ranqueles, el narrador legaliza el rapto de mujeres, homologándolo a las prácticas de las civilizaciones antiguas (392); corregirá estas aseveraciones en una de sus “causeries” casi una década después, cuando el indio ha sido exterminado y el dandy-escritor puede hablar de él con asco sin traicionar las buenas maneras que corresponden al que ha sido huésped en casa ajena. Pero, más allá de los cambios de opinión de Mansilla hacia la población indígena, en su texto el cuerpo femenino es el vehículo de los odios entre hombres, de las posesiones masculinas, no vehículo de sí mismo. La cautiva es la puesta en escena de los deseos y antipatías; su cuerpo, como en toda la cultura del siglo XIX, es solo un síntoma.
Mansilla/narrador manipula las formas. Miente al prometerle a los indios lo que no puede cumplir sobre su futuro: no necesariamente el personaje lo hace con deliberación, pero sí tiene conciencia de las dificultades de negociación en el gobierno. Miente también cuando explica el motivo de su viaje: dice explícitamente que ha sido enviado por el gobierno para negociar con los ranqueles, cuando el tratado había sido ya ratificado por el Congreso un mes y medio antes; a la vez, oculta el proceso judicial que se le está siguiendo y que, al volver de la excursión, concluirá en la remoción de su grado militar. Tal vez la palabra correcta no sea manipular ni mentir, sino ocultar, escamotear. Así, es notable la indiferencia de las descripciones; Mansilla y las cautivas se miran más de una vez, pero él se contenta con retacear su cautiverio para decir, solamente: “¿Quién no se conmueve con la mirada triste y llorosa de una mujer?” (193). Otro ejemplo: “Entraron varios cautivos y cautivas −una de estas había sido sirvienta de Rosas− trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios” (139), pero Mansilla lo que detalla a continuación es el ritual de la comida, mucho más importante para el narrador (y acaso el lector) que lo ocurrido con estos personajes condenados a la servidumbre.
¿Por qué elige omitir o disminuir también la situación de las cautivas, sus semejantes, él, el escritor que por fin viaja hacia el Desierto y ahora tiene la oportunidad de hacerse oír en el espacio público? Las mujeres de la frontera, especialmente las que viven en cautiverio, sirven mal a los fines de la memoria colectiva. A fin de cuentas, la nación (nótese: la “nación” es femenina) suele ser representada como una mujer amenazada por una violación o dominación y por eso sus hijos deben sacrificarse y combatir por su honor. Ya se ha dicho en este libro: erotizar la nación como el cuerpo amado de una mujer lleva a asociar el peligro sexual con la transgresión de límites y la necesidad de defender esos límites. La nación como cuerpo femenino puede ser contaminado, poseído o contagiado por enemigos de fuera y, sobre todo, por los enemigos de dentro (aquellos que podrían arruinar la imagen racializada e idealizada de la mujer/nación). Entonces, para que funcione el tropo mujer/nación, la imagen femenina debe ser casta, obediente, buena hija, esposa y madre, bella, doméstica, apolítica y dependiente de la actividad de los hombres. Darle más espacio a Carmen, por ejemplo, la lenguaraz y salvadora de Mansilla en más de una ocasión, hubiera sido un despropósito por parte de un señor de tan buenos modales, puesto que Carmen era madre soltera y un personaje de la frontera demasiado conocedor de ambos mundos como para no ser ni militar ni hombre.
El dandy soldado y cronista se interna en tierra desconocida, pero sin perder de vista a su interlocutor explícito −el “Santiago amigo”, promotor del exterminio del indio− como para no perder nunca su verdadera pertenencia. No se interna para realmente aprender del Otro, para abrirse al Otro. Tampoco escribe para agradecer a los que lo ayudaron en la aventura. Porque la verdadera amenaza para el lector −en tal extremo que no se la ve en la superficie del texto, pero se la adivina− es la intuición de que todo encuentro cultural implica que hay un mundo compartido con otros; pero una cosa es intuirlo y otra, ser capaces de desarrollar una episteme y un espacio social común a los varios grupos que habitaban la Argentina.
Se ha hablado aquí de la amenaza que Lucio V. Mansilla lleva a territorio indígena: la inminencia de su desaparición. Pero el dandy podría ser portador de otro desorden profundo, desconocido, reprimido, y calla por el solo hecho de que no puede hablar sin que eso le altere profundamente su propio límite, su propio lenguaje, su propia representación del mundo. O tal vez el gesto textual ni siquiera es reprimir la densidad de esos otros modos de vida que apenas ha vislumbrado (indios blancos, lenguaraces, indios, cautivas, caciques mestizos, blancos refugiados), puesto que el silencio de la represión implica que algo existente ha sido reprimido o callado, al igual que la negación requiere que algo haya sido previamente afirmado. La minimización o borramiento de las cautivas en la escritura se parece más bien a ese gesto que Lacan llama “forclusión”, “pre-clusión” o “repudio”: expresa la abolición de lo que debía advenir a la luz del día, pero que no ha advenido: su resultado es un vacío en el Orden Simbólico”.
Una excursión a los indios ranqueles −como es tradición en la literatura argentina del siglo XIX− le niega al indio toda historicidad (y por lo tanto le niega un lugar en la fundación de la estirpe que constituye la Patria) y desatiende la existencia de la cautiva sin darle demasiada importancia. Elabora como lugar de la memoria para la modernidad el mapa y el fogón −representación de un espacio masculino, de camaradería después de cumplir la labor diaria, de cuentos orales donde suelen hablar gauchos engañados por alguna mujer−, el ejército, el periódico, el lector porteño: espacios o agentes que ejercen el poder del lenguaje.
Visto así, adquiere otra significación aquella idea de Sarmiento cuando afirmaba que había que llenar el vacío del país con palabras: los vacíos aquí son los de la identidad. Para no amenazar la integridad del Yo/Otro, las mujeres víctimas de la frontera son sepultadas una y otra vez entre distracciones e ingeniosas citas cultas, sin pena ni gloria, sin duelo. Límites y palabras: se las mata una y otra vez con el olvido, la negación o el silencio.