
Ilustración en collage
A veces las estatuas vuelven a abrir en mí ciertas heridas
Olga Orozco, Los juegos peligrosos
o toman el color de las acusaciones que me impiden dormir.
Pero hay pruebas que nadie quiere ver.
(…) Escarba, escarba donde más duela en tu corazón.
Es necesario saber como si no estuvieras (…)
El silencio que cubre la existencia misma de las cautivas argentinas en el siglo XIX es devastador: desde el momento del rapto hasta el día de hoy la realidad del cautiverio es más bien sinónimo de desaparición. Los relatos que existen son totalmente insuficientes para recuperar esa realidad y reproducir en la memoria la experiencia del encuentro o enfrentamiento entre culturas, además de la pesadilla que vivían tantas familias en la frontera interna. De las ramificaciones del silencio se ocupa este capítulo, tratando de reconstruir la situación real de las cautivas a partir de algunas memorias de los militares que estuvieron en la frontera.
A las cautivas de la realidad –quiero decir, no las idealizadas/inventadas en pinturas o poemas, sino las de carne y hueso– nadie las recuerda. Ni siquiera se escribía sobre ellas en el momento en que, sometidas entre los indígenas a lo largo del territorio, los letrados creaban la culta literatura nacional (léase José Mármol, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría o Domingo F. Sarmiento, por dar unos pocos ejemplos. El mismo Esteban Echeverría y su poema La cautiva paradójicamente las ignora como se verá en el próximo capítulo).
La pregunta que sigue ahora es previsible: ¿cuántas eran las cautivas? La respuesta no puede ser, una vez más, sino preguntas: ¿cuál es la diferencia de si eran tres mil o diez mil? ¿Es que los números justificarían el silencio o el olvido?[1]Estanislao Zeballos, en su recreación de la vida entre los ranqueles, cita a Vicente Fidel López: “Trescientas familias han sido sacrificadas en la provincia; han sido violadas las doncellas, … Continue reading ¿En dónde empieza la medida de lo prescindible: en el orden de los cientos, de las decenas o acaso de los miles? ¿Hay una cifra para el escándalo o el espanto? ¿Cuál es el marco deseado de la memoria? ¿Cuáles son las imágenes que una comunidad mantiene como el origen querido y cuáles descarta? ¿Puede esto hacerse voluntariamente? ¿Construimos nuestra memoria o ella se construye de experiencias que nos ocurren?
De hecho, si bien no podemos evitar que todo lo vivido nos constituya, sí hay –como bien lo observó Roger Bastide– ciertos ritos de repetición y recuperación que refuerzan algunos recuerdos y los reconstruyen de acuerdo al momento en que los contamos; otros desean ser olvidados y no prevemos rituales o estructuras para repetirlos, esperando que desaparezcan. De allí la responsabilidad de los escritores (de literatura, de periodismo, de historia, de discursos políticos), especialmente durante el siglo xix, cuando la palabra aún no se planteaba la autonomía del discurso literario.
La palabra escrita equivale a los rituales de la tribu, en el sentido de que prolongan roles, refrescan tradiciones, dan sentido de pertenencia y de diferenciación. Hay recuerdos que producen un dolor intolerable y por eso no se habla de ellos; otros no encajan con la visión del mundo o la visión de sí. Actuar sin registro ni rituales no quiere decir que no existan en la memoria y que, como los traumas y los tabúes, puedan muchas veces significar más sobre nuestra identidad que los esquemas que se ven en la superficie. Entonces no se trata de un olvido real, sino de un modo de encubrir, de defenderse, de rodear, de construir alrededor de lo Real.
En general, convivir con la ausencia de un pariente secuestrado que no se sabe si vive aún, si sufre o si yace en alguna tumba anónima perdida en el desierto, es un proceso doloroso, un proceso que conlleva duelos, fantasías, culpas. La desaparición no es fácil de elaborar, puesto que no se conoce realmente el destino del secuestrado, no se sabe hasta cuándo hay que buscarlo o si hay que hacer el duelo y despedirse. Y, ¿cómo despedirse si la persona puede regresar? El cautiverio modifica muchas más vidas que la de la víctima en sí: a la larga, equivale a la muerte del cautivo aunque sea en el ámbito simbólico.
Por otra parte, está el problema de la ausencia del duelo colectivo o, al menos, de su evidencia. Cuando alguien muere o desaparece para siempre, tanto lo cotidiano como el sentido mismo de la vida quedan negados o suspendidos en el tiempo. Los sobrevivientes se van transformando a través de sus numerosos recuerdos; poco a poco, el proceso del duelo les permite desfamiliarizar el contexto ordinario de la memoria y comenzar a construir una representación de lo perdido, para asimilar lo definitivo de la ausencia y seguir adelante. El duelo se convierte en reconstrucción: el recuerdo del pariente perdido llega a ser objeto de contemplación y no de persecución atormentada.
Hablo aquí de la necesidad de los recuerdos, de la memoria como algo curativo incluso en el caso de las personas secuestradas cuyo paradero nunca se sabrá. Esta necesidad es igualmente imperativa a nivel social: lo no elaborado queda como un fantasma que se niega a abandonar los lugares; intangible sí, pero sin duda productor de malestares, de cicatrices nunca bien cerradas. Es como el mandato que se transmite a través de las generaciones de sobrevivientes del Holocausto: “recuerda, recuerda para poder seguir viviendo, recuerda para que no vuelva a suceder”.
No solo el silencio y el olvido. ¿Qué pasa si vuelven los muertos en vida? Cuando se rescata a alguien: ¿es parte de la responsabilidad social ir más allá de la acción física y conversar, por ejemplo, y participar de lo que tiene que decir esa persona? ¿Es que hay que oír de verdad lo que tiene por contar? Oír exige cambiar, llevar a la práctica la responsa-habilidad: la capacidad de compartir, de responder, de ponerse en la situación del otro. Pero esa capacidad parece superar siempre a las sociedades. La cautiva, así haya sido uno de nosotros, ha pasado a ser otro, tanto como los salvajes que habrá que borrar del presente y de la historia. ¿Oír? No, parece que mejor no.
Norte y Sur
En la Argentina, a diferencia de otros países donde también existían cautivas, no hay registros conocidos públicamente de diarios escritos por estas secuestradas, no se han dado a conocer testimonios de su autoría ni recogidos por otros; y, aunque el silencio no sea tan desolador en el resto del continente, tampoco puede decirse que los testimonios de cautivas abunden en general en América Latina.
En Estados Unidos, en cambio, el primer best-seller nacional fue el diario de Mary White Rowlandson (1682), esposa de un ministro puritano que contó su vida como cautiva de los indios durante once semanas.[2]Se trata de “A True History of the Captivity and Restoration of Mrs. Mary Rowlandson” (1682, 4 ediciones). En las décadas siguientes surgió el género literario del cautiverio, tanto en … Continue reading Fue la fundación de un género literario. Otro gran best-seller –aun mayor que Ivanhoe o cualquier otra obra de Walter Scott o aun las de James Fenimore Cooper–, fue el libro dictado a James Everett Seaver, en el que la cautiva admite haber amado a su marido indio y, además, dibuja su cautiverio dentro de un paisaje idílico.[3]El título complete es “A Narrative of the Life of Mrs. Who Was Taken by the Indians in the Year 1755 When Only About Twelve Years of Age and Has Continued to Reside Amongst Them to the Present” … Continue reading
Como se sabe, en Norteamérica también se realizaron extensas conquistas del territorio, genocidio indígena, confinamiento de los sobrevivientes e implementación de una política masiva de inmigración europea más o menos hacia la misma época que en la Argentina. Pese a las similitudes, esta tradición literaria encontró el modo, si no de sanar, al menos de confrontar las tensiones a través de relatos de cautiverio como el de Rowlandson, o los de Mary Smith y Mary Jemison; las aventuras en la frontera de Daniel Boone, los libros de Cooper (que tanto influyeron sobre Sarmiento) y, en la tradición más reciente, en películas como The Searchers y The Unforgiven (en las que Natalie Wood y Audrey Hepburn hacen el papel de cautivas), The Last of the Mohicans o hasta Dance with Wolves con Kevin Costner.
Mary Louise Pratt sugiere que los relatos de cautivas eran –en general– un medio seguro de narrar los terrores de la frontera, puesto que se trataba de sobrevivientes que lograron regresar, reafirmando el orden social europeo y colonial. Esta afirmación, pese a su sensatez, no es aplicable al caso argentino donde se prefirió optar por el silencio, la mitigación y el olvido antes de poner a prueba el orden social que se quería establecer; incluso las pocas ficciones conocidas sobre cautivas nunca tienen un final feliz (léase estilo bella durmiente rescatada por príncipe azul; por el contrario, las “bellas” solían regresar a la barbarie). Difícil explicar por qué cada país construye su imaginario del modo en que lo hace, determinando los usos de la memoria de acuerdo al estilo en que se imaginan a sí mismas las naciones (ver cap. I). Lo que sí suele coincidir en el discurso fundador de Argentina y Estados Unidos es la clara división civilización/barbarie. Benjamin Franklin, por dar un ejemplo, aseguraba que los blancos prisioneros de los indios, no importa cuán tiernamente eran tratados por ellos, siempre terminaban tan disgustados con su modo de vida que buscaban la primera oportunidad para escapar. En cambio, lo contrario nunca ocurría: “Cuando un niño indio ha sido traído a nosotros, se le ha enseñado nuestro lenguaje y se ha acostumbrado a nuestros hábitos, aun si va a ver a su familia… no hay quien lo persuada de regresar allá”.[4]La cita es de Annette Kolodny, “Among the Indians: the Uses of Captivity”, Book Review, The New York Times, (enero 31, 1993), 27. La traducción es mía. Es obvio que Franklin estaba tan convencido de las bondades de la civilización que no podía concebir otras formas de la felicidad.
¿Por qué no hay (o no se conocen) memorias, diarios, testimonios o relatos de las cautivas en Argentina, aunque aparentemente hubo más cautivas que en Estados Unidos, donde sus textos fueron best-sellers? Bonnie Frederick se hace esta misma pregunta, dudando si algún material sigue oculto en algún oscuro anaquel, en un periódico olvidado o en una inaccesible colección privada.[5]Bonnie Frederick, “Reading the Warning: The Reader and the Image of the Captive Woman”, Chasqui, XVIII-2 (noviembre 1989), 10. La duda persiste. Ahora bien, el hecho de que 150 años después aún no se los haya localizado o dado a conocer tiene sus propias implicaciones.
Si bien es cierto que muchas de las mujeres de la frontera eran analfabetas, no todas las cautivas lo eran, por lo que la ausencia absoluta de memorias dentro del corpus de tradiciones nacionales no puede encontrar en el analfabetismo su único fundamento. Otra explicación que emerge ante este silencio es que el problema no tocaba de cerca a los letrados ni poderosos o que la población de la frontera era prescindible. Susan Sokolow atribuye la “falta de reacción ante la continua pérdida de colonos”
(…) al hecho de que aquellos que corrían más riesgos de ser atrapados eran los habitantes rurales, gente con escaso o nulo poder político e instrucción. Además, porque la mayoría eran mujeres, su pérdida no representaba una reducción dramáticamente visible de la fuerza de trabajo rural. Sin embargo, el miedo al cautiverio, sin considerar su realidad, sirvió para desalentar el establecimiento fronterizo hasta mediados del siglo xix. (Socolow: 136)
Escaso poder político, género femenino y no urbano. Hay algo en la historia de estas mujeres que no corresponde a la imagen que los letrados tenían de sí y del país. Se salen del marco de visión de Próspero en la pampa: dentro del espectro de relaciones colonizador/colonizado (¿civilización/barbarie?) no tienen lugar. Son invisibles para la palabra fundadora de tradiciones nacionales.
Lo poco que se conoce sobre el tema no se debe a los creadores de la llamada literatura nacional sino a militares, viajeros ingleses o a veces hasta sacerdotes itinerantes. Pero en ningún caso se le da voz a las cautivas de la realidad, porque hacerlo hubiera implicado una reforma demasiado profunda. Dice Shoshana Feldman –reflexionando sobre el Holocausto, pero su idea es aplicable igualmente a víctimas de violaciones sexuales u otros actos de violencia a los que la sociedad prefiere dar la espalda– que el testimonio es una práctica discursiva. Ella opone práctica a la teoría pura, ya que producir un testimonio es equivalente a levantarse y decir, es producir en las propias palabras evidencia material de la verdad, es realizar un acto y no solo una declaración.[6]“Education and Crisis, or the Vicissitudes of Teaching”, en Shoshana Feldman y Dori Laub, Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History (New York, London: Routledge, … Continue reading
Incorporar esas voces sería un acto performativo, una suerte de atentado conceptual contra la organización del proyecto nacional blanco y europeizante. Contar el contacto carnal con el indio transgredería el sistema de dominación, o la legitimación (y el mito) del hombre blanco sobre el territorio. Es menos incómodo rechazar, negar, callar e imponer las condiciones metropolitanas de homogeneidad ciudadana, con todo lo contradictorio del concepto.
Pero, en concreto, ¿por qué mirar a las víctimas de la inestabilidad en la frontera, del choque entre grupos humanos por el dominio de un territorio, por qué mirarlas –repito– como una amenaza que debe ser olvidada?
Lo primero no fue el verbo
En marzo de 1833, Juan Manuel de Rosas, apoyado por un grupo de estancieros que deseaba expandir sus posesiones, emprendió una excursión de trece meses hacia tierras de indios. El resultado de esta expedición fue el rescate de unos mil cautivos blancos (entre mujeres y niños) y un documento sin autor, cuyo título es Relación de los cristianos salvados del cautiverio por la División Izquierda del Ejército Expedicionario contra los bárbaros, al mando del señor Brigadier General D. Juan Manuel de Rosas.[7]Relación (Chacabo: Imprenta del Estado, 1835). La Academia Nacional de la Historia publicó una edición facsimilar con el título de Juan Manuel de Rosas y la redención de cautivos en su campaña … Continue reading Los cautivos son allí nombres, cifras, datos, meros enunciados que se publicaron originalmente en la Gaceta Oficial. La historia nunca más se ocupó de ellos. Algo similar ocurre con el resto de los cautivos del siglo xix, tanto en los documentos militares, en los acuerdos con los indios, en los textos literarios: carecen de textura, de dimensión, y de importancia.[8]El silencio contagia la historiografía argentina, que toma en cuenta solo de modo lateral un problema que existió desde la Colonia hasta fines del siglo xix. No significa esto que el tema no se … Continue reading
El documento de Rosas no tiene autor, carece de prólogo y se limita a mencionar nombres, procedencia, edad, antecedentes de familia y descripción somera del físico de cada liberado.[9]La austeridad de los detalles es tal que en la introducción a la edición facsimilar se señala que: El libro no contiene los consabidos vivas y muertas de rigor, que comenzaron a usarse en la … Continue reading
Leer hoy este texto produce escalofríos. Ejemplos, elegidos al azar: “José Leonardo. Porteño, de la Guardia de Areco. Murió la madre. No sabe el nombre de esta ni del padre. Su edad de 12 á 14 años. Picado de viruelas, pelo entre rubio lacio, ojos pardos. Lo cautivaron de cinco años”. “Maria Cabrera. Puntana, de San Luis, de 39 años, casada con Juan Francisco Espinosa, residente en dicho pueblo. Tiene consigo cinco hijos menores, habiendo dejado tres en su país. Hacen tres años que la cautivaron en la estancia del Morro”. “Juan Santos. Sanjuanino; no se acuerda del nombre del padre, su madre Antonia, de 9 años. Ignora todo lo demás. Ya no habla el castellano”.
En total son 92 páginas. En ellas aparecen mujeres de todas las edades y estados civiles, las hay con hijos o sin ellos, mudas y desmemoriadas. Cuando se las interroga, muchas mencionan familias dejadas atrás, pero, aunque parezca raro, nadie menciona que se las haya intentado rescatar antes. En la expedición de Rosas al desierto va un padre que recupera a su hijo; hay también un soldado que, por casualidad, encuentra una prima perdida. Es todo. Al estudiar el episodio, Susan Sokolow observa: “Algunos padres que desearon firmemente liberar a sus hijos desde el principio, recibieron calurosamente su retorno desde el cautiverio y, posiblemente, los ayudaron a readaptarse al mundo español. Pero muchas de las liberadas por Rosas no pudieron restablecer los vínculos con sus familias y fueron colocadas al cuidado de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires” (135).
La Relación termina con el caso número 634: “María Estanislada Díaz. Porteña del Salado, partido de Luján: hija de Manuel José y de María del Tránsito Molina: 19 años, haciendo como 14 que la cautivaron; trigueña, pelo negro, ojos pardos, picada de viruela; tiene dos lunares en el pescuezo”. Esta última descripción es, curiosamente, una de las más completas; muchos cautivos apenas aparecen registrados por su nombre de pila. Milagro y tragedia de una vida, de cientos de vidas, convertidos en tres a cinco líneas para cada una, en una lista de nombres incompletos, procedencia, edades aproximadas y algún otro rasgo distintivo: el nombre de los padres, un lunar en el pezcuezo. Lo que produce escalofríos es el vacío de estas descripciones; las más completas como recuento de un grupo rescatado que se conocen.
El infierno más temido: ¿el sexo?
Las cautivas de la realidad nunca tuvieron voz. A menos que algún militar decidiera dársela en alguna de sus memorias, lo cual no puede decirse que era la norma. Por el contrario, si alguna cautiva se desliza en un texto del siglo xix, lo hace a través de la mirada del narrador y, obviamente, a través de su marco de referencias e interpretación del mundo. Siempre es la mirada de Próspero la que organiza el relato y, ya se ha visto: el asco y el desprecio que profesa hacia Calibán difícilmente dejaría de empañar su relación con Miranda, en caso de que la preciada hija hubiera pasado una temporada en la cueva del esclavo.
Uno de los más destacados en describir la vida de las cautivas es Estanislao Zeballos –fiero enemigo de los indígenas y brazo ejecutor de Roca en la Conquista del Desierto–, quien, sin dar el nombre de ninguna cautiva en particular (como suele suceder), describe un panorama pavoroso en Painé y la dinastía de los Zorros:
Montadas en quijotescos rocines, que caen a menudo al tropezar en las matas de pastos o extenuados, las cautivas soportan los choques de los cargueros, cuya carga escabrosa las hiere, la marcha laboriosa e intolerable de sus matalones, la cruel e implacable furia de las indias celosas, los golpes y heridas que estas les infieren en su delirio erótico, cuando creen que ellas provocan la atención de los indios, y los horrores de una cautividad sujeta a los caprichos insaciables y feroces de los bárbaros más audaces.
Como si se tratara de un episodio en espejo con La vuelta del Martín Fierro de José Hernández, continúa:
El espectáculo de los seres queridos inmolados, de las tiernas criaturas arrancadas de sus propios brazos para lancearlas a su vista o para regalarlas a indios que se retiran a sus tolderías lejanas, el recuerdo del incendio que devoró sus hogares y de la sangre en ellos vertida por sus defensores queridos, hunden sus almas en las angustias del martirio supremo.
Y sigue, acentuando el horror:
A la tarde, cuando la tribu acampa, caen de los caballos desfallecidas, sin el conocimiento real de cuanto las rodea, y como en sueño derraman el precioso caudal de sus lágrimas, gimiendo por la virginidad ultrajada, o por la inmolación de la carne de sus entrañas; y cuando ocultan su dolor y la vergüenza que queman su rostro abrasadas a las pajas buscando asilo en el seno de la madre de todos, reciben de una china los baldes con que deben traer agua de la laguna lejana, a través de las espinas de los cactus, de las yerbas y de los árboles, que se quiebran en sus delicadas carnes.[10]Citado por Santiago Luis Copello, Gestiones del Arzobispo Aneiros en favor de los indios hasta la Conquista del Desierto: 227-8.
Cito extensamente a Zeballos porque, en primer lugar, es una rareza encontrar tanto detalle en los libros de historia y en los archivos; en segundo lugar, porque no escatima recursos para pintar una escena infernal; es tan tajante que no deja fisuras para siquiera imaginar que algunas cautivas no deseaban volver a la “civilización” (como ocurrió más de una vez). En tercer lugar, el texto contiene todos los topos literarios sobre el tema: desde la violencia al erotismo invasor, el martirologio de las madres cristianas, la naturaleza hostil, la vergüenza por “la virginidad ultrajada”, la españolización de la mujer blanca y concebida básicamente como madre, la nostalgia por un orden perdido, la crueldad atroz del salvaje, la fuerte textualización de los cuerpos (ausente, en casi toda la literatura del siglo xix), una voz narradora blanca y portadora de valores urbanos y domésticos –proclive al desarrollo comercial y la propiedad privada– que se dirige, básicamente, a un público lector que espera encontrar exactamente estas mismas imágenes y confirmaciones sobre el mundo de la frontera.
El fragmento de Zeballos, especialmente en lo que se refiere al horror atribuido al comportamiento indígena, parece una mezcla de La cautiva de Echeverría y de La vuelta del Martín Fierro de José Hernández; no interesa tanto establecer quién leyó a quién primero, sino descubrir las articulaciones comunes entre la literatura y los documentos militares en una época y sobre todo, una episteme concreta, una poética de la memoria: cómo se escribe y cómo se calla, cómo se construyen las imágenes que van a ser recordadas.
Lo usual, en todo caso, era callar lo que pasaba con las vidas de las cautivas del otro lado de la frontera y asumir, desde el principio, que no podía ser de otro modo que el descrito por Zeballos. Se partía de un preconcepto (la vida entre los indios no podía ser sino el infierno) y el resto era una elipsis esencial: es lo que ocurre sin lugar a dudas en la Relación de los cristianos salvados del cautiverio por la División Izquierda del Ejército Expedicionario contra los bárbaros, al mando del señor Brigadier General D. Juan Manuel de Rosas.
Entre los pocos casos documentados de forma más completa se cuenta el de Dorotea Cabral, rescatada por un contingente militar años después de su secuestro; descubren su existencia por la confesión de su hijo indio, capturado por el ejército. Escribe otro militar, José Daza, que Dorotea Cabral era “blanca, rosada, cabello color castaño, lindos ojos verdosos” (Daza: 229); había sido cautivada en su estancia al sur de Villa María por el cacique Cañumil en 1864:[11]Episodios militares, ed. corregida y aumentada (Buenos Aires: Librería La Facultad de Juan Roldán, Florida 418, 1912), 229.
En esa época, cuando dieron el malón, Dorotea contaba catorce años de edad, y presenció el sacrificio de varios miembros de su familia, muertos á lanzadas, mientras que otros consiguieron escaparse gracias á sus buenos caballos; desde ese tiempo no tenía ninguna noticia respecto á los que habrían perecido, ni de los que salvarse pudieron. (Daza: 228)
El cacique “dábale un buen trato” y, aunque Daza emplea la palabra obligación para referirse a su vida conyugal, admite que Dorotea amaba “con toda la efusión de su alma” a los tres hijos nacidos de la unión con Cañumil. Hasta aquí, lo único que parece desastroso es el momento del secuestro, no el cautiverio en sí. No obstante, Daza asume la misma posición de todos los que escriben sobre el tema:
Relatar las correrías y peripecias que pasó en el largo cautiverio á que se vió condenada por el infortunio, á sufrir en los desiertos una niña educada y que había sido arrebatada del hogar, privándola de las caricias paternas y de las comodidades que proporciona la vida civilizada, para ir á compartir haciendo vida común en vida de orgías y disipación con la barbarie, es imposible; basta decir, que creía haber nacido de nuevo desde el momento que fué reducida é incorporada á la civilización. (Daza: 229)
Relatar (…) es imposible. La reticencia de la narración es la verdadera marca de la elocuencia. Se repite un tópico tan generalizador que ya conforma una imaginería (lo digo literalmente: es como una talla de efigies). O pasa, mucho más frecuentemente, que los textos callan, que sus autores miran hacia otro lado y dedican sus páginas a hablar de las costumbres en los fortines, de los caballos o de los indios.
Por un lado el silencio, por otro el estereotipo: la orgía, el salvajismo. Y en el medio, una zona gris, incómoda, que hace imposible el relato. Porque Dorotea no solo fue tratada bien como cónyugue de un cacique, no solo se atrevió a confesar que amaba a sus hijos indios, sino que en el colmo de lo no tolerable, resulta una mujer sexuada e infiel. ¿Es eso lo que hace imposible el relato? Cuando a Dorotea la rescatan, desaparece por varios días nuevamente. Por fin descubren que esta vez se ha escapado con un alférez. Pecado mortal: Dorotea es devuelta a la fuerza a su pueblo de origen con su familia, sin preguntarle si lo desea, y el alférez es tan duramente castigado que lo retiran de la carrera militar.
La historia de Dorotea –la única o una de las únicas reconstrucciones de la vida de una cautiva real que regresa a la civilización– ilustra la de muchas otras cautivas que lograron adaptarse a su vida del otro lado de la frontera y que no tenían la menor intención de volver a sus familias de origen. Para el momento de ser “salvadas”, ya tenían ideas o deseos propios de qué hacer con su cuerpo y su destino; tales deseos no eran tolerables y en ningún caso se les aceptó su voluntad. Dentro de la razón de la civilización blanca, la buena doncella había sido salvada en todo sentido, hasta de sus propios apetitos. O, por el contrario, si se toma en cuenta el final, la historia demuestra más bien que una cautiva es ya incorregible.
La sexualidad se atraviesa una y otra vez, como un conflicto que los textos no saben cómo encarar: sí es cierto que en el momento del rapto la cautiva suele estar desnuda o ser desnudada de la cintura para arriba, lo cual acrecienta el deseo del salvaje. El problema está cuando la susodicha corresponde a su captor. Es el caso de Francisca Adaro, otra de las privilegiadas que han logrado sobrevivir a los avatares de la Historia con nombre y apellido. El cuento lo reproduce Zeballos, pero esta vez el narrador no puede refrenar su propio deseo hacia la cautiva, admitiendo que sus ojos
se iluminaron de una pasión candente al descubrir las mórbidas formas de una mujer desnuda que, al amparo del sueño de todos, lavaba su cuerpo casi oculta, como el cisne en su nido, por las achiras en flor. (Zeballos: 66-68)
En los relatos lo usual es que el espía de esta venus acuática sea un salvaje (como ocurre con la leyenda de Lucía Miranda), pero en este caso es nada menos que el propio Zeballos. Todo para explicar que Francisca (o Panchita) ya tenía sus antecedentes: antes de ser secuestrada, “había concebido una pasión profunda y desoladora por un gentil mancebo”, pero como él era casado, “el histerismo comenzó a devorar lentamente aquel robusto y fresco organismo de doncella de campaña”.[12]La representación cultural de la sexualidad femenina como anormalidad, histeria o enfermedad ha sido estudiada por Sander Gilman en “Black Bodies, White Bodies: Toward an Iconography of Female … Continue reading Valga recordar, como lo señaló George Mosse, que durante el siglo xix el histerismo estaba ligado a la sexualidad femenina, el nerviosismo era considerado un vicio –también entre los hombres, cuya virilidad dependía del autocontrol– y que lo esperado de los buenos ciudadanos (especialmente ciudadanas) era la práctica de virtudes que enaltecieran la nación y trascendieran la sensualidad.[13]George L. Mosse, Nationalism and Sexuality. Respectability and Abnormal Sexuality in Modern Europe (Nueva York: Howard Fertig, 1985). Evidentemente Panchita no lucía ninguna de estas virtudes ni aun cuando vivía entre los civilizados, o al menos así quedó registrada su historia por quienes no eran capaces de ver en sus aventuras más que sus propios códigos de vida.
Con el objeto de “calmar” a la joven, la médica del pueblo le recomienda al padre llevarla de viaje para “cambiar de aires”, con la mala suerte de que caen víctimas de un malón. Panchita, en lugar de desmayarse como ocurre en los relatos, tiene un ataque epiléptico: es una variante, pero el caso es que tampoco se acuerda de nada y al despertar, se encuentra
en brazos del cacique, que la conducía sobre la cruz de su caballo, oprimiéndola cariñosamente contra su cuerpo. Desde ese día fué la favorita de Painé, obligada a devorar sus dolores y a ocultar el asco nauseabundo que le causaba el aliento fétido del macizo araucano.
Lo del aliento y el asco es una opinión del militar Estanislao Severo Zeballos. Pero el episodio confronta al relator con una dimensión de la realidad que se le escapa un tanto de las manos. Al final se le escapa la afirmación de que, como mujer del cacique, “Panchita sanó de los nervios”.
¿Qué parte de todo este cuadro es lo que resultaba inenarrable para la literatura? ¿El deseo del ilustre, supuestamente sublime (o civilizado) militar hacia una mujer que está tratando de bañarse en privado recato? ¿O la conciencia de que una mujer logre entre los indios lo que la civilización blanca no le permite: “sanar de los nervios”, o, como se diría más en nuestra sociedad psicoanalizada, sanar de la histeria causada por su larga abstinencia ante un hombre casado? ¿O que una mujer blanca y de padre conocido disfrute de su sexualidad al cruzar la frontera? ¿O es todo esto apenas la punta de un racismo tan total que prefiere obliterar la historia para no aceptar la materialidad de la existencia de niños mestizos, acaso portadores de culturas y esquemas de vida distintos a los que se trataban de imponer? Como dice Michael Taussig: “El racismo es el desfile donde el civilizado ensaya esta relación de amor-odio con su sensualidad reprimida (…)”.[14]Michael Taussig, Mimesis and Alterity. A Particular History of the Senses (Nueva York, Londres: Routledge, 1993), 64.
Unos y otros –blancos, indios, mestizos, negros, cautivas de varios colores, inmigrantes, ricos, pobres, analfabetos y letrados– compartían un mismo territorio. Pero vivían, al menos aquellos que tenían la posibilidad de escribir y publicar lo que escribían, como si solo su grupo estuviera vivo y el resto ululara alrededor como incomprensibles (aunque agresivos) fantasmas.
Tomando en cuenta la moral, las buenas costumbres y la represión sexual de la época, el escenario de una joven blanca, bella y desnuda, feliz gracias a una sexualidad satisfecha, no era por cierto una imagen común ante la cual un hombre blanco pudiera pasar sin verse afectado. Mucho más grave para la salud de cualquier esquema mental civilizado debía ser enfrentar el hecho de que la satisfacción se produce, para colmo del asombro, entre los brazos de los indios. Las convicciones (y la proyección de deseos y temores reprimidos) de Zeballos (y los otros que, como él, dejaron por escrito sus memorias) podían llevarlo al heroísmo en el campo de batalla. Pero hubiera sido demasiado pedir que se enfrentara también a sus propios temores masculinos. En Painé y la dinastía de los zorros, el deseo de Zeballos hacia Panchita –convertida en una de las esposas del cacique– aumenta de un modo intolerable hasta que, al cabo de ocho años de vida entre los indios, decide escaparse llevándose con él a la amada, apenas esta se convierte en viuda y el hijo de Painé ordena que la asesinen junto a las otras esposas que lo sobreviven. La fantasía del relato de Zeballos llega a tal punto que no solo logra evadirse de la matanza –un imposible, si se toma en cuenta la descripción que aparece en Memorias del ex cautivo Santiago Avendaño– sino que lo acompaña la propia Panchita totalmente enamorada de él y a quien hará reaparecer como heroína/víctima de Relmú, reina de los pinares, nuevamente cautiva y esposa de otro cacique. La sexualidad produce un cortocircuito en este texto, develándolo como relato de ficción pese a las múltiples citas y notas al pie que intentan darle verosimilitud histórica; los excesos de la ficción corren el peligro de neutralizar las descripciones de Zeballos, las únicas que se detienen a contar con interés y más detalle la vida de las cautivas. Por ejemplo, luego de dar nombres propios y lugar de origen –cosa que, como se ha visto, no abundaba en los textos del siglo xix– escribe:
No era extraño que aparecieran de cuando en cuando entre los indios, mujeres distinguidas, de la alta sociedad argentina, como la monja cordobesa sobrina del gobernador López, sorprendidas y cautivadas en los horribles viajes de las mensajerías de aquel tiempo. Las infelices cautivas morían pronto en el martirio del serrallo araucano, en medio del odio sanguinario de las chinas cuyo lugar ocupaban a veces por completo en el sensualismo de los bárbaros.
Y agrega:
Muchas de ellas habrían preferido el suicidio; pero las vigilaban escrupulosamente. Sin embargo, los golpes y las heridas que les inferían las chinas celosas, la repugnancia invencible producida por la grasosa carne de yegua, la sangre cruda que les daban a comer y el asco supremo causado por la caricia de los indios hediondos, minaban profundamente sus organismos delicados y las precipitaban a una muerte que recibían gozosas como la misericordia del Cielo. (Zeballos: 128)
Zeballos queda preso de la imagen de Panchita desnuda, con una “fiebre inextinguible del alma, que seca los labios y abrillante mis ojos”, con un ansia que arranca “el bramido primaveral al tigre y arroja sobre la cautiva desmayada el asalto jadeante de los indios” (160). Ese cuerpo mojado y despojado de ropas, habitando territorio prohibido, le confunde la imaginación:
¡Esta pasión alcanzaba en mi alma hasta las manifestaciones inconscientes del delirio, y mi existencia tenía estremecimientos mortales, arrojada a veces al borde del abismo, cuya única salida es el suicidio, con el cual luchaba la esperanza celestial e infinita de un beso de mi madre! (160)
Pasión y delirio, cielo y madre: son los dos polos en los que se solía encasillar la imagen femenina. En Painé y la dinastía de los zorros puede más la pasión: el protagonista, contra toda lógica, expone su vida por la de ella. “Nuestros cuerpos se unieron, ligados por un abrazo inmenso y nuestros labios se juntaron instintivamente con el delirio de la pasión salvaje y del martirio supremo de ocho años” (190). Pero habrá de perderla en la confusión entre unitarios y federales en la frontera, para reencontrarla casi por azar en Chile convertida en Venus irresistible, aunque enferma, en su próximo libro. La cautiva será una y otra vez carne deseada y traficada en la frontera; pueden pasar los años y cambiar los esposos, pero para seguir encarnando esta función de “misteriosa criatura de origen desconocido, de una belleza peregrina, como no recordaban haber visto en tribu alguna los indios más viejos y que más tierras habían corrido” (297), esta blanca legendaria que habla perfectamente el idioma indígena y despierta pasiones delirantes tanto en blancos como en indios, debe seguir siendo joven, encantadora y extrañamente –siguiendo la lógica del relato– nunca madre, pese a ser la esposa o querida de por lo menos tres hombres. Reverenciada entre cojines de telas azules y de pieles (302), presa de las otras indias o sucia y muerta de hambre en sus intentos de fuga, Panchita sigue siendo siempre la mujer mojada y desnuda de la frontera, a quien las ropas de la civilización nunca podrán redimir realmente pues su destino es, si no caer cautiva de nuevo, seguir encarnando las fantasías masculinas de lo prohibido.
El autor de Painé se declara en el texto testigo y protagonista de la civilización Pampa hasta 1847, año de su fuga “en busca de mi hogar y de mi patria” (80), remitiendo al lector constantemente a otras obras de consulta de su autoría para encontrar allí el resto de los datos que no alcanza a referir en este libro. Esta definición de la voz autoral en primera persona, en el terreno del documento, las memorias y la confesión produce otro cortocircuito en la lectura porque invoca un criterio de verosimilitud que choca con la lógica fantasiosa del relato mismo. La fecha de los acontecimientos narrados hace también imposible la elección de esa posición testimonial, puesto que Zeballos había nacido al menos una década después. Siendo una figura pública –a quien el presidente Avellaneda encomendara la escritura de relatos sobre la frontera para predisponer favorablemente a la opinión pública hacia la Campaña del Desierto–, el lector de la época debía saber que era imposible que quien hacia los 80 fue también canciller y diputado tuviera edad como para haber protagonizado estos hechos en los años 40, comprometiendo el propósito testimonial tan bien logrado en Callvucurá y la dinastía de los piedra.
Una mujer por seis caballos
Relatos como el de Zeballos –tan detallados en el orden de la lascivia, la crueldad y la vida cotidiana entre los indios– son verdaderas excepciones, a rastrear con paciencia en archivos públicos y privados, en libros destartalados y especialmente en fotocopias de otras fotocopias que circulan, restringidamente, de mano en mano; el texto de Zeballos es, en buena medida, un relato de ficción basado en lecturas y en documentos que estaban en poder de este militar, como el caso de las memorias de Santiago Avendaño.
El silencio que cubre a las cautivas no significa que no haya ningún dato sobre ellas. La escritura no dejó a las cautivas del todo ausentes: si así fuera, el imaginario hubiera debido llenar ese vacío casi por fuerza de la gravedad, casi siguiendo la misma ley que tanto postuló la literatura argentina sobre el desierto: el vacío debe ser llenado con palabras.
Lo ocurrido es peor: a la cautiva se le dedica de tanto en tanto alguno que otro párrafo en un libro de memorias o aparece, dentro de los convenios militares firmados con los indios en el artículo cuarto o quinto, como parte del intercambio de caballos, vacas, dineros y servicios. Prácticamente no se le destinan capítulos en los libros de historia, no figura en ningún índice; pero, buscando con cuidado, en alguna línea se filtra.
Sabemos, sí, su valor de intercambio. Según la calidad de la liberada, regía el precio; el promedio de costo por cada persona era más o menos “seis caballos sin marca, doce vacas, una caña de lanza, un lazo trenzado y un par de estribos de plata” (Relación, 20).[15]Las cautivas fueron, durante parte de la Colonia, fuente de comercio con los españoles para muchas tribus. Los españoles, por su parte, también tomaban prisioneros indios para usarlos como … Continue reading Qué les ha pasado a esas cautivas no se sabe ni se pregunta.
Son una cifra más de la frontera. Un ejemplo: en 1833, como resultado de una ataque contra la indiada de Yanquetruz, quedaron en poder del general Aldao
(…) 51 cautivas (…) 133 indios de chusma, 200 caballos de servicio, 120 cabezas entre potrillos y yeguas mansas, 48 cabezas [de] chúcaros, 352 cabezas de ganado entre chico y grande, y 10.000 cabezas de ganado lanar y cabras.[16]Citado por Walther: 220. Para otros precios ver los ejemplos recogidos por Mayo: 78 y ss.
En el mejor de los casos son una cifra. Los viajeros las citan, pero la mayoría se muestra más interesada en sus textos en describir costumbres de gauchos, forajidos o caciques. A veces se las rescata, es cierto, e incluso puede que se las invocara como una de las justificaciones para llevar adelante la solución final del problema del indio –la Campaña del Desierto–, pero nadie se les quiere acercar demasiado.
Leo aquí a Michel de Certeau leyendo a su vez el humanismo de Emmanuel Levinas: para entender el sufrimiento de otra persona o, simplemente, para entender su experiencia, habría que dejar atrás todo para poder ver.[17]Michel de Certeau, Heterologies. Discourse on the Other, Trans. Brian Massumi, Foreword by Wlad Godzich, (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1986). El verdadero conocimiento no es la imposición del propio poder sobre la otra persona, ni es considerar su existencia como una amenaza. Pero tales lazos de empatía solidaria no son, obviamente, los que entraron en juego cuando se consolidaron las naciones: parece que las comunidades se fortalecen más distanciando a los otros, que revisando el sentido verdadero del nosotros.
Ya se sabe: el nacionalismo es un proceso de exclusiones, de inclusiones, de negaciones. Como diría Rosaldo: “¿Quién no estaba dentro del cuarto el día en que se llegó a un consenso?”.[18]Renato Rosaldo, “Social justice and the crisis of national communities”, en F. Barkers, P. Hulme, M. Iversoned, eds., Colonial Discourse/Postcolonial Theory (Manchester UP, 1994), 245. Siguiendo con el juego: no sé exactamente los nombres de los que estaban dentro de ese cuarto donde se inventaron las tradiciones nacionales, pero seguro que no estaban invitados los negros, los indios ni los mestizos. Y las cautivas tal vez solo unas pocas, y a regañadientes, con el gesto magnánimo de la tolerancia, siempre que siguieran vírgenes y hablando español (pero mudas), siempre que no parecieran indias en sus ropas, en fin, siempre que fueran todo menos una cautiva verdadera.
La Historia calla por sí sola
Las estadísticas eran la fuente básica de desinformación oficial: así como no aparecen los negros argentinos en los censos, tampoco las cautivas. Dos veces –en el período que va de 1830 hasta fin de siglo– figuran como rubro en la lista de gastos anuales del gobierno nacional: en el presupuesto de 1833-1834 se registra un “Subsidio a presos, refugiados y cautivas” de 1,573.60 pesos, mientras que se le dedica más de 187 mil a los indios amigos y 58 mil a los esclavos; un año después ese rubro ha subido a siete mil pesos, pero luego se esfuma del presupuesto. Las cautivas rescatadas merecen –durante dos años, pese a que el cuadro de los secuestros duró más de un siglo– la categoría de presos y refugiados. Luego ni siquiera eso.
Hablo siempre en femenino porque a los hombres rara vez los usaban para cobrar rescate y más bien los mataban; los niños, si bien quedaban también en posesión de los indios, no parecían tener importancia: no aparecen ni en la iconografía ni en los acuerdos militares.[19]Las investigaciones de José Arce lo hacen menos categórico en este punto. Él señala que: “En cuanto a los cautivos: aprovechaban a los hombres para obtener más dinero, exigiendo rescate por … Continue reading
Su destino es incierto, aunque lo más probable es que su asimilación a las costumbres indígenas fuera la verdadera razón para que se los omitiera: pasaban a ser indios. Desde la cultura blanca en la que habían nacido, los niños cautivos (varones, las niñas pertenecen a la categoría de cautivas) parece que no tuvieran más que el valor de un apéndice de sus madres o que se les adjudicara culturalmente la muerte. Quiero decir: al cabo de un tiempo, los niños se convertirían definitivamente en otros, en indios. Son los indios blancos: no menos fieros ni temibles, como cuentan –también sin énfasis, sin preguntarse por su origen– algunos militares como el coronel Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles.
Lo poco que se cuenta, se cuenta matizado y de un solo lado. La Historia se va componiendo así de imágenes, imágenes manipuladas, incompletas, tamizadas por los intereses de quien las compone; es lo que siempre ha ocurrido, es cierto, solo que aquí las voces vienen de un solo lado.
Así, en estos relatos, si alguien sufre, son los blancos.
Lo recrea a su manera la poesía gauchesca. En el capítulo XIII del Santos Vega de Ascasubi se describe cómo los indios matan a las viejas y se reparten a las lindas doncellas con las que “a su modo” se casan:
Y hay cautiva que ha vivido
quince años entre la indiada,
de donde, al fin, escapada
con un hijo se ha venido;
el cual, después de crecido
de que era indio se acordó
y a los suyos se largó;
y vino otra vez con ellos
y en uno de esos degüellos
a su madre libertó.
Agrega otra estrofa sobre las cautivas que han logrado escapar del desierto, para encontrarse con un nefasto destino: “sus propios hijos la han muerto / después en una avanzada / por hallarla avejentada, / o haberla desconocido”. La atención está puesta en la cautiva: el hijo ya está totalmente perdido para la civilización hasta el extremo del filicidio. El mismo Ascasubi canta la historia de la Lunareja, a la que le dedica seis capítulos: ella vive el horror del malón, el asesinato de su marido y su cuñado, pero en medio del horror, a diferencia de la cautiva del Martín Fierro, en el Santos Vega ella y su hijito reciben la protección de un indio, el cacique Cocomel, quien “se la llevó muy prendado / para casarse con ella a lo pampa enamorado (…)”. El poema sigue contando que “(…) su hijo el cautivo, / al cumplir dieciséis años, / diz que allá entre los salvajes / fué el cacique renegado (…)”.
Como ocurre con el relato de Dorotea, la narración calla al referirse a la vida de la Lunareja entre los indios, pero tan mala no debe haber sido si ella al regresar a vivir entre los blancos, viene con un mensaje de paz y amistad de Cocomel, “sin recelos de los indios / ni haber agraviao a naides”.
A diferencia de lo que ocurrió con la literatura culta, la poesía gauchesca sí alude al escenario de la frontera y, por lo tanto, también a veces a las cautivas, como se ha visto; no obstante, esta literatura logró acceder al panteón nacional solo cuando ya el mundo representado estaba en franco retroceso.
Textos y documentos están atravesados de contradicciones. Lo que no cuentan, sumergiendo en un silencio muchísimo más vasto aun que el que cubre a las cautivas, es el sufrimiento de los indios y la crueldad de los “civilizados”. El tráfico de niños y las matanzas de indios son mencionados por los viajeros ingleses J.P. y W.P. Robertson:
[S]e decía que los indios estaban matando a hombres, mujeres y niños al invadir, pero no es cierto: Francisco Bedoya, comandante de las tropas de Corrientes había masacrado a los habitantes de una pequeña villa hacía pocas semanas, y los correntinos temían retaliaciones.[20]Robertson, Letters of South America, tomo III (Londres: John Murray, 1843), 161-162.
La fuerte mediación de los textos obliga a recordar que los malones indígenas fueron la excusa oficial para exterminarlos. La crueldad debía ser su atributo exclusivo, para justificar la propia violencia, además de la exclusión. Así, el término bárbaro tiene un doble servicio, puesto que también registra el horror del propio poder; al condenar la propia violencia del bárbaro, se terminará apoyando la noción de lo salvaje (Taussig: 66). Es un espejo de atribución y contra-atribución: los “civilizados” atribuyen a los indios lo peor. En los ataques al bando opuesto se secuestraban mujeres y niños; si lo hacían los indios se le llamaba robo, si lo hacían los blancos se le llamaba acto civilizador. Amparados tras tal noble causa, los blancos no tuvieron que asumir las verdaderas razones que impulsaron a la expansión territorial. La Conquista del Desierto, por ejemplo, será fácilmente explicable por la crisis económico-financiera que vivió la Argentina por las rivalidades partidistas en la década de 1870 y que exigían el aumento de las exportaciones ganaderas. Los ataques de los indios a lo largo de la frontera drenaban “hombres, ganado y dinero” e impedían la ocupación de nuevos territorios, ocupación necesaria, “pues las [tierras] ya utilizadas, en especial las de la provincia de Buenos Aires, mostraban síntomas de agotamiento”.[21]Silvia Paz Illobre, “Algunas consideraciones geoeconómicas y geopolíticas acerca de la Conquista del Desierto. Las ideas de la época”, Congreso Nacional de Historia sobre la Conquista del … Continue reading
Cautiverio (in)feliz
Es difícil decir cuánto sufrían las cautivas entre los indios. Las historias son contradictorias. Por ejemplo, la cordobesa Ascención fue entregada por el cacique a su esposa para que le trabajara como sirvienta “aunque no fue tratada con dureza”. Durante su estadía con los indios, le tocó presenciar asesinatos crueles. Lo curioso de esta historia es que, poco después de rescatada, vuelve a encontrar a los mismos indios y,
aunque los blancos temen que la vuelvan a capturar, Ascención no teme por sí: “las mujeres estaban muy contentas de verlas, tanto como si fuera una hermana, visitándonos diariamente durante nuestra estadía allí”. (Robertson: 179-184)
El botín central no eran los niños. Los documentos hablan de mujeres: tenerlas mezclaba el poder y el deseo. A fin de cuentas, “cautivar” tiene también otra connotación: encantar, seducir. Pero estamos en pleno siglo xix: la sexualidad se elude.
Explica Álvaro Barros en sus memorias:
[Los indios] Invaden nuestros campos poblados y se llevan cuanto puede servirles para mantenerse o para permutar por los objetos que necesitan. Llevan mujeres y niños, para servirse de ellos o venderlos, matan a los hombres y destruyen por instinto, por costumbre, lo que no les es útil o no pueden llevar.[22]Álvaro Barros, Fronteras y territorios federales de las Pampas del Sur [1872] (Buenos Aires: Hachette, 1957), 120.
Cunningham Graham, acaso por ser escritor, medio argentino y medio Británico, y hablar cuando los indios ya han sido exterminados, da una versión más explícita:
(…) como su objeto [de los indios] era robar y no matar, no perdían el tiempo en lugares así defendidos, a menos que supieran que en la casa estaban encerradas mujeres jóvenes y hermosas: “Cristiana más grande, más blanca que india” solían decir; y ¡ay de la muchacha que por desgracia caía en sus manos! A toda prisa la arrastraban a los toldos, a veces a cien leguas de distancia; si eran jóvenes y bonitas les tocaban a los caciques; si no lo eran, las obligaban a los trabajos más rudos y siempre, a menos que lograran ganarse el cariño de su captor, las mujeres indias, a hurtadillas, les hacían la vida miserable, golpeándolas y maltratándolas.[23]Citado por José Luis Busaniche, ed., Estampas del pasado. Lecturas de historia argentina (Buenos Aires: Hachette, 1959), 543. R.B. Cunningham Graham, The South American Sketches, ed. John Walker … Continue reading
Es difícil también saber, pese a referencias como esta, cuán mal la pasaban las cautivas entre los indios, puesto que los escasos datos que existen provienen de la pluma de hombres blancos, por lo general militares cuya misión era combatir a los indígenas. Hay cierto acuerdo en la versión de que eran maltratadas por las indias, celosas de la recién llegada como rival y de que este maltrato cesaba cuando la cautiva se convertía en madre. También puede afirmarse que muchas no eran violadas por la fuerza: su dueño las torturaba físicamente imponiéndoles duros trabajos, pero nada indica que ellas fueran sometidas sexualmente. Puede que muchas lo fueran, pero también parece haber sido necesario su consentimiento; hay relatos –siempre se les consagran solo unas breves líneas– que aseguran que algunas, no doblegadas, eran revendidas a otros indios o a gauchos de la zona.
La escasa imaginación masculina y blanca que le dedicó algún espacio al tema, nos ha legado la escena de la cautiva en una suerte de calvario. Así, por ejemplo, dice Estanislao Zeballos en La conquista de quince mil leguas: “Eran conmovedoras las escenas que ofrecían aquellos desgraciados cautivos al encontrarse de repente aliviados del sufrimiento y del martirio que por tanto tiempo habían experimentado” (235); no hay por qué dudar de la honestidad de Zeballos, lo que sí es claro que su mirada mal habría podido soportar la visión de una bella blanca furiosa, tirándole piedras, por haber emprendido la conquista de quince mil leguas sin haberle preguntado antes si ella quería ser conquistada una vez más.
No quiero decir aquí que se tratara de un cautiverio feliz, sería absurdo: la situación de cautiverio y, además, en una cultura ajena mal puede considerarse feliz. Pero es cierto también que no queda claro si las cautivas eran tratadas bien por los indios o si tenían el derecho a opinar a la hora de elegir pareja: no hay manera de oír sus voces. La mayoría era raptada cuando muy joven y debía trabajar a la par de las mujeres indias en el hilado, en las tareas domésticas, el cuidado de los animales, el curtido del cuero y la instalación de los toldos; a diferencia de los pocos hombres cautivos, se les otorgaba el derecho de ser esposas de caciques o guerreros, lo cual no necesariamente implica un verdadero privilegio puesto que la decisión podía seguir siendo parte de la dinámica del cautiverio: amo-esclavo, torturador-víctima.
Me permito sugerir cuán insufrible debía resultar para el hombre blanco la posibilidad de que hubiera cautivas que, luego de un tiempo, prefirieran vivir entre los indios o se hubieran enamorado de alguno de ellos. El francés Alcide D’Orbigny,[24]Voyage dans «Amérique Méridionale» (1835-1838), I: 634. cita el testimonio de un ingeniero Parachappe en Bahía Blanca en 1828, quien a su vez cuenta:
(…) Nos lisonjeamos pensando rescatar estos prisioneros [mujeres y niños de raza blanca] al precio de algunos potrillos, moneda ordinariamente empleada en este tipo de intercambios; pero la cosa se hizo con dificultad. Lo más notable fue que provino de las mismas cautivas, que se habían apegado mucho a sus dueños indios. Después de la expedición del coronel Rauch contra las tribus del Sur, una gran cantidad de mujeres blancas que habían sido raptadas por los indios se escaparon para volver con ellos. Durante las marchas nocturnas se dejaban caer de las ancas de los caballos de los soldados que las llevaban y se perdían en la oscuridad.
Reflexionando sobre las cautivas que preferían permanecer entre los indios, dice Sokolow: “este comportamiento resultaba inexplicable para los hombres europeos, quienes solo podían interpretarlo como un signo de pasión sexual y debilidad femeninas” (124). Sobre por qué era tan bajo el número de mujeres entre los fugitivos, agrega: “es dudoso si estas mujeres, víctimas de ‘el cautiverio y la sensualidad indias’, recibirían una cálida bienvenida cuando volvieran a la sociedad española, con o sin sus niños a medio criar” (134-135). Lo más fácil, sin duda, era degradarlas, descartarlas para siempre como “mujeres decentes”. A los hombres en su situación, se les daba en cambio el apelativo de traidores o fugitivos, más digno que el de licenciosas. Así, en Viaje al Río de la Plata y Chile (1752-1756), de autor anónimo, se dice de estas mujeres que preferían “vivir como esclavas y satisfacer así sus pasiones, que residir entre los de su raza (tan corrupta es la naturaleza humana)”.[25]Reproducido en la Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, 9.2 (1980): 367.
Tanto el tema de la ansiedad masculina (por el modo en que prefiere relatar u omitir estas experiencias), como el de la relación entre amo/esclavo y sus variantes son demasiado complejos para resolverlo aquí. Pero valga decir que las pocas veces en que un texto acepta la existencia de alguna cautiva que se niega a volver a la civilización, trata de justificarla como madre: no quiere abandonar a sus hijos. El simple razonamiento de que muchas se quedaban porque era el único mundo conocido (habían sido capturadas cuando niñas en una enorme cantidad de casos), parece ser pensable solo en la historiografía de un siglo después.
La desconfianza por encima de todo
Si hay algo que se ha mantenido siempre en la cultura con respecto a la cautiva es justamente la incomprensión hacia la persona que cruza. Incomprensión, desconfianza, tal vez miedo.[26]La desconfianza hacia la ex cautiva se reitera a través de la escritura. Es una constante la idea de que se ha convertido en una india. En De los tiempos de antes, por ejemplo, ya en este siglo, … Continue reading
La frontera, más que lugar de encuentro, es lugar de perdición (en varios sentidos), abismo que marca para siempre. Explica Cristina Iglesia –desarrollando a su vez la teoría de lo abyecto de Julia Kristeva, según la cual lo abyecto es todo aquello que perturba un sistema o una identidad, que no respeta límites ni reglas, que es ambiguo o mezclado– y poniendo el énfasis en el erotismo indescifrable:
Del lado de los propios, la cautiva es la mujer que provoca el amor del enemigo, la que puede llegar a amarlo, la que quizá también pueda llegar a amar una tierra que no es la suya. Se trata de algo peligroso, difícil de conjurar porque el carácter forzado del rapto siempre está teñido de culpabilidad, de incitación y, por lo tanto, la cautiva se convierte en modelo de un deseo de lo otro que no puede explicarse pero que puede expandirse y debe, por lo tanto, reprimirse socialmente. Del otro lado, del de sus raptores, sea amada o despreciada, será siempre alguien que puede traicionar, alguien que espía, que mira con ojos diferentes (…).[27]Cristina Iglesia, “La mujer cautiva: cuerpo, mito y frontera” en Historia de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna, tomo III, dir. Georges Duby y Michelle Perrot (Madrid: Taurus, 1992), … Continue reading
Por su parte, Laura Malosetti Costa lo resume muy bien:
La cristiana que ha permanecido largos años en cautiverio y ha tenido hijos mestizos está, en definitiva, condenada. Una vez cruzada la frontera ya no pertenecerá más ni a un mundo ni al otro: entre los indios siempre será una prisionera, vivirá intentando escapar o esperando ser liberada. Luego, en el mundo de los blancos tampoco tendrá escapatoria. La cautiva ya no es una heroína casta que ha logrado mantener su “pureza” a pesar de todo (…) Es ahora un personaje de frontera, una mujer sin identidad (sin nombre) condenada por su transgresión, no importa que esta haya sido involuntaria y forzada.[28]Laura Malosetti Costa, Rapto de cautivas blancas. Un aspecto erótico de la barbarie en la plástica rioplatense del siglo xix, serie monográfica Hipótesis y Discusiones/ 4 (Buenos Aires: Facultad … Continue reading
La falta de nombre es una constante reveladora; de hecho, son pocos los textos que dan nombre y apellidos de las cautivas. La condena al olvido es tan irrevocable, que hasta se les niega el reconocimiento a su identidad individual. La transgresión –o acaso la abyección de su ser entre dos mundos– no se borra, y la cautiva que logra volver entre los suyos no inspirará confianza nunca más (ver cap. I).
En Tipos y paisajes criollos, por ejemplo, Godofredo Daireaux escribe el relato “Ha sido indio”, donde cuenta el destino de algunos sobrevivientes de “la gran ráfaga que de 1875 a 1877, con Alsina primero y Roca después, acabó de barrer al salvaje de la Pampa, millares de indios, de toda edad y de todo sexo, quedaron dispersos” (50). Según el texto, los que se resistieron fueron pasados por las armas, otros recibieron tierras para “que dejasen de ser los nómades de antes y empezaran a civilizarse por el trabajo”, otros fueron incorporados al ejército y “muchísimos niños indios… fueron entregados a las familias que los pidieron, quedando en ellas como sirvientes”. Sean trabajadores o viciosos, a la larga “siguen siendo indios” como “por atavismo”: “indio había sido, indio había quedado”. Se incluye la referencia a una cautiva al revés, es decir, una india entre los blancos:
Una hija de cacique, adoptada por sus amos, educada y dotada por ellos, admirablemente instruída, sedujo por su gracia exótica a un gentil hombre de la alta sociedad europea, que la hizo condesa; y algunos, allá, seguramente, en los salones aristocráticos, no dejaron de cuchichear: “Ha sido india”.[29]Daireaux, Tipos y paisajes criollos (Buenos Aires: Agro, 1945), 50-51.
El atavismo queda, aunque se hace la salvedad de que un indio que venga “de este lado” puede llegar hasta a ser conde; una blanca que se vaya hacia el otro lado, jamás dejará de ser una salvaje o una loca.
Cunningham-Graham, en el cuento “La cautiva” refiere la historia de una mujer rescatada por un blanco luego de ocho años de cautiverio; había sido atrapada durante una invasión a San Luis en la que murieron el padre, la madre y los hermanos. Tenía tres hijos con el cacique Huichán; “las mujeres cristianas pasan por un infierno entre los infieles”, cuenta. Poco a poco abandona el nombre de Lincomilla junto a sus ropas indígenas para convertirse en una mujer española llamada Nieves. Uno de los elementos más interesantes del cuento tiene que ver con la sexualidad: mientras respondía al nombre de Lincomilla (una india), se suponía que debía atender cualquier requerimiento de su captor blanco, pero él se inhibe desde el principio, acaso por la blancura que adivina en ella. A medida que se transforma en Nieves (una blanca), el abismo crece y el captor –o salvador– queda sobrecogido del respeto: pasa casi a ser su servidor. Contradiciendo el primer testimonio de sufrimiento en cautiverio, Nieves-Lincomilla, pide se le permita volver con sus hijos y su marido indio, al que “había amado como a nadie”. Él la acompaña, otra vez sin hablar, como cuando la trajo, y ella parte al galope hacia el Desierto.[30]De Roberto Cunningham-Graham, “La cautiva” de El Río de la Plata, citado por Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, tomo I (México: Fondo de Cultura … Continue reading
El cuento establece una de las explicaciones más heréticas sobre la conducta de una cautiva que se negaba a volver a la civilización blanca: el amor por un indio; obviamente el cuento fue escrito cuando los indígenas ya no eran una amenaza para nadie. Lo que sí está claro es que no solo las madres se querían quedar entre los indios; una de las explicaciones para su resistencia al regreso es su adaptación o acostumbramiento a la nueva vida y la resistencia al trauma, después de mucho tiempo, de una readaptación a una sociedad que ya no era sino un recuerdo remoto.
Un aspecto poco considerado es el de la situación política del país, tan dividida por las luchas no solo con los indios, sino entre el bando de los federales y los unitarios. Hubo cautivas que, al tener la oportunidad de regresar, preferían la vida entre los indios que la que les esperaba si volvían a las ciudades. Así, por ejemplo, cuando Manuel Baigorria decide irse a vivir con los indios, le dice a una muchacha que lo acompaña que se vuelva a su casa. Pero ella se niega llorando.
Baigorria replicó: tú no sabes lo que haces; si yo fuese desgraciado, tú quedarías cautiva entre los indios. Entonces, limpiándose las lágrimas con un pañuelo, dijo: prefiero ser cautiva y no sirvienta de los federales, más cuando mi hermano ha sido asesinado por ellos.[31]Manuel Baigorria, Memorias [1868] (Buenos Aires: Solar/Hachette,1975), 74.
Algunas preferían mantener su posición de esposas de jefes de indios, en lugar de ser rechazadas al volver. En el capítulo LXV de Una excursión… Mansilla reproduce un diálogo con doña Fermina Zárate, casada con el cacique Ramón, a la que invita volver con él: “¡Ah, señor!, me contestó con amargura, ¿y qué voy a hacer yo entre los cristianos?”. Él aduce que su familia en La Carlota la añora, pero ella no quiere dejar a sus hijos. Y agrega:
“Además, señor, ¿qué vida sería la mía entre los cristianos, después de tantos años que falto de mi pueblo? Yo era joven y buena moza cuando me cautivaron. Y ahora ya ve, estoy vieja. Parezco cristiana porque Ramón me permite vestirme como ellas, pero vivo como india; y, francamente, me parece que soy más india que cristiana, aunque creo en Dios (…)”.
Aún más reveladora es la respuesta de Mansilla:
“¿A pesar de estar usted cautiva cree en Dios?”. “¿Y El qué culpa tiene de que me agarraran los indios? La culpa la tendrán los cristianos que no saben cuidar sus mujeres ni sus hijos”. No contesté; tan alta filosofía en boca de aquella mujer, la concubina jubilada de aquel bárbaro, me humilló más que el soliloquio a propósito del fuelle.
La cautiva ya no está
en ninguna parte.
La cautiva es nadie.
Es interesante notar cómo Mansilla construye sus opuestos: la alta filosofía se opone al personaje más bajo posible (la “jubilada concubina de un bárbaro”) y de allí la sorpresa. Aparte de este detalle, el episodio coincide con la historia de María López, una bella actriz española, “cómica de la lengua”, robada por el indio Catriel al naufragar el barco donde viajaba con sus compañeros hacia Buenos Aires. Cuenta Ciro Bayo que:
Los indios son polígamos y muestran preferencia por las mujeres blancas; de modo, que la española, joven de veinte años, resultaba para el pampa un bocado apetitoso. La hizo cortar el cabello en señal de cautividad y la confió a las demás mujeres para que la adiestraran a hilar y a hacer chicha. Una vez adiestrada la hizo su favorita (…)[32]Ciro Bayo, La América Desconocida (Buenos Aires: Caro Raggio, 1927), 29.
Con el tiempo fue apegándose a las costumbres de los indios, compartiendo con ellos los ataques de los blancos y, en cambio, ningún intento de rescate. Pacificado el país sobrevivió y recuperó su nombre español. El narrador le ofrece volver entre los blancos, y le dice: “Eres libre, eres ciudadana argentina”. Ella lo rechaza porque tiene dos hijos con Catriel y, por otro lado, como en el caso de Doña Fermina Zárate, porque:
Aquí soy cacica, la reina; en Buenos Aires sería una china despreciable, que encerrarían en un asilo. Mi destino es morir en una ruca y que me entierren en la pampa (30).
El cuento, por supuesto, no termina tan comprensivamente. Como María López lo único que pide a su liberador potencial (y fracasado) es que le regale aguardiente, recibe el desprecio de Bayo: “En un momento perdió aquella mujer para mí todo el interés que sentía por ella; treinta años de cautiverio y de roce con los indios habían hecho de aquella infeliz una miserable que encontraba su nirvana en el embrutecimiento del alcohol”. Es como el cuento de Daireaux “Ha sido indio”: el contagio con el otro queda como una suerte de atavismo incurable. Al menos Bayo termina tratando de explicarle a un gaucho por qué la española prefiere ser china: “¿No ha oído usted decir que a todos nos gusta mandar, aunque sea un hato de ovejas?” (31).
De cautivas y malevos
La existencia de la cautiva misma es demasiado incómoda para pretender otra reacción: es uno de nosotros que ha cruzado un borde y ya no es ni yo ni ellos, deja de ser reconocible, descifrable o incluso apta para reproducir el linaje puro y blanco que desea la nación para sí.
Los textos escritos entre 1830 y 1870 no tratan de imaginar lo que puede significar en la vida de una persona el secuestro, la pérdida de su vida y normalidad, la servidumbre o el cautiverio. Ya representarse a la frontera misma era un hueso duro de roer en una nación con un proyecto de homogeneidad: la frontera era el margen de lo posible, el lugar del contagio, poblado no solo por indios sino por todo tipo de gauchos, aventureros y personas que huían de la ley. Es el lugar intolerable del desorden, de lo inapresable, de lo inclasificable.
No es de extrañar, entonces, que en uno de los últimos tratados de paz, acordados por el Gobierno Nacional con las tribus indígenas que encabezaban los caciques Epumer Rosas y Manuel Baigorria, en 1878, se ofrece pagarles dinero, azúcar, tabaco, jabón y aguardiente a cambio de que los indios persigan “a los indios Gauchos ladrones” y entreguen “a los malévolos cristianos”, a los desertores y “a todos los cautivos, hombres, mujeres o niños que asistan o lleguen a sus tierras o pagos” sin pasaporte o licencia escrita por un Jefe de Frontera (Walther: 610). El objetivo era normalizar el espacio con un proyecto cognoscible y, sobre todo, uniforme. De hecho, el lenguaje sirve para sostener el orden y para suprimir la casualidad y la contingencia de los eventos. Clasificar es darle al mundo estructura, nombrar es dividir en dos y dejar fuera; hacerlo es siempre un acto de violencia perpetrada en el mundo, y requiere el apoyo de cierta cantidad de coerción (cfr. Bauman).
En la escritura, las cautivas son aquí equivalentes a ladrones, malevos, desertores: no entran más por el aro. No es de extrañar tampoco, pues, que poco tiempo después de la firma de este tratado leonino se haya iniciado la Campaña del Desierto, exterminando al indio y a toda forma de heterogeneidad intolerable.
El problema de las cautivas se resuelve: no porque se las recupere y salve, sino porque se ha eliminado tanto la frontera como el registro de la existencia de estas mujeres. La cautiva ya no está en ninguna parte. La cautiva es nadie.
Busco en el diccionario de María Moliner. Desaparecer: Dejar de ser visible o perceptible una cosa, dejar de estar en un sitio. Barrer, desvanecer, llevarse el diablo, disipar, eclipsar, enterrar, escamotear, esfumar, evaporar, reducirse a la nada. Busco también Olvido: circunstancia de no ser ya recordada o sabida cierta cosa, o de no pensar ya en ella; sepultar, omitir, abandonar, desaprender, borrar. Negar: la palabra, curiosamente, está ligada tanto con la negligencia como con la negociación; se abandona aquello que conviene a ciertos grupos.
Otra hipótesis incómoda para explicar la desaparición de las cautivas es que el silencio sobre el pasado “implica culpabilidad o mala conciencia frente a un personaje o ante una etapa incómodos de explicar”. Dice Viñas sobre la desaparición de los indios:
Culpa o malestar evidenciados en un silencio que podía ser visto, precisamente, como el deseo de querer ocultar ‘lo indio’ que se lleva adentro. Y una élite victoriana no puede sentir vergüenza frente a sospechas retrospectivas; si ese grupo tiene a Dios de su parte, todo lo que pasa por ella se canoniza y hasta sus más viejas perversiones la enaltecen (49-50).
Acaso hubiera que callar al indio, al negro que se lleva adentro, o a los horripilantes gritos de dolor por los hijos, la identidad y el sentido perdidos. Todo lo diferente debe desaparecer, hay que negarlo, silenciarlo o, como dice el diccionario, hacer que se lo lleve el diablo.
References
↑1 | Estanislao Zeballos, en su recreación de la vida entre los ranqueles, cita a Vicente Fidel López: “Trescientas familias han sido sacrificadas en la provincia; han sido violadas las doncellas, degollados los hombres hasta en el pie de los altares, cautivados los niños y empapado el suelo con raudales de sangre inocente en el pueblo del Salto. Todo ha sido saqueado: las casas y las haciendas; y lo que ayer era una villa y un partido floreciente es hoy presa del incendio y campo yermo, en donde todo lo ha destruido y hollado el pasaje voraz de las tribus y de los potros de la pampa”. Painé y la dinastía de los zorros I. Relmú, reina de los pinares II (Buenos Aires: Biblioteca del suboficial, 1928), 84; las citas entre paréntesis en el texto corresponden a esta edición. |
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↑2 | Se trata de “A True History of the Captivity and Restoration of Mrs. Mary Rowlandson” (1682, 4 ediciones). En las décadas siguientes surgió el género literario del cautiverio, tanto en testimonios como en ficciones, a veces adaptaciones de una existencia idílica entre los indios, otras con torturas y violaciones, pero siempre como amenaza a la civilización o como el emblema de una noble naturaleza salvaje. Al principio, los puritanos veían estas experiencias como una prueba de la cual los creyentes saldrían redimidos, pero hacia los siglos xviii y xix los textos se fueron haciendo más políticos. |
↑3 | El título complete es “A Narrative of the Life of Mrs. Who Was Taken by the Indians in the Year 1755 When Only About Twelve Years of Age and Has Continued to Reside Amongst Them to the Present” (1824). |
↑4 | La cita es de Annette Kolodny, “Among the Indians: the Uses of Captivity”, Book Review, The New York Times, (enero 31, 1993), 27. La traducción es mía. |
↑5 | Bonnie Frederick, “Reading the Warning: The Reader and the Image of the Captive Woman”, Chasqui, XVIII-2 (noviembre 1989), 10. |
↑6 | “Education and Crisis, or the Vicissitudes of Teaching”, en Shoshana Feldman y Dori Laub, Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History (New York, London: Routledge, 1992), 5. |
↑7 | Relación (Chacabo: Imprenta del Estado, 1835). La Academia Nacional de la Historia publicó una edición facsimilar con el título de Juan Manuel de Rosas y la redención de cautivos en su campaña al desierto (1833-34), (Buenos Aires: 1979). |
↑8 | El silencio contagia la historiografía argentina, que toma en cuenta solo de modo lateral un problema que existió desde la Colonia hasta fines del siglo xix. No significa esto que el tema no se haya estudiado en absoluto, sino más bien que –pese a haber merecido trabajos serios–, no ha recibido difusión. |
↑9 | La austeridad de los detalles es tal que en la introducción a la edición facsimilar se señala que:
El libro no contiene los consabidos vivas y muertas de rigor, que comenzaron a usarse en la época. El dolor, las angustias, el martirio, la desolación, la aflicción que hay en cada caso, hombre o mujer, que vivieron en los toldos, acalla la pasión política del dictador, para inclinarse ante los terribles años de esos seres humanos pasados en la condición de esclavos en su propio país (20). Es sabido que Rosas erigió en buena medida su primera plataforma de poder político gracias a esta incursión en el desierto; la inestabilidad del país era tal que se lo aclama en 1829 gobernador, con el ánimo de tratar de compensar “el fracaso rotundo en todos los intentos por institucionalizar el poder”, como lo explica Jorge Myers en Orden y virtud. El discurso republicano en el régimen rosista (Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 1995), 19. |
↑10 | Citado por Santiago Luis Copello, Gestiones del Arzobispo Aneiros en favor de los indios hasta la Conquista del Desierto: 227-8. |
↑11 | Episodios militares, ed. corregida y aumentada (Buenos Aires: Librería La Facultad de Juan Roldán, Florida 418, 1912), 229. |
↑12 | La representación cultural de la sexualidad femenina como anormalidad, histeria o enfermedad ha sido estudiada por Sander Gilman en “Black Bodies, White Bodies: Toward an Iconography of Female Sexuality in Late Nineteenth-Century Art, Medicine, and Literature”, Critical Inquiry (otoño 1985), 204-242; Disease and Representation: images of illness from madness to AIDS (Ithaca: Cornell U P, 1988); Sexuality: an illustrated history representing the sexual in medicine and culture from the Middle Ages to the age of AIDS (Nueva York: Wiley, c. 1989). Ver también Michel Foucault, Historia de la sexualidad I, trad. Ulises Guiñazú (México: Siglo XXI, 1977); siguiendo su lógica sobre la represión sexual dentro de la cultura decimonónica, según la cual el manicomio y el burdel eran los únicos lugares de tolerancia, no es de extrañar que la zona de la frontera fuera también imaginada y/o visualizada como un posible espacio para el descontrol. Por su parte, también está la tensión entre sensualidad y el deseo civilizatorio –que Rosa denomina, leyendo a Sarmiento, el “ethos oriental” y el “ethos romano” (106). |
↑13 | George L. Mosse, Nationalism and Sexuality. Respectability and Abnormal Sexuality in Modern Europe (Nueva York: Howard Fertig, 1985). |
↑14 | Michael Taussig, Mimesis and Alterity. A Particular History of the Senses (Nueva York, Londres: Routledge, 1993), 64. |
↑15 | Las cautivas fueron, durante parte de la Colonia, fuente de comercio con los españoles para muchas tribus. Los españoles, por su parte, también tomaban prisioneros indios para usarlos como esclavos. Ver la abundante documentación citada por Mayo y Sokolow. |
↑16 | Citado por Walther: 220. Para otros precios ver los ejemplos recogidos por Mayo: 78 y ss. |
↑17 | Michel de Certeau, Heterologies. Discourse on the Other, Trans. Brian Massumi, Foreword by Wlad Godzich, (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1986). |
↑18 | Renato Rosaldo, “Social justice and the crisis of national communities”, en F. Barkers, P. Hulme, M. Iversoned, eds., Colonial Discourse/Postcolonial Theory (Manchester UP, 1994), 245. |
↑19 | Las investigaciones de José Arce lo hacen menos categórico en este punto. Él señala que: “En cuanto a los cautivos: aprovechaban a los hombres para obtener más dinero, exigiendo rescate por ellos; los que no eran rescatados les servían para diversos trabajos y para instruirse en algunas actividades útiles.
Utilizaban las mujeres como concubinas de los caciques y de los capitanejos principales y de esta manera se procuraban, además, auxiliares valiosísimas en la vida apacible que llevaban, en sus lejanas tolderías andinas”. En Roca. Su vida-su obra (Buenos Aires: Academia de la Historia, 1960), 97-98. |
↑20 | Robertson, Letters of South America, tomo III (Londres: John Murray, 1843), 161-162. |
↑21 | Silvia Paz Illobre, “Algunas consideraciones geoeconómicas y geopolíticas acerca de la Conquista del Desierto. Las ideas de la época”, Congreso Nacional de Historia sobre la Conquista del Desierto (Buenos Aires: Academia Nacional de la Historia, 1981), I: 348. |
↑22 | Álvaro Barros, Fronteras y territorios federales de las Pampas del Sur [1872] (Buenos Aires: Hachette, 1957), 120. |
↑23 | Citado por José Luis Busaniche, ed., Estampas del pasado. Lecturas de historia argentina (Buenos Aires: Hachette, 1959), 543. R.B. Cunningham Graham, The South American Sketches, ed. John Walker (Norman: U of Oklahoma P, 1978). |
↑24 | Voyage dans «Amérique Méridionale» (1835-1838), I: 634. |
↑25 | Reproducido en la Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, 9.2 (1980): 367. |
↑26 | La desconfianza hacia la ex cautiva se reitera a través de la escritura. Es una constante la idea de que se ha convertido en una india. En De los tiempos de antes, por ejemplo, ya en este siglo, Carlos Molina Massey recrea el secuestro de dos mujeres de bien. La madre logra escapar, pero la bella hija Rosarito permanece años en cautiverio entre los indios borogas. No voy a entrar aquí en el tema de las miradas de deseo que se cruzan caciques y blancas antes del secuestro, puesto que ya me refiero a algo parecido en el capítulo sobre Lucía Miranda. El episodio es ambiguo, puesto que la fuga de Rosarito no se sabe si lleva la alegría de quien por fin vuelve a casa después de años de martirio o de quien regresa porque no tiene dónde ir, ya que han asesinado al marido indio. La cadena de transformaciones es perturbadora: la niña Rosarito del principio, tan de buena familia y tan delicada, tan miedosa ante los indios como recatada, es ahora un “jinete forastero” que recusa la historia blanca en relación al cautiverio y a los indios.
En este texto, como en la tradición, el indio era el enemigo –el salvaje endemoniado al que hay que exterminar– y el gaucho mismo, apenas un personaje secundario y de muy baja escala social que habría de ser incorporado a las filas productivas. Las transformaciones en el relato, entonces, son perturbadoras por darle la chance a la cautiva de regresar a la civilización y manifestar sus opiniones: Rosarito, la niña de buena familia, se maneja en el mundo como un hombre, ha dejado de hablar como persona educada, comparte el punto de vista de los indios y se dispone a volver a casa, muy suelta al cuerpo, con dos hijos encima. Es claro, sin embargo, a nivel histórico, que esta “güena cría”, bastarda, mestiza y con los atributos del género trastocados, no tiene lugar dentro del proyecto social. Carlos Molina Massey, De los tiempos de antes (Narraciones gauchas) (Buenos Aires: Agro, 1946), 165-188. |
↑27 | Cristina Iglesia, “La mujer cautiva: cuerpo, mito y frontera” en Historia de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna, tomo III, dir. Georges Duby y Michelle Perrot (Madrid: Taurus, 1992), 558. La teoría de lo abyecto aparece en Julia Kristeva, Los poderes de la perversión (Buenos Aires: Siglo XXI, 1988), 17. |
↑28 | Laura Malosetti Costa, Rapto de cautivas blancas. Un aspecto erótico de la barbarie en la plástica rioplatense del siglo xix, serie monográfica Hipótesis y Discusiones/ 4 (Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1994), 22. |
↑29 | Daireaux, Tipos y paisajes criollos (Buenos Aires: Agro, 1945), 50-51. |
↑30 | De Roberto Cunningham-Graham, “La cautiva” de El Río de la Plata, citado por Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, tomo I (México: Fondo de Cultura Económica, 1958), 290. Hay otra cautiva, registrada en la biografía de Roca escrita por Mariano Vedia, que se niega a regresar a sus hijos cristianos en la ciudad y prefiere huir de nuevo a la tienda del cacique y a sus hijos mestizos. Todo esto no significa necesariamente un juicio de valor sobre la vida urbana y/o blanca o la indígena; un fenómeno parecido se observaba entre las cautivas indias, ya acostumbradas a su nueva vida. |
↑31 | Manuel Baigorria, Memorias [1868] (Buenos Aires: Solar/Hachette,1975), 74. |
↑32 | Ciro Bayo, La América Desconocida (Buenos Aires: Caro Raggio, 1927), 29. |