A partir de este juicio (…) nos cabe la responsabilidad
Palabras de cierre del fiscal Strassera
de fundar una paz basada no en el olvido sino en la
memoria, no en la violencia sino en la justicia.
en el Juicio a los Comandantes,
Buenos Aires, septiembre de 1985.
¿Es posible que el antónimo de “el olvido”
Y. H. Yerushalmi, “Reflexiones sobre el olvido”.
no sea la “la memoria” sino la justicia?

La cautiva, 1880.
Óleo sobre tela, 46 x 71 cm.
Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat
© Diego Spivacow
No tengo recuerdo de mi infancia, porque nunca hubo relato de mi infancia. El dato desconcertó durante algún tiempo a mi psicoanalista argentina, hasta que ambas descubrimos que la falta de recuerdos no ocultaba traumas inconfesables. Episodios desdichados de otras épocas fueron surgiendo en las sesiones, pero el vacío de los largos años de infancia nunca pudo ser cubierto ni siquiera por el mero placer anecdótico.
Tan recalcitrante era el olvido que, fuera por afán arqueológico o por una desconfianza natural hacia las infancias felices, intenté cuanto recurso tenía al alcance para cubrir el vacío: conversaciones con parientes y ex vecinos, examen cuidadoso de álbumes de fotografía, exhumación de diarios íntimos, viajes a los países donde mis padres y abuelos nacieron o encontraron la muerte, a la espera de que, descubriendo sus infancias, encontraría yo también la parte del rostro que me faltaba. Fue en vano: no hubo modo de recuperar lo perdido. Con el tiempo, advertí que la ausencia de relatos domésticos era compartida por buena parte de mi generación, todos hijos de sobrevivientes del Holocausto. La ausencia de memoria era el recurso de nuestros padres para mantenernos a salvo de su insoportable memoria. Criados con el mandato ancestral de recordar la Historia colectiva (“recuerda, para que las atrocidades no vuelvan a suceder”, nos repetían en el colegio judío), sin embargo, carecíamos de recuerdos en la vida personal. Como buenos hijos de sobrevivientes, habíamos aprendido a hablar solo del presente más inmediato. Si no habíamos olvidado la infancia, fue porque no se puede olvidar –en el sentido estricto de “perder la memoria de una cosa” – lo que nunca estuvo en la memoria.
El pasado no está simplemente allí, en la memoria, sino que debe ser articulado para convertirse en memoria. Qué se elige para representar en la cultura y en el recuerdo –todo recuerdo es representación–, dice mucho de la identidad de los individuos, de los grupos sociales y de las naciones. Olvidar y recordar no son opuestos: son el tejido mismo de la representación. Cuando hablo del relato y de la memoria, lo hago en el mismo sentido en que, en el ámbito de la cultura, se construyen los imaginarios: como narrativas constituidas por secuencias de acciones con comienzo, medio y final, con protagonistas que actúan y otros que recuperan, rehacen, repiten esas narrativas a través de canciones, mitos, chistes, cuentos antes de dormir, libros, rituales, monumentos. Hablo del imaginario: ese rosario de narraciones ensartadas en un macro-relato fluido y ordenador, emblemático y cohesivo como el inconsciente. Más que ideología, el imaginario es la poética de la identidad colectiva. Y, como toda representación o conjunto de representaciones, sea a través del lenguaje, la narrativa, la imagen o el sonido grabado, se basa en la memoria.
Los recuerdos no son más que representaciones. Qué y cómo se recuerda habla mucho de lo que somos. Memoria, olvido, represión, desplazamiento: los eslabones de la cadena de quién soy o creo ser, de quiénes somos o creemos ser. La memoria es nuestro marco de referencia, es la médula de nuestra identidad, nuestra herramienta central para emitir juicios, el telos para nuestras respuestas. Hasta nuestra capacidad para emitir juicios se basa en la memoria, como bien lo acotó Cicerón en De Inventione, ya que la memoria nos permite discriminar entre lo bueno y lo malo. A esto agregó, sarcástico, La Rochefoucauld: “todo el mundo se queja de la memoria, pero nadie se queja de su propio juicio”.[1]Estos datos vienen del erudito estudio de Frances E. Yates, El arte de la memoria [1966], trad. Ignacio Gómez de Liaño (Barcelona: Taurus, 1974).
Mis sesiones de psicoanálisis tenían lugar en Buenos Aires. ¿Podía extremar mi examen en la naturaleza del recuerdo y llevarlo al cuadro mayor? Mi curiosidad y desconcierto hacia los hondos vericuetos de la memoria personal, ya hasta aquí tan claramente arados entre los pozos de la identidad, el conocimiento moral y las lagunas de relatos que nunca se contaron, ¿podían volcarse y encontrar respuestas en lo colectivo de una ciudad para ese entonces profundamente sacudida por la necesidad del recuerdo? Debo aclarar que el momento histórico era el de la exhumación de los testimonios de sobrevivientes de los campos de tortura de la dictadura militar de los años 70; más que de exhumación tal vez hay que hablar de develamiento, de exposición de lo que nunca se había contado en el espacio público. Mi encuentro con Buenos Aires coincidió con el Juicio a los Comandantes, donde el tema de los desaparecidos intentaba encontrar un lenguaje capaz de comunicar el espanto a quienes siempre habían vivido dentro de la normalidad e ignoraban o decían ignorar las atrocidades que se habían cometido. Había allí no solo una batalla por la justicia, por el castigo a los torturadores del pasado reciente y por la restitución de los valores de la sociedad democrática y de los derechos humanos; la batalla era también por armar un relato, por contar una historia que “corrigiera” el macro-relato de lo sucedido en la Argentina entre 1976 y 1983, durante el reino del llamado Proceso de reconstrucción nacional.
Una y otra vez los testigos comparecían en el edificio de los Tribunales y una y otra vez debían explicar su vocabulario, encontrar equivalencias en el lenguaje, ingeniárselas para “hacer decible” su experiencia. Los jueces los miraban asombrados, tratando de re-armar o re-construir la historia de los años de la dictadura, incluyendo una enorme zona de la realidad que le había sido escamoteada a la sociedad en general. El mismo concepto de “desaparecidos” sigue produciendo asombro: ¿cómo miles de personas pueden desaparecer para siempre, sin dejar rastro, sin relato de lo que ocurrió con ellos? El concepto es tan inadmisible que el mismo ex comandante Jorge Rafael Videla tuvo el desfachatado cinismo de declarar, como jefe del gobierno militar, que no entendía tanta alharaca de parte de los que se asumían como deudos de algo (alguien) inexistente, puesto que un desaparecido “no tiene entidad (…) ni está ni muerto ni vivo”.[2]Recogido en el documental para la televisión ESMA: El diario del Juicio, de Walter Goobar y Rolando Graña, producción de Magdalena Ruiz Guiñazú, Buenos Aires, 1998. Los hechos demostraron cuántas de esas “no entidades” habían sido ya asesinadas de la peor manera cuando Videla hizo el comentario.
los pueblos felices,
como las mujeres felices,
no tienen historia
Michel Foucault observó que la memoria es un factor esencial en la batalla por el poder: quien controla la memoria de la gente, también controla la dinámica social.[3]“Film and Popular Memory”, Foucault Live (Interviews 1966-1984), trad. Martin Jordin, ed. Sylvere Kitrunger (Nueva York: Semiotext[e], 1989), 92. Recuerdo que durante el Juicio a los Comandantes las cámaras de televisión registraban sin parar las confesiones de los sobrevivientes, con el ánimo no solo de dar a conocer sino, muy especialmente, de archivar los videos: guardar la prueba, el documento, el relato para la memoria. No sorprende que durante años haya circulado la versión de que la mayor parte de los casetes había sido borrada para hacer encima grabaciones casuales. La versión no resultó cierta, pero es notable que, en su momento, se decidió no transmitir el Juicio por televisión, que la sentencia se leyó solo por la radio y que las grabaciones se mostraron en la pantalla chica fragmentariamente y solo muchos años después. El caso de las grabaciones explica, en gran medida, el miedo a las reacciones colectivas que la fuerza de la imagen podía suscitar; el episodio entero de la dictadura y, especialmente de las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y el decreto de amnistía a los militares, hablan de recuerdos borrados, de relatos suprimidos, de desaparecidos. Es la voluntad oficial de “sanar” a la fuerza la memoria de una comunidad, tratando de borrarla o de callarla por medio de recursos legales de dudosa efectividad, puesto que las cicatrices no pueden ser borradas por actos de poder.[4]Hasta tal punto es real que las heridas no se borran por decreto que, pese a los intentos de olvido y reconciliación nacional promovidos por el gobierno argentino, el tema de las torturas, los … Continue reading
El estilo de las naciones
Vacíos de la memoria: hay también historias que no llegan nunca a registrarse. Hay muchos ejemplos de personas que durante años insistieron en no querer saber nada sobre la violencia y la represión, o de otros que, pese a los secuestros de vecinos, juran que no tenían la menor idea de los abusos. Hay quienes, después de haber enfrentado un secuestro, la desaparición de un pariente o el propio exilio, se sorprenden cuando leen décadas después documentos sobre el período, aduciendo que nunca antes habían tomado conciencia del peligro. En realidad, el miedo es tal que sentir que se lo ha olvidado es un milagro de la supervivencia. Se podría hablar de “olvidos recurrentes” ya que, como ciertas pesadillas, los malos recuerdos resurgen implacables y hay que tratar de acallarlos a la luz del día. Supresión y rechazo de lo desagradable: a veces por comodidad y a veces por complicidad, aunque en la mayoría de los casos es un recurso para mantener la cordura. Pienso ahora en la terrible ironía de la frase que oía en la Caracas donde crecí. Allí no hubo dictaduras desde mi temprana infancia, pero los índices de pobreza y corrupción eran alarmantes; sin embargo, cada vez que me frustraba en mis intentos de investigar en la historia reciente y no encontraba archivo ni documentos, me contestaban: los pueblos felices, como las mujeres felices, no tienen historia.
Lo suprimido no es más que parte del relato de lo que somos, la otra cara de la misma moneda. Ernest Renan lo expresó con precisión: “la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y que todos hayan olvidado las mismas cosas. El olvido y el error histórico, agrega, son un factor esencial en la creación de una nación, puesto que en todo origen hay hechos de violencia.[5]Ernest Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, trad. Andrés de Blas Guerrero (Madrid: Alianza, 1987), 65-66. La cita de Anderson es de Imagined Communities. Reflections on the Origin and … Continue reading O como lo dijo Benedict Anderson: las comunidades se distinguen no por cuán genuinas o falsas son, sino por el estilo en que son imaginadas. Entonces, si olvidar y recordar son las dos caras de lo que somos como individuos y como naciones, si nuestra identidad es también el estilo en que somos imaginados, sería significativo preguntarse por qué se recuerda lo que se recuerda y por qué se olvida lo que se olvida.
Así, al igual que solía decirse que Venezuela era un país joven y feliz, se repite –por ejemplo– que Estados Unidos es el país de lo nuevo y de los inmigrantes, mientras que Francia es el lugar de la tradición. Los datos históricos demuestran, sin embargo, cuán distinta es la realidad de los hechos a la realidad del “estilo” en que gustan de imaginarse a sí mismas esas naciones. En los años 30, para seguir con este mismo ejemplo, Francia pasó a ser el país con mayor cantidad de inmigrantes del mundo, con un índice de extranjeros de 515 por cada 100.000 habitantes (mientras que en Estados Unidos era de 492); en los años 70 los inmigrantes residentes en Francia llegaron al 11%, mientras que apenas alcanzaron el 6% en Norteamérica. ¿Por qué la diferencia de versiones? Porque Francia se ve a sí misma como una nación unificada étnica y lingüísticamente casi desde la Edad Media y, como desde la época de la Revolución Francesa era el país más poblado de Europa, solo concibe al inmigrante como mano de obra temporal. Estados Unidos, en cambio, ha mantenido el modelo de los vastos territorios a ser poblados por los inmigrantes, el modelo americano del “nuevo hombre”, del país nuevo, no terminado. En Argentina, La Constitución Nacional sigue promoviendo la inmigración pobladora de territorios; pero el dato notable es que aún hoy discrimina muy claramente y solo fomenta la inmigración europea, como lo reitera la Constitución reformada de 1994, artículo 25.[6]Debo el dato de la Constitución a Tomás Eloy Martínez, quien desarrolló el tema en “En defensa de los diferentes”, diario La Nación de Buenos Aires (27 de febrero de 1999).
Argentina o el imaginario de una nación blanca/europea
En los primeros días de mi vida en Buenos Aires, como provinciana apabullada por las dimensiones de esa colosal ciudad, desconfiando de mi talento para comprender las redes del transporte colectivo, preferí limitar las ansiedades de la adaptación a otros menesteres y reposar, dejándome llevar confiada por los taxistas. Había pasado poco tiempo entonces de la guerra de las Malvinas y de la solidaridad latinoamericana hacia la Argentina. Poco importaba: la memoria es frágil. Bastaba que yo le indicara al taxista la dirección hacia la que debía llevarme para que volviera la cabeza y, sorprendido por mi acento tropical, me dijera: “Usted no es de aquí, ¿verdad? ¿De dónde es? ¿De allá, de América latina?”. Nunca tuve la rapidez de contestar preguntando si el aquí del taxista estaba localizado en otro continente. Presentí entonces lo que hoy creo saber: ser o no ser latinoamericano (o al menos identificarse como tal) no es solo producto de una coordenada histórica y geográfica, sino que también depende de una voluntad de ser, al menos en función del macro-relato compartido por la comunidad. El hecho de que hay argentinos que nieguen su latinoamericanidad no borra el peso del mapa ni de las circunstancias reales, pero creerse europeos funciona en este contexto más o menos como el dato citado un párrafo atrás de Francia y Estados Unidos con relación a los inmigrantes y la identidad nacional. El modo de representar la realidad suele pesar mucho más que la realidad misma.
El tema de la memoria y el olvido, de la memoria y la represión fue expandiéndose. Tratando de conciliar lo que había leído en la literatura argentina con la experiencia de vivir en ese país, dediqué una época a recorrer museos, pensando que en las representaciones colgadas en las paredes podría encontrar algunas claves. Me dediqué al siglo xix como época fundacional: la guerra con el Paraguay encontraba conmovedora expresión en los cuadros de Cándido López, el horror que debió inspirar la Mazorca en la época del dictador Rosas estaba muy bien registrado en las telas coloradas con su lema “Mueran los salvajes unitarios” y en las vajillas con el rostro del dictador que se exhiben en el Museo Histórico, confirmando mis lecturas argentinas. Sin embargo, dos imágenes inesperadas se repetían de un cuadro a otro y de un museo a otro: la imagen de habitantes negros en la ciudad de Buenos Aires a comienzos del siglo xix y la imagen de mujeres blancas en el momento en que eran secuestradas por los indios. Registrados en las telas, negros y cautivas habían desaparecido de la sociedad y de casi todas las formas del recuerdo. ¿Negros en Argentina? ¿Cautivas? Ni siquiera de los indios quedaban muchos vestigios que el simple paseante pudiera notar, pero la existencia de negros y de cautivas en algún momento de la historia sugería una genealogía mestiza de la que difícilmente se pueden encontrar rastros ni en las calles, ni en los libros de textos, ni en los relatos nacionales. A diferencia de lo que ocurre en otros países latinoamericanos que repiten –al menos a nivel de predicado– el orgullo mestizo como el de Martí al hablar de “nuestra América”, en Argentina parecía ser mucho más popular la idea, tan bien resumida por Eduardo Mallea, de que los argentinos son europeos desterrados en América.[7]Con nostalgia de Europa, dice Mallea: “Desterrados, los argentinos lo somos todo. Desterrados del espíritu, desterrados de la civilización de que venimos, de aquel nudo ancestral en que, a … Continue reading ¿Un país blanco en las Américas?, ¿o un país discursivamente blanco? ¿Dónde queda la América pre-hispánica, la historia de la Colonia y de la esclavitud? ¿Dónde las sociedades negras –especialmente de mujeres– que, más avanzado el siglo xix, apoyaban activamente la dictadura de Juan Manuel de Rosas?[8]Marta B. Goldberg, “La mujer negra rioplatense (1750-1840)”, en La mitad del país. La mujer en la sociedad argentina, comp. Lidia Knecher y Marta Panaia (Buenos Aires: Centro Editor de América … Continue reading
El pasado debe ser articulado para ser memoria. Toda articulación (todo relato) tiene que ver con la identidad (con lo que se quiere o cree de la identidad) y por eso, ya llevada a un nivel sociohistórico, se hilvana con los discursos de la raza, el etnocentrismo, el autoritarismo, el progreso, la modernidad, la doctrina liberal. Corrijo: el pasado debe ser articulado por el presente para ser memoria. Peor: toda imagen del pasado que no se reconozca activamente en el presente amenaza con desaparecer irreparablemente, como lo advirtió Walter Benjamin. Por eso es responsabilidad del presente estudiar las desapariciones (de grupos de personas, de episodios históricos): las supresiones tienen más que ver con la identidad del presente que con la cultura del pasado. “Solo se puede explicar el pasado a través de lo más poderoso en el presente”, señaló Friedrich Nietzsche. No es este el lugar para citar a los que, como R.G. Collignwood o Hayden White, han estudiado el rol narrativo del historiador, pero en esta indagación en la memoria es inevitable recordarlos al pasar: la Historia es escritura desde el presente. Así, la reiteración del olvido de la existencia de los negros argentinos, por ejemplo, habla de los deseos del presente.
Sigo ahora a Sande Cohen y a Matt Matsuda, para afirmar dos asuntos centrales para este trabajo: uno, habría que preguntarse por qué un fenómeno entra o no entra al sistema de escritura llamado Historia; otro, para leer el pasado con el ánimo de hacerle justicia a los olvidados, habría que partir de la idea de que toda Historia es desconfiable y conflictiva.
Pienso en las mujeres blancas secuestradas en la frontera interna argentina de las que nunca se supo más. Aún correspondiendo a un proyecto nacional que se declara étnicamente blanco, no encontraron mejor destino en los archivos que las omitidas minorías raciales. La única explicación que encuentro para este silencio es que reconocer su existencia hubiera exigido revisar los mitos fundacionales de la Argentina moderna e incluir lazos de parentesco con el enemigo que habría de ser destruido (el salvaje). De hecho, si el tráfico de mujeres (indias y blancas) revela mecanismos raciales y de género sexual en el intercambio mercantil y el servicio laboral, implica, sobre todo, un intercambio de cuerpos que a la vez crea nuevas relaciones de parentesco. Este intercambio entre grupos raciales enfrentados variaba las normas del acceso sexual, el status genealógico y la ubicación en el sistema de derechos sociales de la época.[9]Levi-Strauss estudia el tráfico de mujeres y el establecimiento de lazos de parentesco entre grupos humanos primitivos atribuyéndole un valor mítico, en Tristes Tropiques (Nueva York: Atheneum, … Continue reading Las indias que pasaron a formar parte del personal de servicio doméstico de los blancos fueron “normalizadas” dentro de la cultura y nadie se sorprende ni repara en la relevancia de esta discriminación social; de las blancas que pasaron a trabajar en el lado indígena casi no se habla. El tráfico de mujeres ha servido desde la antigüedad para establecer lazos de parentesco entre grupos humanos; en la frontera argentina del siglo xix se agregan dos elementos esenciales: el mercado humano y la procreación. Esta establece un parentesco histórico totalmente indeseable para una sociedad con un proyecto nacional blanco.
El tema de las mujeres olvidadas en un medio hostil me impresiona sin remedio. Recuerdo una película de John Ford, The Searchers, donde John Wayne buscaba venganza contra una tribu de indios que mató a su familia y secuestró a su sobrina, encarnada por la hermosa Natalie Wood. John Wayne, con su traje de vaquero, al ver a la sobrina vestida de india, la niega para siempre. No es más una de los nuestros, dice, ahora es de ellos. Por supuesto que ese ellos es, en realidad, parte del verdadero nosotros nacional, históricamente hablando, aunque los múltiples adláteres de John Wayne no lo aceptarían jamás. En realidad, toda construcción de ellos conlleva su desaparición, sea por asimilación o por muerte, extremos perfectamente contemplados en el olvido. En la película, Natalie Wood se salva hacia el final por el amor de su hermano adoptivo quien –gracias a sus sentimientos no exactamente fraternos– logra demostrar que la chica secuestrada desde niña sigue siendo persona, es decir, blanca y familia. No es lo que ha ocurrido con las cautivas argentina que, a diferencia de Remedios la Bella que se va volando por los cielos mientras dice adiós con la mano en sus cien años de soledad, dan su despedida desde unas pocas pinturas del siglo xix, idealizadas en el martirio del rapto a caballo, para desaparecer para siempre en el silencio.
Esta soledad atroz del rechazo y del olvido me obsesiona. Hay aquí una trampa de doble fondo: las cautivas no dejaron testimonios escritos que se conozcan (no hay relato recuperable) y la cultura las omitió o, lo que viene a ser lo mismo, las relegó a un plano tan secundario como borroso. De hecho, las cautivas argentinas no vivieron el cinematográfico final feliz de Natalie Wood (la recuperación del ellos al nosotros) y por eso no fueron recuperables. Cautivas, desaparecidos sobrevivientes o víctimas de distintos actos de violencia a lo largo de la historia humana: retazos de memoria, pacto de silencio, vastas e injustas soledades históricas. La memoria no es solo el gesto de recuperar relatos o representaciones, sino una acción con profundas implicaciones políticas y culturales. Tanto es así que el silencio que oculta o borronea a las cautivas argentinas no se revela en la falta de información propiamente dicha, puesto que quien se ponga a buscar datos, datos encontrará, aunque la tarea lleve años: la bibliografía que acompaña este libro es prueba palpable de ello. Pero la existencia de datos no significa que el silencio no exista, ya que esos datos no han accedido a la memoria colectiva. La enorme mayoría de materiales son de muy difícil acceso y hay que rastrearlos en bibliotecas especializadas, en los anaqueles de algunos estudiosos, en borrosas fotocopias pasadas de mano en mano; otros están allí y siempre estuvieron, como es el caso de los cuadros que cuelgan en los museos o las imágenes que ilustraban, por ejemplo, La cautiva de Esteban Echeverría.[10]Para un buen estudio iconográfico sobre las ilustraciones a la obra de Echeverría y otras representaciones de las cautivas ver Laura Malosetti Costa, Rapto de cautivas blancas en la serie … Continue reading Pero, por alguna razón, siempre han estado muy al fondo del escenario, nunca en el primer plano que los gauchos llegaron a ocupar, nunca alimentando la imaginación nacional como una forma de identidad, ni como parte de una historia del origen. Y nunca habían sido revisados como el espejo donde se reflejan las tensiones generadas por la imposición de un proyecto nacional de raza blanca.
Henri Bergson sostenía que la memoria era un fenómeno puramente subjetivo, un estado de nuestro cuerpo actuando el pasado acumulado en el presente. Me interesa el planteamiento opuesto, de Maurice Halbwachs, para quien la memoria es colectiva y depende de marcos sociales (lo que él llama cadres sociaux). Entendido así, el acto de recordar siempre se relaciona con el imaginario o macro-relato, que él prefiere explicar como un conjunto de imágenes e ideales constitutivos de las relaciones sociales que compartimos.[11]Maurice Halbwachs, The Collective Memory [1928] (Nueva York: Harper and Row, 1980). La memoria no depende exclusivamente de la propia materia gris, sino de una consciencia compartida moldeada por las agendas sociales del presente. La memoria colectiva es una herramienta que reconfigura y coloniza el pasado, obligándolo a conformarse con las configuraciones del presente; se parece al enunciado de Benjamin, solo que aquí se destaca más la actividad modificadora del presente (que “fuerza” al pasado a corresponder con una imagen de origen). Este es un proceso complejo y siempre en movimiento, como los patrones que permiten afirmar cuál es la verdad (mejor dicho, qué es creíble) o qué es ético en un momento dado.
Este libro revisa el tema de las cautivas en la cultura argentina, siguiendo una lectura que busca entender lo que se podría llamar la poética de la memoria, tomando eclécticamente conceptos de distintas teorías, y adentrarse en los vacíos, en las elipsis, en los pliegues de la escritura. Las cautivas me permiten (me invitan, pero no como un clamor histórico al que no tengo la altura para responder, sino más bien por quién sabe qué proyección de mi propia historia), las cautivas me permiten revisar la mecánica de la memoria o, más humildemente, aproximarme al análisis de algunas de las trampas de la palabra escrita, revisando relatos y vacíos de relatos como secuencias de la identidad, basadas a su vez en una racionalidad individual y colectiva que se sustenta en el macro-relato social (los parámetros del poder, la afiliación política, los pactos, los miedos, los enemigos). Mi arco temporal es limitado: va solo desde la escritura de La cautiva de Esteban Echeverría, considerado el primer poema nacional, y su combate discursivo contra las versiones oficiales del gobierno de Rosas; sigo con el único relato conocido escrito por un protagonista, recogido bajo el título de Memorias del excautivo Santiago Avendaño;[12]P. Meinrado Hux, ed. Memorias del excautivo Santiago Avendaño (Buenos Aires: Elefante Blanco, 1999). luego con las diversas versiones escritas sobre Lucía Miranda, la cautiva legendaria más famosa de la Argentina. Termino con un análisis de la memoria y la modernidad en Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, por ser el texto del primer escritor que realmente viaja a la frontera interna para escribir sobre ella, antes de la eliminación de los indios y la consolidación del Estado moderno en este país. Recojo en el camino lo poco que hay sobre las cautivas de la realidad: documentos militares, memorias, cuentos de viajeros, algunos versos gauchescos, cuadros.
De Sarmiento, Borges y el imaginario
Hay un centro ordenador del macro-relato que hoy tenemos del siglo xix en la Argentina y también, en buena medida, en América Latina en general: la épica de la civilización contra la barbarie. La esencia de la modernidad latinoamericana está en esa lógica epistemológica que divide la historia y la realidad en una oposición tan simple como arbitraria. Sarmiento, educador, presidente, defensor de la civilización; Sarmiento invocando “la sombra terrible de Facundo” para comprender la realidad de su patria; Sarmiento soñando con Europa, con la inmigración blanca, con los habitantes de las pampas como si fueran salvajes nómades del desierto árabe.
Toda generación tiene su lenguaje, sus recursos mnemotécnicos, sus alegorías. Francis Yeats, en su bello libro El arte de la memoria, demuestra cómo también cada período histórico tiene un locus o lugar de imágenes alegóricas construido dentro de arquitecturas mentales. Así, los sistemas de memoria del Renacimiento obedecen al orden de un universo intelectual distinto a los de la época Clásica o Gótica. El sistema de alegorías del siglo xix argentino encuentra su resumen en ese libro escrito por Sarmiento, justo en la mitad del siglo, como un centro de gravedad hacia atrás y hacia adelante, Facundo. Civilización y barbarie. El conocimiento de la realidad se organiza en binomios: salvajes/civilizados, unitarios/federales, Sarmiento/Rosas, campo/ciudad.
Dentro de esta simplificación, ¿cómo pensar en la recuperación de las cautivas de la realidad argentina, las que no encontraron el destino cinematográfico del regreso al hogar familiar a lo Natalie Wood en The Searchers? La posibilidad de contemplar la recuperación de un grupo social es un elemento inherente a la construcción de la memoria; si tal recuperación no es pensable, tampoco hay relato de la memoria que la recupere. No hubo, no hay, voluntad de recuperación: las cautivas se quedaron entre los indios y no hubo quien contara su historia en vez de, simplemente, recrear un mito útil para demonizar a los bárbaros del desierto.
La crítica marxista ha señalado cómo en el siglo xix comienza un proceso de categorización de la realidad, que separa el valor de la producción del de la función que cumplen los objetos. Con la modernidad se produce la racionalización o, para usar el término preciso, reificación: proceso de representación por el cual las cosas parecen dadas, naturales e inmodificables, excluyendo su origen y los trazos que puedan mostrarlas como el resultado de una teoría.[13]La reificación es como la memoria: un relato que parece dado y no muestra que se trata de un proceso, de una interpretación o de una teoría. Cfr. George Lukacs, “Reification and the … Continue reading Como Theodor Adorno le escribe en una carta a Benjamin: “toda reificación es un olvido” (Matsuda: 13). La historia deja de ser un proceso complejísimo de negociaciones sociales, para quedar simplificada en un binomio movilizador de prácticas políticas: civilización o barbarie.
Aún en el siglo xx, la articulación de las relaciones con el ellos o el Otro/indígena siguió ocupando el reino de lo irrecuperable. Los dos relatos más conocidos de Jorge Luis Borges sobre cautivos son, una vez más, la puesta en escena de la insalvable dicotomía.
Ya se sabe que la obra de Borges busca en la realidad su esencia mítica; en “El cautivo”, el protagonista es un “indio de ojos azules” secuestrado de niño y recuperado muchos años después por los que se creen sus padres. El texto nunca afirma si el indio es en realidad el hijo; el único acto de reconocimiento que el cautivo produce al ser devuelto a su hogar natal es la recuperación de un “cuchillito de mango de asta”, escondido en la cocina. Ha olvidado el idioma y no parece comunicarse con nadie. Lleno de nostalgia escapa un día de regreso al desierto. Agrega el narrador: “Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro los padres y la casa”.[14]Jorge Luis Borges, El hacedor en Obras Completas. 1952-1972, tomo II (Buenos Aires: Emecé, 1993), 166. Todas las citas de los textos de Borges provienen de esta edición.
Yo también quisiera comprender ese vértigo y su vida en el desierto, sus ganas de volver. No es, claro, el tema de este cuento: nunca lo es. La representación de qué pasa del otro lado de la frontera no ocurre. “El cautivo” es el relato de una certeza: en definitiva, pese a sus ojos azules, el protagonista no es más que un salvaje, cuya escasa lucidez es la de un perro o la de un niño; la temporada que comparte con la familia blanca no hace mella en su irredenta alma salvaje, ya corrompida por los años de convivencia entre los indios. Quizás habría que pensar en la mera vida en la pampa como suficiente para la abyección irredimible, sobre todo si se considera el diagnóstico de Ezequiel Martínez Estrada quien, en Radiografía de la pampa, cita los horrores descritos por virreyes coloniales ante los pobladores perdidos en el vasto territorio: “Era la victoria de la tierra, el triunfo de la prehistoria… Bajo los influjos indiscernibles, las poblaciones regresaron a un estado inferior… Se ha renunciado a la civilización, retornando por infinitos senderos, que también salen al paso en la llanura, al fondo de la animalidad”. Martínez Estrada describe el viaje de Darwin al interior argentino, por medio de tonos que funcionan como leitmotiv: “vio los saturnales de los hunos argentinos, el fruitivo degüello de las reses, la borrachera con sangre humeante”. Siguiendo esta lógica, ni siquiera un perro doméstico abandonado en la pampa puede ser redimido, puesto que muy rápidamente y sin salvación retrocede varias escalas en la evolución de las especies.[15]En una nota, Martínez Estrada dice: “Los perros huían de las casas y se hacían enemigos feroces de los rebaños y los hombres. La abundancia de carne, abandonada en los campos, donde las reses … Continue reading
Algo similar ocurre con “Historia del guerrero y la cautiva”: como en el anterior y en muchos de los extraordinarios cuentos de Borges, el argumento es más bien un pretexto para aludir a los ministerios de las coincidencias y las repeticiones, la anulación del tiempo como categoría y de la singularidad del individuo, visto más bien como parte de la sucesión de seres humanos tal vez soñados por Alguien. Por esto la remota comparación en “Historia del guerrero y la cautiva” entre “Droctulft, un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado”, con la abuela inglesa “desterrada a ese fin del mundo” [la Argentina]. La abuela conoce a una india descalza y con crenchas rubias: es otra inglesa, pero de las que viven del lado de allá, es decir, lo que llamamos una cautiva (Borges I: 556-560). “En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo ligero, como de cierva; las manos fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra Adentro y todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles”. Conversan torpemente, puesto que la india hacía quince años había sido víctima de un malón y ya no recordaba su lengua original, era la esposa de un capitanejo y madre de sus hijos. Continúa el texto en la notable prosa de Borges:
…detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después, en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino.
Cuando la abuela vuelve a encontrar a la india rubia, esta bebe sangre caliente de una oveja degollada. Dice el narrador: “No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo”.[16]Borges solo repara en el salvajismo de las costumbres indígenas, ignorado la crueldad de los blancos en la frontera. Alfred Ebelot, por ejemplo, describe la técnica para carnear vacas o novillos: … Continue reading
Lo llamativo de estos cuentos, al menos con relación a este análisis, es ese “no sé” que se repite, ese recuperar al cautiverio como una señal de lo que no se entiende: la ida y la vuelta a través de la frontera que divide la cultura de la barbarie, atravesados, como dice el cuento al final por un “ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales”.
Cuando Domingo F. Sarmiento recrea la temporada de Facundo Quiroga tratando de adaptarse a los modales urbanos de Buenos Aires, la imagen que reproduce del caudillo es deliberadamente patética. Sarmiento predicaba los beneficios de la educación y, pese a ello, la desconfianza hacia el bárbaro es tan profunda que el protagonista del Facundo, pese al intento de aprender mesura en la capital, termina perdiéndose (o re-encontrándose) en el texto en su “costumbre de esperarlo todo del terror”.[17]Cito de esta edición de Facundo con prólogo de Noé Jitrik, notas de Nora Dottori y Susana Zanetti (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1997), 191-192. Lo salvaje permanece, al acecho. Borges, más de un siglo después, también se siente atraído por el misterio de el otro lado; más que atraído, habría que decir asqueado. En estos cuentos, el otro lado es un espacio maldito, pernicioso y sin salvación posible. La esencia del relato es la imposibilidad del regreso. Tanto el encuentro entre las dos mujeres como el del cautivo de ojos azules con su supuesta familia de origen hacen las veces de una relación emblemática con la sociedad argentina y su modo de verse a sí misma. En estas imágenes hay una convergencia cultural –al modo de los artefactos culturales de Benjamin–, la evocación de un mundo que revela clases, jerarquías, modos de pensar de un grupo y sobre el grupo. El hecho de que Borges siguiera escribiendo tantos años después de la eliminación del llamado problema del indio en Argentina, sin haber modificado ni un ápice el temor hacia lo “no civilizado”, demuestra la presencia de un síntoma –para decirlo en términos lacanianos–, una fisura, una ambivalencia, una asimetría no resuelta. El hecho de que casi no se hable de los límites que cuestionan la existencia de la nación blanca no significa que esos límites no sigan allí, presionando como los síntomas; es un tema sobre el que volveré con alguna extensión en el capítulo dedicado a Lucía Miranda.
El imaginario, el sistema de alegorías o el macro-relato se va rehaciendo, reforzando, desplazando. La memoria personal se oscurece con el paso del tiempo, la memoria colectiva en cambio se enriquece con matices, acomodos, agregados, desplazamientos, énfasis cambiantes y repeticiones. La cultura se opone así al olvido; con sus omisiones y ficciones, acomete “incluso a las fuerzas reactivas del inconsciente, a las fuerzas digestivas e intestinales más recónditas (régimen alimenticio y algo parecido a lo que Freud llamará la educación de los esfínteres)”. La memoria –estoy citando a Nietzsche– no es la memoria de las huellas. “Esta memoria original ya no es función del pasado, sino función del futuro. No es memoria de la sensibilidad, sino de la voluntad. No es memoria de las huellas, sino de las palabras” (Deleuze: 188). Memoria y escritura: voluntad de qué creemos o queremos ser. William Saroyan comentó que una imagen vale más que mil palabras solo si la imagen hace pensar más de mil palabras. Las palabras son esenciales a este proceso, como lo señala el epígrafe de Saroyan: la mera imagen no bastaría para ser.
Lugares de la memoria, vacíos de la solidaridad
El caso argentino no es distinto al de otras naciones, todas fundadas, como decía Renan, en la violencia y el olvido. Lo que sí es excepcional es la invención conceptual (y material) de los desaparecidos y esa pasión por tratar de evadir “el destino latinoamericano” como podrían haber dicho los taxistas de mis tempranos años en Buenos Aires. Por eso este libro: por la necesidad de intentar comprender las complejidades de la memoria y mis propias experiencias, por las desapariciones en las hermosas calles de Buenos Aires, por los olvidados de los que nadie quiso acordarse, por el dolor de los sobrevivientes y por los hijos que se quedaron sin relato. Todo esto es el trasfondo de mi recuperación de las cautivas: asomarse y mirar en ese espejo, para tratar de encontrar muchas otras respuestas.
Cautivas. Olvidos y memoria en la Argentina trata de entender la fundación de un país discursivamente blanco revisando el macro-relato o conjunto de imágenes/textos que definen esa fundación, al menos en el ámbito cultural, durante el siglo xix. Es un estudio sobre las poéticas de la memoria o sobre los pactos de silencio: cómo se construye una versión de la identidad, mientras se acalla a los indios, a los negros, a las cautivas. Ahora bien, ¿por qué las cautivas? Quizá porque ellas encarnan un terror obsesivo que me ha perseguido siempre: la soledad de las personas que, presas de acontecimientos que no controlan, de pronto se ven del otro lado y ya no pueden regresar, porque los suyos no les perdonan haber estado allí. Asocio imágenes, casi inconscientemente, y siempre tienen que ver con una mujer: la protagonista de Hiroshima Mon Amour, atrozmente humillada y con el cabello trasquilado por haber sido amante de un soldado alemán; una mujer a la que nunca conocí y que fue quemada en la noche por algún desconocido en un barrio de la ciudad de Maracaibo, sin que ningún vecino reaccionara ante los espantosos gritos nocturnos; la fotografía de mi madre durante la Segunda Guerra Mundial, con el pelo teñido de un rubio muy claro y una expresión de distancia en la cara, como queriendo adoptar una identidad desenfadada y seguramente no judía; yo misma treinta años después, vestida con las ropas de mi madre y recorriendo Auschwitz, con el repentino terror de que el tiempo revirtiera y me quedara atrapada dentro del campo de concentración.
A veces me persigue la imagen de Marta Riquelme, protagonista del cuento de William Henry Hudson, raptada por los indios y a quien, como en Hiroshima Mon Amour, le cortan el pelo. Los indios la encuentran muerta de hambre y loca de dolor por la pérdida de su hijo a causa de un malón; la compra un indio que podía pagar una hermosa cautiva blanca. Su dueño no le tiene compasión y, hasta que no le da un hijo, la azota desnuda todos los días, atada a un árbol. “También le cortó el pelo, y trenzándolo, hizo con él una faja, que siempre llevaba a la cintura; trofeo dorado que, sin duda, le ganó gran honor y distinción entre sus compañeros”.[18]William Henry Hudson, “Marta Riquelme (Del manuscrito de Sepúlveda)” en El ombú y otros cuentos, trad. Luis Justo (Buenos Aires: Belgrano, 1981), 125-162. Éste es uno de los escasos cuentos … Continue reading Al cabo de cinco años, madre de tres nuevos hijos, consigue el consentimiento para regresar ante los suyos; en la huida, pierde en el río al único niño que logró llevar consigo.
No sé qué parte de esta historia me impresiona más, pero su efecto en mí va más allá de lo racional. No sé si es el hecho de que en este terriblemente doloroso cruce de un mundo al otro, Marta pierda cada vez a sus hijos, o si es el hecho de que, tras tanto agobio y desesperanza, al volver a su pueblo, nadie le reconoce. En el cuento de Hudson, luego de mucho buscar en los alrededores del pueblo, el narrador encuentra a Marta “sentada en el trono de un árbol empapado por la lluvia” y medio enterrado en masas de follaje muerto, “acurrucada, en cuclillas, y con su falda hecha pedazos y cubierta de barro”, el pelo enmarañado. Al aproximarse, queda “pasmado de horror” “pues… ahora sus ojos eran redondos y de salvaje aspecto, tres veces más grandes de lo que eran de ordinario… dándoles la apariencia de los ojos de algún salvaje animal que se ve acosado”. El narrador le muestra un crucifijo, pero esto enfurece de tal modo a Marta que sus ojos se tornan “dos bolas ardientes”, “su corto pelo se erizó”, “empujó bruscamente el crucifijo a un lado, prorrumpiendo a la vez en una sucesión de quejidos y gritos terribles”, de una agonía tan profunda que el narrador se cubre el rostro y cae. “¡El kakué!, ¡el kakué!”, exclama su acompañante. “Recobrando el sentido al oír aquellas palabras, alcé la vista, para descubrir que Marta no estaba allí. Porque en aquel mismo momento, cuando horripilantes gritos sonaban en mis oídos, despertando los ecos de las soledades montañosas, habíase verificado la terrible transformación, y Marta había percibido por última vez con vista humana al hombre y a la tierra”. Marta Riquelme ha huido, convertida en el pájaro kakué de espantoso canto, para esconderse entre los montes, sola para siempre.
La historia (ficcional) de Marta Riquelme ayuda a cubrir los vacíos de la Historia y de los documentos públicos; contiene la angustia del secuestro, la muerte y el deseo, el dolor, la adaptación, la pérdida de los hijos (blancos/mestizos) y la pérdida del ser: por esta suma que se asoma al vacío del discurso para recuperar una franja de la realidad y dejarla para la memoria, se trata de un cuento excepcional. Doble excepcionalidad del cuento porque describe lo que otros textos omiten y porque su final enuncia el silencio que cubre a las cautivas. Porque la cautiva no es de allá ni de aquí, Nadie la reconoce: no es más que la leyenda de un horrible pájaro, el grito de locura y de dolor que se esconde para siempre.
Hay una mezcla de razones que explican mi interés por las cautivas. La que quizá me pertenece más íntimamente, además de la genuina necesidad de entender la poética de la memoria colectiva, es la parte que atañe al pacto colectivo. No me refiero aquí al pacto al modo de Renan o de Anderson, que aluden a una serie de códigos y tradiciones compartidos; me refiero a los grupos que se mantienen coherentes y sobreviven gracias a su falta de solidaridad. Me aterra la fragilidad del destino humano que, de golpe, en un instante, ve su vida cambiada para siempre sin haber tenido voz ni voto: un rapto a caballo, un oficial de la Gestapo tocando a la puerta, un Ford Falcon atravesando las calles de Buenos Aires con una persona encapuchada a la fuerza y de la que nunca se sabrá más. Pero detrás de ese miedo, viene uno peor: el del silencio de la sociedad, el de la gente que no sale de su casa para evitar que siga sufriendo en la mitad de la noche la mujer quemada, el silencio de quien no se acerca para no “contaminarse” con las víctimas que estuvieron del otro lado, el silencio de los intelectuales que –siguiendo las tradiciones del siglo xix– hacen la vista gorda y solo hablan de sus propios duelos (como la lucha contra Rosas), para labrarse una posición de poder personal, mientras se va exterminando a los negros, a los indios. El silencio –ese pacto de falta de solidaridad– hacia la cautiva, tan bien encarnada en la demente Marta Riquelme, ya convertida en un pájaro horrible, me impresiona (quizá en ella se resuma todo el tema de Cautivas) porque, como a todas las cautivas, no se la debería ignorar, como se ignora a los diferentes. Las cautivas eran nuestras, eran uno de nosotros. Y, sin embargo, basta que haya salido del espacio doméstico de nuestra civilización (no importa que a la fuerza), basta que haya cruzado al otro lado de nuestra tranquilidad, para que la cultura cierre filas y la olvide. Hubo, sí, intentos de rescate y tráfico comercial con el cuerpo de las cautivas, pero no se trata ya más que de una cifra anónima y no significativa. La gente de bien ha cerrado sus puertas para que los gritos no perturben el sueño.
No puedo explicar esta falta de solidaridad más que a través del miedo que todos sentimos hacia la muerte, hacia lo desconocido. Como en los cuentos de Borges, acaso las cautivas sean portadoras de un mestizaje que no queremos ver, pero, sobre todo, de un conocimiento que ya no pueden olvidar, que les impide volver a la vida anterior y que nos asusta.
Por encima de todo, me impresiona la falta de solidaridad grupal para mantener la coherencia del grupo. Pero también está el problema de los dolientes y sus silencios: todos aquellos que a lo largo de la historia no pudieron acceder al espacio público para reclamar a sus muertos y desaparecidos (como sí lograron hacer, admirablemente, las Madres de Plaza de Mayo). Los parientes que permanecieron en duelo, en silencio, sin que nadie abriera las puertas o les prestara sus páginas para dejar oír sus voces y recordarlos.
Me permito citar cómo se inventó el arte de la memoria, siguiendo el relato inicial de Yates, quien a su vez parafrasea a Cicerón, en una historia que hubiera sido muy del gusto de Borges. En un banquete en Tesalia, el poeta Simónides de Ceos cantó los elogios del anfitrión y de los dioses gemelos Cástor y Pólux. Al terminar, el anfitrión contestó de mala manera que le pagaría solo la mitad del poema y que el poeta tendría que cobrarle el resto a los dioses. Simónides fue interrumpido por un mensajero con el pedido de salir del banquete para atender a dos jóvenes que lo estaban esperando afuera. Mientras buscaba a los misteriosos visitantes, el techo de la casa se derrumbó y murieron los invitados, quedando irreconocibles. Simónides recordaba el lugar donde estaba sentado cada uno y, gracias a eso, los familiares pudieron recuperar a sus muertos. Tal vez Cástor y Pólux recompensaron al poeta por su homenaje salvándole la vida con la pretendida visita, pero el premio mayor fue la invención de la mnemotecnia. Simónides infirió que para adiestrar la memoria hay que seleccionar lugares, formar imágenes mentales de las cosas que se deseen recordar y almacenar esas imágenes en los lugares, de modo que el orden de los lugares preserve el orden de las cosas, y las imágenes de las cosas denoten a las cosas mismas. Los lugares y las imágenes, respectivamente, han de ser invocadas como una tablilla de escribir de cera y las letras escritas en ella (Yates: 14).
El arte de la memoria se inventa, entonces, como un modo de recuperar la identidad de los muertos. Por eso, acaso, la memoria colectiva borra tantos lugares, rostros, palabras, muertos; por eso solo se erigen ciertos monumentos. Me acerco apenas a los textos, entonces, como sitios de la memoria, los que Pierre Nora, en su admirable edición de varios volúmenes para repensar el pasado francés, ha llamado lieu de mémoire. El lugar de la memoria es como un templo: aunque profano, es un círculo donde todo cuenta (Nora I: XVII y 16-20). Me acerco a las cautivas con la certeza de que todo es simbólico y significante, hasta el silencio que las rodea.
References
↑1 | Estos datos vienen del erudito estudio de Frances E. Yates, El arte de la memoria [1966], trad. Ignacio Gómez de Liaño (Barcelona: Taurus, 1974). |
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↑2 | Recogido en el documental para la televisión ESMA: El diario del Juicio, de Walter Goobar y Rolando Graña, producción de Magdalena Ruiz Guiñazú, Buenos Aires, 1998. |
↑3 | “Film and Popular Memory”, Foucault Live (Interviews 1966-1984), trad. Martin Jordin, ed. Sylvere Kitrunger (Nueva York: Semiotext[e], 1989), 92. |
↑4 | Hasta tal punto es real que las heridas no se borran por decreto que, pese a los intentos de olvido y reconciliación nacional promovidos por el gobierno argentino, el tema de las torturas, los asesinatos y desapariciones vuelve a aparecer una y otra vez. Tanta insistencia y tanta presión ha producido, sin duda, la alternativa judicial al perdón que los gobiernos de Alfonsín y Menem dieron a los comandantes. Como se sabe, la alternativa ha sido juzgarlos por otros crímenes relacionados con el mismo período pero no juzgados antes: se los encarcela ahora por el secuestro de niños. El fenómeno de la memoria no sanada se ve en otras latitudes, como por ejemplo en Brasil, donde también años después de la dictadura, se trata de revocar la licencia de los médicos que colaboraron con las torturas (The New York Times, 11 de marzo de 1999). Nicole Loreaux reflexiona sobre el intento fallido de lograr una amnesia a través de la amnistía en “De la amnistía y su contrario” en Usos del olvido de Y. Yerushalmi et al., trad. Irene Agoff (Buenos Aires: Nueva Visión, 1989), 27-52; en el mismo libro Yerushalmi incluye preguntas inquietantes sobre la relación entre la justicia y el olvido (“Reflexiones sobre el olvido”, 13-26). |
↑5 | Ernest Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, trad. Andrés de Blas Guerrero (Madrid: Alianza, 1987), 65-66. La cita de Anderson es de Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Londres, Nueva York: Verso [1983], reimpreso en 1991). |
↑6 | Debo el dato de la Constitución a Tomás Eloy Martínez, quien desarrolló el tema en “En defensa de los diferentes”, diario La Nación de Buenos Aires (27 de febrero de 1999). |
↑7 | Con nostalgia de Europa, dice Mallea: “Desterrados, los argentinos lo somos todo. Desterrados del espíritu, desterrados de la civilización de que venimos, de aquel nudo ancestral en que, a diferencia nuestra, los hombres produjeron arte, pensamiento, filosofía”. En Historia de una pasión argentina (Buenos Aires, México: Espasa-Calpe, 1945, 4ª ed.), 184. |
↑8 | Marta B. Goldberg, “La mujer negra rioplatense (1750-1840)”, en La mitad del país. La mujer en la sociedad argentina, comp. Lidia Knecher y Marta Panaia (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1994), 67-81. |
↑9 | Levi-Strauss estudia el tráfico de mujeres y el establecimiento de lazos de parentesco entre grupos humanos primitivos atribuyéndole un valor mítico, en Tristes Tropiques (Nueva York: Atheneum, 1974). Su tesis fue refutada desde un punto de vista feminista/marxista/psicoanalítico, para demostrar que el sistema de parentesco produce no solo opresión femenina sino definiciones de género, distintas del sexo biológico en sí. Ver Gayle Rubin, “The Traffic in Women”, en Toward an Anthropology of Women, ed. R. Reiter (Nueva York: Monthly Review Press, 1975), 157-210; para un análisis feminista contrario al de Rubin, ver Nancy C. M. Hartsock, The Feminist Standpoint Revisited and Other Essays (Nueva York: Westview Press, 1998). |
↑10 | Para un buen estudio iconográfico sobre las ilustraciones a la obra de Echeverría y otras representaciones de las cautivas ver Laura Malosetti Costa, Rapto de cautivas blancas en la serie monográfica Hipótesis y Discusiones 4 (Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1994). |
↑11 | Maurice Halbwachs, The Collective Memory [1928] (Nueva York: Harper and Row, 1980). |
↑12 | P. Meinrado Hux, ed. Memorias del excautivo Santiago Avendaño (Buenos Aires: Elefante Blanco, 1999). |
↑13 | La reificación es como la memoria: un relato que parece dado y no muestra que se trata de un proceso, de una interpretación o de una teoría. Cfr. George Lukacs, “Reification and the Consciousness of the Proletariat”, History and Class Consciousness, trad. Rodney Livingston (Cambridge: MIT Press, 1971); Roland Barthes, Mitologías, trad. Héctor Schmucler (México: Siglo Veintiuno, 1980). |
↑14 | Jorge Luis Borges, El hacedor en Obras Completas. 1952-1972, tomo II (Buenos Aires: Emecé, 1993), 166. Todas las citas de los textos de Borges provienen de esta edición. |
↑15 | En una nota, Martínez Estrada dice: “Los perros huían de las casas y se hacían enemigos feroces de los rebaños y los hombres. La abundancia de carne, abandonada en los campos, donde las reses quedaban luego de quitárseles el cuero, las astas y el cebo, los embraveció. Formaban, contra los rebaños, manadas intensas; ya no eran perros, sino chacales. Fue preciso organizar expediciones militares para combatirlos. En pocos años retrogradaron centenares de siglos”, en Radiografía de la pampa (Buenos Aires: Losada, 1953), 20. |
↑16 | Borges solo repara en el salvajismo de las costumbres indígenas, ignorado la crueldad de los blancos en la frontera. Alfred Ebelot, por ejemplo, describe la técnica para carnear vacas o novillos: “A veces para prevenir una vuelta ofensiva, se le cortan ante todo los garrones. Entonces se arrastra sobre los muñones y el dolor le arranca gritos penosos. Es un espectáculo cruel, pero esta necesidad place a los soldados en los que contribuye no poco a desarrollar los gustos sanguinarios que revelan con demasiada frecuencia en las batallas”. En Recuerdos y relatos de la guerra de fronteras (Buenos Aires: Plus Ultra, 1961), 91. |
↑17 | Cito de esta edición de Facundo con prólogo de Noé Jitrik, notas de Nora Dottori y Susana Zanetti (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1997), 191-192. |
↑18 | William Henry Hudson, “Marta Riquelme (Del manuscrito de Sepúlveda)” en El ombú y otros cuentos, trad. Luis Justo (Buenos Aires: Belgrano, 1981), 125-162. Éste es uno de los escasos cuentos escritos durante el siglo XIX sobre el tema de las cautivas; su autor, como se sabe, es de origen inglés. |