Un hombre


Siempre en busca del héroe, Oriana Fallaci ha recorrido el mundo para entrevistar a las personalidades contemporáneas. Pero Ulises suele estar alejado de los que ostentan el Poder, por lo que la reportera italiana se ensaña contra ellos —llámese Reza Pahlevi, Selassie, Kadafi o Jomeini—, incapaz de perdonarles el desengaño.

La guerra de Vietnam o la matanza estudiantil en la mexicana plaza de Tlatelolco, son apenas algunos de los infiernos que esta aguda mujer quiso descubrir como el camino hacia Itaca. La imagen del héroe arquetípico la fue reconstruyendo en los rostros de los vietnamitas Huayn Thi An o Nguyen Van Sam, del boliviano Chato Peredo, del brasileño Carlos Marighela, del fraile dominico Tito de Alencar de Lima. Los siguió a sus celdas, para darles la esperanza de que el mundo —la opinión pública— no los olvidaría. Y para que todos en uno le dijeran: “Hola, has venido. Te esperaba. Estás aquí, nos hemos encontrado”.

Moderna Penélope que espera al hombre-dios, desenmascara a sus detractores no ya con un tejido interminable, sino con sus preguntas implacables reproducidas en la prensa mundial. Fue dejando sus testimonios también en libros como Nada y así sea, Entrevista con la historia, Penélope en la guerra o en su íntimo drama con el aborto en Carta a un niño que nunca nació.

Pero Oriana Fallaci quiso convertirse también en Sancho Panza, “que sigue a Don Quijote y canta sus poéticas y alocadas mentiras”. Y llegó a Grecia —cuna de Ulises— para convertirse en la compañera del combatiente Alexandros Panagulis, para ser su testigo durante los ocho años que presagiaron su asesinato, para ser su biógrafa en la obra de Un hombre.

El libro comienza por el entierro del héroe en 1976 en el capítulo más sensible y de escritura más cuidada en toda la narración, para recomenzar luego cronológicamente por el día del atentado de Panagulis contra la junta militar griega, las torturas, la prisión y sus luchas. Estas descripciones de amor y de denuncia constante tienen como leit-motiv a la muerte.

Pero el logro mayor de Fallaci, “aquella extranjera pequeña y delgada, vestida de hombre que se alisa los cabellos y no se apea, como si tuviera miedo, y luego se apea con ímpetu, decidida, y acude a su cita con el destino”, es su acercamiento a la condición del héroe, aunque su ira insista en las masas como borregos temerosos, en los servidores del “eterno Poder” que nunca muere, que cae siempre para resurgir de sus cenizas”.

“Soy un hombre que lucha y lo seré siempre. Lo seré en todas partes y en cualquier caso. Incluso en el paraíso. No puedo concebir una manera distinta de vivir y morir”, escribe la autora, citando a Panagulis.

Pero el héroe no es solo el que se atreve a atentar contra el Poder, el que osa no silenciarse, soportar las torturas sin delatar, o desafiar a sus victimarios abofeteándolos con una burla que puede conducirlo a la muerte. Porque “la leyenda del héroe no se agota con el gran gesto que lo revela al mundo”, sino que lo más difícil se produce cuando los demás lo han olvidado y está expuesto a la tentación de rendirse.

“Un hombre inteligente no puede aceptar una ideología que lo entrega enteramente a la Historia, que lo considera un sujeto pasivo de ella”, exclama Panagulis, mientras toca puertas sordas en busca del apoyo que jamás llegará, porque no se afilia a ningún partido, porque no calla los defectos ni de la derecha ni de la izquierda.

Oriana Fallaci devela a lo largo de las 500 páginas con fuerza más periodística que literaria, que el Quijote no es estatua sin mácula, sino un hombre imprevisible y difícil.

“Todo en ti”, escribe, “constituía una bofetada a la lógica: el ardor ciego, sordo y exagerado con que te lanzabas a la aventura; el énfasis y la retórica con que aquel ardor se expresaba; la arbitrariedad con que lo dispensabas o imponías al prójimo, ignorando su tesis o ridiculizándolas; la voluptuosidad de consumirte en el peligro continuo, en el esfuerzo incesante, en la lucha perpetua. Pero no en la lucha para alcanzar una meta precisa: la lucha por la lucha, como si la meta no importara o fuera tan solo un pretexto, un espejismo que ora lleva el nombre de libertad, ora presenta el aspecto de los molinos de viento, y se corre tras el vacío, únicamente para vivir”.

Con el recurso de escribir en segunda persona, párrafos excesivamente largos y lenguaje sencillo, Fallaci logra un libro provocador que —a pesar suyo— da la verdadera magnitud del héroe después de muerto, como siempre ocurre. La narración se distrae en reiteradas denuncias contra el gobierno griego, en una actitud más solidaria con el excompañero que hacía la pureza del tratamiento del tema central. Pero la emoción y la rabia que por momentos la pierden, son también los elementos que más vigor y vitalidad le dan a este libro.

Los mejores pasajes de Un hombre se refieren a las torturas que sufrió Alexandros Panagulis, a los días que pasó esperando su fusilamiento (descripción que recuerda al final de El extranjero de Albert Camus), sus años de prisión y las persecuciones en automóvil que terminaron matándolo.

Un hombre es la elegía de Oriana Fallaci a quien fue su compañero. Y es también la defensa desesperada a aquel honesto individualista que no pudo compartir su lucha solidaria, que no supo ceder ni una partícula de sí mismo —él, que todo lo entregó— para adaptarse a la realidad de la época y lograr siquiera una mínima transformación social, porque al resignarse y aceptar concesiones, agredía su propia imagen de héroe irreprochable.

“Cualquier cosa que diga o emprensa (el poeta rebelde), incluso una frase interrumpida o una empresa fallida, se convierte en una semilla destinada a florecer, un perfume que permanece en el aire, un ejemplo para las otras plantas del bosque, para nosotros, que no tenemos su valor, su visión y su genio (…). La historia del mundo nos ha suministrado cumplidamente la prueba de que muerto un líder se inventa otro; muerto un hombre de acción se encuentra otro. Muerto un poeta, en cambio, eliminado un héroe, se forma un vacío imposible de colmar”.

6 de marzo de 1980