El teatro de la Ópera de Roma estrenó la pieza de música lírica Marilyn, escenas de los años 50 en dos actos, de Lorenzo Ferrero. Lo sensacional del montaje sorprende a las revistas europeas, acostumbradas a ese tipo de efectos escenográficos solo en las obras teatrales y óperas rock.
Los afiches y los libros que tratan de apresarla en el papel, los fanáticos que se mantienen fieles a través de los tiempos, las canciones que le han dedicado: nada de eso le bastó a Norma Jean, la pobre muchacha desnuda que de una fotografía de almanaque asaltó los sueños de los norteamericanos a través del cine.
La platinada estrella (Marilyn Monroe, un mito divino), consciente que el olvido es el ignominioso castigo del hombre hacia su desesperado afán de eternidad, desafía a la muerte que escogió en 1962. Así, sedujo con su recuerdo a un músico italiano y no precisamente a un amante del rock, como se hubiera podido suponer. Negada al estilo efímero que reinventó a Evita (Perón) en los escenarios de Inglaterra. Marilyn Monroe se sabe un clásico: no podía prestar su leyenda a algo menos que al bell-canto.
El elegido fue un compositor de 29 años, Lorenzo Ferrero, demasiado joven como para respirar directamente el universo norteamericano de los años 50, para haber deseado a Marilyn cuando aún era posible, para vivir el desencanto escapista de esa época. Todo lo que sabía Ferrero sobre la estrella provenía de los libros, de lo que habían contado, de las películas que había visto.
Pero era suficiente para adueñarse de nuevo de las tablas. Porque como escribió el crítico musical de Le Nouvel Observateur, Maurice Fleuret, “es raro que el teatro actual trate un tema contemporáneo o casi contemporáneo: más raro aún es que hagan un espectáculo sobre hechos históricos y personajes reales. De ordinario, ese terreno está abandonado al cine, que no implica ni distancia ni estilización. Solo un músico joven, para quien nuestros recuerdos son ya pasado lejano, puede tener el rigor de no avergonzarse ante problemas como esos”.
Lorenzo Ferrero trabajó con Floriana Bossi y el resultado, Marilyn, escenas de los años 50 en dos actos, convenció al director del Teatro de la Opera de Roma, Luca di Schiena, sobre el éxito de esa compleja ópera lírica. Ahora puede sonreír satisfecho: las revistas italianas y francesas le dedican calificativos como “habilísima”, “magistral”, “de un lirismo natural”, llegando incluso a afirmar que ante cada presentación “uno se cree un poco en el cine”, lo cual es bastante decir para un espectáculo sometido a todas las convenciones del género.
Una prisión de espejos
En el escenario del Teatro de la Ópera de Roma, Marilyn —en la piel de la excelente soprano Emilia Ravaglia— ve proyectarse su imagen como un eco adulador, gracias a la prisión transparente, toda vidrio y espejos, que el escenógrafo Uberto Bertacca ideó para ella.
Su apartamento hollywoodense, su baño y su lecho son, sobre las tablas, una especie de botella al revés. El fondo de cortinas negras se abre y se estrecha como el diafragma de una cámara fotográfica: ojo que se abre lentamente hasta las dimensiones de una pantalla gigantesca y se convierte en el teatro vivo de la vida cotidiana de la década del 50 en Estados Unidos. Mientras, Marilyn cuenta (canta) su origen de miseria y su neurótica soledad, se muestra star y llama por teléfono al psiquiatra, recibe a Ives Montand, muere con una muñeca entre los brazos. “De una escena a la otra”, escribe Fleuret, “el choque de esos dos universos se agita sobre la sessibilidad del espectador como sobre los nervios frágiles de Marilyn”.
Sin transición, la escena pasa de los desfiles y las bandas en el Central Park, a las arengas de McArthur frente a los cuerpos expedicionarios de Corea, al tribunal anticomunista de McCarthy. Aparecen también los paraísos místicos de los beatniks de Allen Ginsberg y de los adictos al LSD y su profeta Leary Robert Kennedy y “las violencias verbales de un proceso político entre el dúo angelical de Willy Reich y Marilyn, inspirados en la redención a través del deseo”. Las imágines se suceden en la alucinante puesta en escena de María Francesa Siciliani, implacables hacia el American way of life.
La vos de la soprano Emilia Ravaglia adquiere el tono boudeur e infantil adecuado, gracias a una manipulación electroacústica. La música de Ferrero da unidad a las escenas con su lenguaje híbrido, no demasiado distante en su estilo a la vanguardia del grotesco de Alban Berg y Benjamin Britten.
El director, Gianluigi Gelmetti, ha sido el menos aplaudido por la prensa, demasiado sorprendida aún por la espectacularidad —desusada en una ópera clásica— de la escenografía. Pero Marilyn Monroe puede estar tranquila: no la han tratado con frivolidad ni como mujer-objeto. Su nombre refulge de nuevo en las marquesinas y el público olvida que presencia un drama musical, atraído —otra vez— hacia su misterio platinado.