—María Calcaño: ¡No voy a responder a tu pregunta, juececillo! No lo dije antes ni lo diré ahora. Nunca lo sabrás.
—Salvador Garmendia: ¡Pero todavía no te he preguntado nada!, María.
—MC: Sí, pero estoy viendo en cada uno de tus ojos un signo de interrogación y una línea de puntos que los une.
—SG: Eso, es no decir nada.
—MC: ¡Ahí, justamente, es donde yo sé leer ahora, en lo que no se dice! Aunque, en verdad, lo aprendí desde niña, cuando caminaba por la Calle Derecha de Maracaibo y en el cuello de encajes de mi vestido blanco de salir, sentía que me golpeaba la respiración de las celosías. ¡Aquellas terribles ventanas de madera, rígidas, que parecían esposas embalsamadas!; esposas de esposos que venteaban en sus casas, los pobres, imaginando que pensaban. Estaban en plena madurez, aunque rellenos de cal viva. ¿Lo puedes creer?
—SG: Viví algunos años en la ciudad; te lo he dicho. No es igual, pero la condición de forastero pone tensas todas las cuerdas, te declara en alerta permanente; te abre, te pone en condiciones de recibir. Fue en los primeros años 50.
—MC: ¡Ah! ¡El Maracaibo aquel! Yo apenas llegué a asomarme por la tapia de los 50. Era un juego de espejos donde la luz nos engañaba a cada paso. Duro para llevar por dentro; pero se me atravesaba a cada paso y yo me divertía viéndolo saltar y chillar como un muchacho semidesnudo.
—SG: Me parece, que estás empezando a responderme, María. De todas maneras, mi pregunta era…
—MC: Por qué escribías poesía…
—SG: …en Maracaibo, en 1920. Eras mujer, no lo olvides.
—MC: Fue que vine poeta, Salvador. No sé si es que todos llegamos poetas; pero la diferencia estaba en que yo lo supe. Nací un segundo antes de que cerraran la puerta allá adentro y me enteré. Al lago llegaban los hidroaviones. El bramido de los motores se escuchaba en todas las casas. Muchos, corríamos al malecón para verlo. Pero, yo sabía que venían por mí. Me llevarían tarde o temprano y por eso me quedaba en el muelle hasta el mediodía, después que todos se habían ido y quedaban los palos de los cayucos cabeceando delante, jugando a esconderse unos detrás de otros. Él estaba allí. Descansaba, sobre las aguas aceitosas, adormecido por el valor solar; con el porte de un gallo que arrastra la cola. Parecía que no le importara, pero yo seguía mirándolo hasta que me picaba los ojos. Al rato, lloraba como siempre lo hacía. Con todo mi cuerpo, con cada parte de él. Por la noche venía en silencio a mi barrio; era un ave nocturna que oscilaba encima del caballete de mi casa y mi camita se ponía a vibrar como si sólo ella pudiera escucharlo y quisiera despegarse del suelo. Había venido a buscarme, me iría con él…
—SG: Me parece que esa niña que moría a cada instante y era resucitada por la poesía, siguió siempre contigo.
—MC: No fue fácil mi encarnamiento con la poesía, Salvador. Nunca pude ser sacerdotisa ni dama de Ateneo ni reina de juegos florales. Fui rechazada por malcriada y blasfema. Pero sólo era mujer y quería hacer valer para mí, ese momento trágico de la creación que nos sepultó en la intimidad más oscura. Tuve siete hijos de mi primer matrimonio, Mis libros salían y volaban antes de echar alas. La poesía, el lenguaje fosfórico y carnal, me ayudó a vivir sin sacar cuentas. Después llegó el cáncer. Tenía 50 años. Le había escrito antes un poema a Olimpíades, un sepulturero de Maracaibo que me caía bien:
Viejo Olimpíades no me tires tanta arena, no me dejes tan hondo, para que cuando tú pases oigas mis buenos días.
Como ves, yo cargaba una muerte traviesa, que aún después seguía viviendo entre la gente. Te diré otro que compuse en la clínica (“Perdió la muerte sus buenos días”):
Tener que morirme en esta época con una muerte tan desacreditada. Antes llegaba ella con su paso natural y nos desvanecía… Cómo no fui de aquellos tiempos. Morir era simple: apagarse tranquilos, y reposar sin más ni más. Sin haberla ahuyentado con el corte de un seno, de una garganta… o con el tropel de alambre del electrocardiograma sobre el corazón vencido. Oyéndola roer en su media presa, ¡qué deseo loco de ir por fin con ella! Y tocarme a mí ahora esta muerte sabihonda muerte de clínica y de laboratorio, metida en cámara de oxígeno, entre penicilina y radioterapia… irme con esta muerte tan antipática y con tantos siglos encima, me da pena.
Publicado el 22 de Agosto de 1999
en Papel Literario, del diario El Nacional (Venezuela).